Recordó con asombrosa claridad las horas aterradoras que había pasado sola en aquella húmeda celda le Moscú, custodiada por guardias que no conocían la compasión.
– ¿Meg? -la voz interrumpió sus pensamientos.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Solo unos segundos, supuso, pero habían bastado para revivir sus años de sufrimiento. Él comenzó a hablar, pero ella no se giró.
– No sé lo que le has contado sobre su padre, pero, ahora que estoy aquí, juntos le diremos la verdad. No pienses en huir, o haré una escena. Como sé que odias asustar a Anna, confío en que cooperarás.
Su inglés, preciso y formal, era perfecto. La formación que había recibido en el KGB no había dejado nada al azar. Cualquiera que lo escuchara pensaría que era estadounidense, quizá de la costa este.
Meg dejó escapar un gemido que llamó la atención de Anna. Esta dejó su puesto en la fuente al siguiente niño.
– ¿Mami? ¿Qué te pasa?
Atenazada por el miedo, Meg no podía moverse, ni respirar, ni hacer la docena de cosas que su instinto de supervivencia la impulsaba a hacer.
– Na… nada, cariño. Deprisa, vamos dentro.
Agarró a Anna de la mano y casi la arrastró hacia la puerta de la sala. Sabía que no tenía escapatoria, pero no quería quedarse allí, como un animal paralizado, mientras él obtenía otra victoria fácil.
– Mami, vas muy rápido -protestó Anna, pero Meg, cuyo miedo crecía por segundos, apretó el paso.
No importaba que hubiera habido cambios drásticos en Rusia. Quizás él ya no pertenecía al KGB, pero podía seguir trabajando para el nuevo gobierno. Todavía existía la policía secreta en la antigua Unión Soviética.
Para Meg, era un hombre peligroso al que no quería volver a ver. Un hombre que podía hacerse pasar por estadounidense sin que nadie lo advirtiera. Un hombre que caminaba tras ella y que, evidentemente, había vigilado sus movimientos durante años.
Un hombre al que nada detendría hasta obtener su objetivo. Y Meg sabía que su objetivo era Anna.
Pero Meg ya no era la ingenua jovencita de veintitrés años que lo había creído lleno de valores parecidos a los suyos. El tiempo y la experiencia habían hecho su trabajo, y esa vulnerable criatura ya no existía. Todo lo que quedaba de sus pasadas noches de pasión eran su amargura… y su hija.
Si lograran entrar en la sala antes de que él las alcanzara, Meg ganaría un poco de tiempo para pensar qué hacer. Llevó a Anna casi a rastras, mientras su corazón martilleaba cada vez más fuerte.
– ¿Meg? ¿Anna?
Al oír su nombre, Anna se desasió de su madre y se giró.
– ¿Tú quién eres? -preguntó, curiosa.
Vencida por aquella artimaña, Meg tuvo que pararse y dar la cara al hombre al que una vez, brevemente, había amado. El padre de Anna. No quería mirarlo, ni reconocerlo. Pero Anna los miraba a los dos con ojos ávidos y Meg tuvo miedo de alarmarla o de provocarlo a él.
Cuando por fin se atrevió a mirarlo, el azul intenso de sus ojos de largas pestañas casi la hizo tambalearse. Era aún el hombre más atractivo que había visto nunca, aunque, de alguna manera, parecía distinto a como lo recordaba.
La primera vez lo que lo vio, el pelo castaño oscuro le llegaba al cuello del traje gris parduzco y del abrigo, la indumentaria típica del KGB. Ahora lo llevaba más corto e iba vestido como un hombre de negocios, con un traje azul marino y una camisa azul pálido que realzaban su más de metro ochenta y su figura fuerte y atlética. Pero el cambio que Meg percibía era más sutil que todo eso.
A diferencia de los hombres casados de mediana edad del concesionario de coches donde Meg trabajaba como secretaria y cajera, él se había vuelto todavía más guapo, si tal cosa era posible, en los últimos siete años. Estaba al final de la treintena y poseía un atractivo viril al que el cuerpo de Meg respondió sin quererlo ella.
– Soy alguien que os quiere mucho a ti y a tu madre -dijo él, en respuesta a su hija. Se parecía tanto a ella que Meg temió que la niña se diera cuenta enseguida de quién era.
– ¿Ah, sí? -Anna pareció sorprendida o, peor aún, intrigada.
Meg cerró los ojos con rabia. Maldito fuera por su inigualable habilidad para cautivar a sus víctimas. Como siempre, recurría a métodos que nada tenían que ver con la fuerza bruta.
Desesperada, Meg esperó la respuesta de la niña. En parte, todavía se negaba a admitir que él hubiera aparecido de pronto, de la nada, como uno de esos sueños perturbadores que te asaltan durante años.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Anna suavemente.
– Konstantino Rudenko.
– Kon… Konsta… ¿Qué has dicho?
Él sonrió.
– Tu mamá me llama Kon -su audacia, su crueldad y su calculada arrogancia llenaron a Meg de rabia-. Es un nombre ruso, como el tuyo.
– ¿Mi nombre también es ruso?
– Sí -él lo pronunció con su acento nativo, con voz tierna. Luego buscó a Meg con la mirada, como diciendo «nunca me has olvidado».
«¡No!», gritó Meg para sus adentros contra la amenaza que significaba él, para su independencia duramente ganada. Pero era demasiado tarde.
La inquisitiva Anna asimiló la información e imitó con cuidado la pronunciación de su nombre.
– Mi madre me ha dicho que mi padre vive en Rusia y que por eso no puede venir a verme -susurró, recordando demasiado tarde que era un secreto. Su madre le había dicho muchas veces que nadie debía enterarse de aquello.
– Anna -exclamo Meg.
– Pues tu mamá se equivoca, Anochka -respondió él, usando el diminutivo.
Anna se desasió de su madre y se acercó a él para observarlo.
– ¡Te pareces al príncipe Marzipán! -rápidamente, se giró para mirar a Meg, que se quedó aturdida por el brillo que vio en los ojos de su hija-. ¡Mami! ¡Es como el Príncipe! -inmediatamente abrió el libro por una página que tenía los bordes gastados por el uso-. ¿Lo ves? -señaló.
Él se puso en cuclillas para que Anna le enseñara el libro. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara y, con un dedo, acarició uno de los rizos que caían sobre la frente de la niña.
– ¿Sabes que yo le di a tu madre este libro cuando se marchó de Rusia después de su primer viaje, hace más de doce años?
Por segunda vez en un par de minutos, Meg dejó escapar un gemido.
Anna abrió mucho los ojos.
– ¿De verdad?
– Sí. También es mi libro favorito. Tú y yo somos padre e hija. Por eso pensamos igual -le lanzó a Meg otra mirada significativa-. Tu mamá estaba triste porque tu abuelo murió mientras ella estaba de viaje. Así que, cuando volvió a casa, yo puse el libro en su maleta para reconfortarla, porque sabía que a ella le gustaba. Esperaba que eso la hiciera sentirse mejor y la llevaría de nuevo a Rusia algún día.
Los ojos de Meg se llenaron de lágrimas. «¡Farsante!», gritó su corazón. Pero no podía negar que aquel bello y costoso libro, que ella había admirado en la Casa del Libro de Moscú, pero que no había podido comprar, apareció en su equipaje. Había sido gracias al atractivo agente del KGB, asignado a la vigilancia de los estudiantes extranjeros, que la había llevado de la cárcel al aeropuerto.
Meg y otros estudiantes de diecisiete años de su autobús, habían sido detenidos por regalar vaqueros, camisetas y otras prendas personales a sus amigos rusos. Ingenuamente, Meg le había dado sus gafas de sol a una chica y había acabado en prisión. Todavía sentía escalofríos cuando recordaba aquel incidente de pesadilla.
Durante su confinamiento, uno de los guardias le dijo que el director del viaje acababa de saber que su padre había muerto en Estados Unidos. Por su insensata decisión de quebrantar la ley, le informó el guardia, Meg no podría volver a casa para el funeral, y quizá no volvería nunca.
A Meg, aquel hombre le pareció inhumano, incapaz de sentir emociones. Cuando la dejó sola para que «reflexionara» sobre lo que había hecho, Meg se derrumbó, desesperada, sobre el suelo de la celda. Lloró durante horas la muerte de su querido padre y la de su madre, acaecida un año antes. William Roberts había muerto a miles de kilómetros de distancia y ella nunca volvería a verlo.