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– ¡Maldito seas! Sabes que no es eso lo que quiero decir -él colgó el teléfono. Meg vio un destello de satisfacción en su cara y lo despreció por ello-. Desde el momento en que nos abordaste en el ballet, sabías que vencerías. Solo era cuestión de tiempo. Un agente no acepta perder.

Él frunció el ceño.

– Esto no tiene nada que ver con agentes o ideologías. Esto no es un juego, Meggie. Estoy luchando por mi vida, por ti y por Anna. Sin vosotras, no tengo futuro -su voz se quebró de emoción.

Habló con innegable convicción, prescindiendo de la lógica para dirigirse directamente al alma de Meg y destruyendo, así, la última frágil barrera que ella había levantado entre los dos.

– Por el poder que me ha sido conferido, os declaro marido y mujer, legalmente casados desde este momento. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Puede besar a la novia.

¿De verdad habían pasado solo dos días desde que aceptó casarse con él?

Kon deslizó la alianza con un diamante solitario en el dedo de Meg y le mantuvo agarrada la mano. Cuando el juez pronunció las últimas palabras de la oración, la apretó más fuerte.

A Meg le favorecía su vaporoso vestido de novia rosa pálido. Estaba segura de que Kon percibía el más leve latido de su corazón bajo el fino tejido. Intentaba no mirarlo, por miedo a descubrir en él una mirada triunfal.

De hecho, desde que, a la caída de la tarde, Meg había entrado en el salón acompañada de Anna y había saludado al juez Lunduist y a los Bowman, había intentado no mirar a Kon. En ese instante cerró los ojos para el beso ritual.

Pero cuando, inesperadamente, sintió el beso de Kon sobre su mano en vez de en sus labios, abrió los oíos, asombrada. Nunca había oído que el novio besara la mano de la novia y se preguntó si sería una costumbre rusa. Pero, de pronto, Kon levantó la vista y sus llameantes ojos azules sorprendieron la mirada confusa de Meg.

– ¡Por fin! -su susurro la convenció de que había notado que evitaba mirarlo.

Antes de que ella pudiera reaccionar, Kon la besó en los labios, exigiendo una respuesta que a Meg le erizó los sentidos, pese a sus esfuerzos por permanecer indiferente.

– Ahora me toca a mí, papá -dijo Anna, tirándole de la manga.

Los demás se echaron a reír.

Meg volvió bruscamente a la realidad cuando Kon dejó de besarla. Él levantó a Anna del suelo y las abrazó a las dos, besando primero en la mejilla a su hija y luego, en la boca, a la sorprendida Meg, con tanta pasión, que ella estuvo a punto de olvidarse de que había más gente en la habitación. Además, al parecer Walter Bowman había grabado la ceremonia con una cámara de vídeo, lo que hizo a Meg ruborizarse de vergüenza cuando lo supo.

El timbre del teléfono, seguido del anuncio de Lacey Bowman de que llamaba el senador Strickland para felicitarlos, hizo que Meg recuperara en apariencia el control sobre sus sentidos. Se apartó de Kon con las piernas temblorosas y se agachó un momento como para arreglar el ramillete chafado de Anna, pero, en realidad, lo hizo para tomarse un respiro. Luego enderezó el lazo del vestido de tafetán de su hija y, por fin, siguió a Kon al estudio para hablar con el senador. El anciano habló casi todo el tiempo, lo que fue un alivio para Meg, que estaba tan aturdida por haberse convertido en la esposa de Kon, que apenas podía hablar con coherencia. Sobre todo, teniendo en cuenta que Kon le había pasado un brazo por la cintura y la apretaba con fuerza.

La voz de Anna, que la llamaba, le dio la excusa para desasirse del abrazo de Kon mientras él se despedía del senador. Kon se mostró reacio a soltarla y Meg sintió su mirada clavada en ella cuando se alejó.

– ¿Qué pasa, cariño? -preguntó Meg, cuando entró en el salón, casi sin aliento.

– ¡Mira! -exclamó Anna alegremente-. ¡El príncipe Marzipán!

Al principio, Meg pensó que hablaba del cachorro, pero luego reparó en el gran cascanueces, de casi medio metro de alto, que su hija había sacado de una caja colocada sobre la mesa.

– Un regalo adelantado de Navidad de Walt y mío -le dijo, a Meg, Lacey Bowman-. Como le gustó tanto el ballet, pensamos que le gustaría tener uno como recuerdo.

– ¿Ves, mami? -Anna corrió a enseñárselo, con la cara radiante de alegría-. ¡Se parece a papá! Y su boca se abre y se cierra. ¡Mira!

Anna lo agarró por el asa y accionó la boca del bonito cascanueces artesanal. Meg supuso que había sido fabricado en Rusia. El detalle del uniforme de cosaco era inconfundible.

Kon entró en el salón y se quedó de pie junto a su hija, agarrándola por los hombros. Cuando Meg sintió su presencia, levantó la cabeza y se sorprendió por el parecido entre el pelo oscuro y los ojos azules del soldadito de juguete y los de Kon. El contraste de la piel morena de Kon, su traje azul oscuro y su camisa blanca era casi deslumbrante. Realmente, parecía la encarnación de un príncipe ruso, moreno y altivo.

Meg se lo imaginó con un uniforme de cosaco y un sombrero de piel y se le aceleró el corazón. Un jinete apuesto y romántico, a horcajadas sobre su caballo…

Y era su marido.

Respiró hondo y, ruborizada, se volvió hacia el juez, quien propuso un brindis por la feliz familia. Meg se bebió el champán que les sirvió Lacey, pero Kon declinó la copa, tomó a Anna en brazos con el cascanueces, el ramillete y todo, y le dio una copa de champán llena de zumo de arándanos para que ella también participara en la celebración.

A pesar de los esfuerzos que hacía Meg por endurecer su corazón, la devoción de Kon por su hija traspasaba cualquier coraza. No podía negarlo: aunque Anna siempre había sido una niña feliz, la aparición de Kon la había hecho conocer otra dimensión del cariño. Había pasado muy poco tiempo, pero la presencia de su padre había aumentando la confianza y la seguridad de Anna.

El lunes por la noche, cuando Anna se despertó después de un sueño reparador y se enteró de que Meg había decidido casarse con su padre, su anterior hostilidad hacia su madre desapareció por completo. Desde entonces, la niña parecía irradiar luz y había vuelto a sentirse tranquila. Meg se daba cuenta de que su boda había surtido un efecto tranquilizador sobre Anna, cuyo comportamiento había cambiado como de la noche al día.

Todo el mundo en la boda vio lo contenta que estaba con su padre. Walt la grabó en vídeo mientras Kon y ella discutían los méritos del nuevo cascanueces, sobreactuando un poco para la cámara. Por fin, Lacey le dijo a Walt que dejara de grabar y se uniera a ellos en un brindis final. Meg estaba demasiado nerviosa para tomar más de dos sorbos de champán.

Antes de la ceremonia, había temido la llegada de Walt y Lacey, quienes habían ayudado a Kon desde el principio. Pero cuando empezaron a hablar de marcharse, se dio cuenta de que le gustaba su discreta compañía y su amabilidad con Anna. No quería que se marcharan, porque, una vez lo hicieran, estaría a solas con Kon, su marido… que era, más que nunca, una amenaza para su tranquilidad de espíritu.

Anna abrazó a Lacey y le agradeció el cascanueces, antes de que Walt y ella se marcharan entre una lluvia de adioses y felicitaciones navideñas.

Kon cerró la puerta tras ellos y se volvió para mirar a Meg. Ella recordó aquellas veces, en Rusia, en que su mirada le decía que apenas podía esperar a que estuvieran a solas. Esa mirada siempre la hacía estremecerse y temblar. Pero, para alivio suyo, Kon se volvió hacia su hija.

– Como ya somos oficialmente una familia, he pensado que podemos celebrarlo en algún sitio divertido.

Anna lo miró con adoración.

– ¿Adonde vamos, papá?

– Con el permiso de tu madre, me gustaría que fuéramos a cenar al Molly Brown Theater para ver el espectáculo de Navidad. Habrá canciones y bailes y en todos tus personajes favoritos de Mark Twain.,Qué te parece?

Anna esperó la respuesta de Meg con mirada suplicante. En la función estarían rodeados de mucha gente, así que a Meg no se le ocurrió otra forma mejor de pasar las horas siguientes.