– Tú no quieres a otro hombre.
– Esa no es la cuestión -replicó Meg.
– Esa es, precisamente, la cuestión, Meggie. Si te hubieras quedado en Rusia, hoy estaríamos casados y Anna tendría un hermanito o una hermanita.
– Hablas de un tiempo que ya pasó. Entonces yo era otra completamente distinta. Lo nuestro no habría funcionado, porque tú ya estabas casado… con tu país. Y yo… yo tenía miedo -se sintió sacudida por un torbellino de emociones.
– Deserté -respondió él-. Eso quiere decir algo.
– ¿Por qué? -gritó ella-. ¿Por qué desertaste? No tenía sentido en un hombre de tu posición. Y, por favor, no insultes mi inteligencia diciéndome que fue porque estabas locamente enamorado de mí.
Kon frunció el ceño.
– Puede que yo haya sido un agente del gobierno, Meggie, pero también soy un hombre. Un hombre que se enamoró hasta el punto de tomar decisiones muy peligrosas, de asumir muchos riesgos, solo para pasar más tiempo contigo. Cuando te fuiste… caí enfermo.
Capítulo 7
– ¿Enfermo?
Meg le dirigió una mirada ansiosa.
– ¿Caíste… enfermo? -murmuró, llevándose la mano a la garganta.
– Es una expresión que usan los agentes cuando están quemados. Yo no había estado enfermo en toda mi vida y, de pronto, caí en una depresión que me dejó emocionalmente roto durante meses. Perdí peso, no podía dormir y tenía una angustia que no había sentido nunca. Como te dije una vez, había habido unas pocas mujeres en mi pasado, sobre todo agentes a mis órdenes. Una relación duró un poco más que las otras, pero siempre pude dejarlas sin involucrarme demasiado.
Meg no sabía nada de esa relación que había durado un poco más. ¿Cuánto más? ¿Le habría pedido a esa mujer que se casara con él? Sintió una punzada de celos.
– Por alguna razón, no me fue tan fácil olvidarme de ti -continuó él-. Un camarada me sugirió que pidiera un permiso y me fuera de vacaciones. Así que me marché a los Urales a pescar. Pero, al final, las vacaciones que iban a durar dos semanas, se quedaron en dos días. Volví al trabajo porque la inquietud que sentía me estaba devorando vivo. Me obsesioné tanto con el trabajo que hasta mis compañeros se apartaron de mí. Entonces me fue diagnosticada una depresión severa. El único placer que encontraba en la vida era seguir tus pasos a través de otro agente que vivía en Estados Unidos -Meg cruzó los brazos, repentinamente helada de frío, aunque hacía buena temperatura en el apartamento-. Un día especialmente negro, el agente me llamó para decirme que estabas embarazada -hizo una larga pausa, perdido en sus recuerdos. Luego volvió a hablar, con voz queda-. Nadie se sorprendió más que yo, porque sabía que había tomado precauciones. Como no te di oportunidad de estar con otro hombre en Rusia, y como estaba seguro de que no habías estado con nadie desde que dejaste mi país, supe que estabas embarazada de mí -ella bajó la cabeza para evitar su mirada posesiva-. Saber que tenías un hijo mío en tus entrañas me llenó de alegría. Me sentí como si estuviera aquí, contigo, compartiendo esa experiencia milagrosa. Y eso fue lo que me sacó de aquel pozo de tinieblas en el que me había hundido. Cuando el agente me mandó una fotografía de Anna en el nido del hospital, casi perdí la razón por no poder estar allí, abrazaría, ver sus piececitos y sus manitas, besarla… Entonces fue cuando decidí desertar.
– Kon…
– En aquellos momentos, el gobierno estaba en crisis y la distensión parecía cercana. Los acontecimientos que estaban cambiando mi país, me hicieron reconsiderar mi vida pasada y mi futuro. Todos esos años de servicio en el KGB, que eran la única vida que había conocido… El nacimiento de Anna me forzó a preguntarme qué quería para mí. No me desprecies por lo que te cuento, Meggie. Rusia siempre ocupará un lugar en mi corazón. Me dieron la mejor educación, los mejores alojamientos, la mejor paga, diversión cuando la necesitaba… Y, sobre todo, Rusia es mi patria. Pero, de pronto, deseé pertenecer a alguien y que alguien me perteneciera a mí -tomó unas fotografías familiares que Meg tenía sobre la mesita junto al sofá y las miró un momento-. No sé si mis padres y mi hermana siguen vivos. Hace treinta años les dijeron que yo había muerto. Eso ya no tiene remedio -dejó las fotografías y lanzó a Meg una mirada indescifrable-. Necesito a mi hija. Estar con ella estos dos días ha llenado en parte ese vacío.
Meg dio un hondo suspiro.
– Si te sentías así, ¿por qué no me buscaste en cuanto llegaste a Estados Unidos?
Cuando pensaba en los años que habían pasado…
– Cuando salí de Rusia, le proporcioné a tu gobierno información clasificada. Lo normal era que me ocultara. Por eso adopté una nueva identidad. Desde entonces, la situación internacional ha cambiado y ya no existe el mismo peligro. Pero sé cómo piensan algunas facciones de la vieja guardia y cómo trabaja todavía el Partido. Quería estar completamente seguro de que Anna y tú estabais a salvo, por eso he esperado hasta ahora -la miró fijamente-. Era un riesgo mantenerme oculto tanto tiempo, sabiendo que, en cualquier momento, podías conocer a otro hombre y casarte. Pero acepté el riesgo porque sabía que, un día u otro, tendría una relación con Anna y, esperaba, también contigo. Ese día ha llegado -dijo, con calma-, pero depende de ti. ¿Fijamos un régimen de visitas, aunque eso traumatice a Anna, o nos casamos y le damos un verdadero hogar? Podemos darle la estabilidad que se les niega a millones de niños. La estabilidad que me fue negada a mí -añadió con amargura.
Quizá fuera una completa idiota, pero Meg estaba segura de que le estaba diciendo la verdad. Tal vez porque le había dicho abiertamente que sus lazos con Rusia nunca se romperían.
– Sabes que no lo haré -murmuró él, respondiendo en voz alta al miedo de Meg a que se llevara a Anna-. Tal vez casarte conmigo sea la única forma de quitarte esa idea absurda de la cabeza.
– Pero tú amas a Rusia. ¡Lo sé!
– Sí, pero no puedo volver, Meggie. Mi vida está aquí, contigo. Trabajo en casa y llevo una vida discreta. Si te casas conmigo, no tendrás que trabajar, a menos que quieras. Estaremos juntos veinticuatro horas al día. Eso era lo que queríamos antes de que te marcharas de Rusia -en voz baja, añadió-: Si duermes conmigo o no, es elección tuya. ¿Qué te parece?
¿Que qué le parecía?
Aterrador, gritó su corazón. ¿Cómo podría vivir en la misma casa con él, año tras año, queriéndolo en todos los sentidos, pero sintiendo siempre el temor de que echara de menos su país, su antigua vida? En ese momento decía que no podía volver, que todo se había acabado, pero ¿qué pasaría si cambiaba de opinión? Era fácil ver que eso podía ocurrir.
– Es una cuestión de confianza, Meggie. Una rara cualidad que nuestra hija parece tener en abundancia. Al parecer, no la ha heredado de ti.
Meg vaciló. Sin decir nada más, Kon se marchó a la cocina y descolgó el teléfono.
– ¿A quién llamas? -preguntó ella, confusa.
Con tono indiferente, él respondió:
– A un taxi. Tengo que ir a recoger mi coche. Me llamaron del colegio antes de darles de comer a los perros. Debo regresar.
– Pero si no estás aquí cuando Anna…
– Como te decía -replicó Kon con esa soberbia aprendida en el KGB-, el régimen de visitas tiene sus inconvenientes cuando se vive en casas distintas -comenzó a marcar un número.
Al pensar en el estado en que se pondría Anna cuando viera que Kon se había ido, Meg se dio cuenta de que no podría soportarlo otra vez. Asustada, gritó:
– ¡Espera!
Hubo un tenso silencio. Kon todavía tenía el auricular en la mano.
– Si te vas a ofrecer a llevarme al colegio, no es necesario. Anna necesita dormir y no hay quien pueda quedarse con ella -acabó de marcar los dos últimos números.
Ella echó la cabeza hacia atrás.