– Me… me parece muy bien.
Kon, encantado, echó un vistazo a su reloj.
– Debemos irnos ya, si queremos llegar a tiempo.
– Voy a buscar mi abrigo -Anna salió de la habitación y Meg la siguió.
No podía soportar estar a solas con él en el mismo cuarto. Todavía intentaba olvidar el sabor de su boca, la pasión que despertaba en ella cada vez que la rozaba.
En los días anteriores, Meg había logrado evitar su presencia, no solo porque había estado muy ocupada de los preparativos de la boda y la mudanza, sino también porque Anna y Melanie habían estado siempre a su alrededor, como dos carabinas oficiosas.
Por supuesto, Anna le había hablado de la boda a todo el mundo en el bloque de apartamentos. Muchos de ellos, incluyendo a los padres de Melanie, a los Garrea y a la señora Rosen, se pasaron a felicitar a Meg y llevarle dulces y pasteles.
Kon, que siempre miraba a su hija con orgullo cuando tocaba el violín para él, enseguida le tomó afecto a la señora Rosen y le aseguró que llevaría a Anna todas las semanas a San Luís para que no se perdiera las clases de música. Además, le prometió a Anna que irían lo bastante temprano para que Melanie y ella pudieran jugar un rato. Por supuesto, aquello le ganó la aprobación de Melanie.
De hecho, ésta se había pasado todo el martes mirando a Kon, siguiéndolo a todas partes, bombardeándolo con preguntas. El contestaba con infinita paciencia y buen humor, mientras desmontaba el acuario, con cuidado de poner los peces en jarras que Anna había llenado de agua para llevarlos a Hannibal.
Meg sabía que Anna echaría de menos a su amiga, pero sabía también que la separación sería mucho más dura para Melanie. Los de la mudanza pasarían después de Navidad para hacer el porte. En Año Nuevo, Meg y Anna habrían dejado para siempre el apartamento.
Para suavizar la separación, Meg invitó a Melanie a pasar el fin de semana siguiente en su nueva casa. Ello inició una nueva ronda de negociaciones y planes que hicieron la mudanza más llevadera.
Persuadida por Kon y Anna, Meg había dejado su trabajo sin avisar con quince días de antelación.
Ted, que había oído comentarios acerca de su boda con el padre de Anna, la llamó para averiguar qué pasaba. Por desgracia, fue Kon quien descolgó el teléfono. Le dijo a Ted que Meg estaba muy ocupada y que lo llamaría cuando regresaran de la luna de miel.
Meg, que no tenía intención de marcharse de luna de miel, se imaginó la reacción de Ted ante aquellas noticias. Decidió que, pasados unos días, le escribiría una nota explicándole la situación. Era un hombre agradable y Kon no tenía derecho a ofenderlo deliberadamente.
– ¿Tienes frío? -murmuró Kon junto a su oído, sacándola de su ensimismamiento. No se había dado cuenta de que la había seguido hasta el vestíbulo-. Esto te abrigará.
Temblorosa, Meg se volvió y vio que Kon sujetaba un elegante abrigo negro de cachemira, forrado de satén.
– Pruébatelo, Meggie.
Como en un trance, ella pasó los brazos por las mangas y se ató el cinturón.
– Mami, estás muy guapa.
– ¿Verdad que sí, Anochka? -musitó Kon, mientras se ponía un sobrio abrigo azul oscuro.
El pelo rubio de Meg parecía brillar como el oro sobre el abrigo negro. Miró a Kon, intrigada, y él le sonrió.
– Considéralo un regalo anticipado de Navidad.
– Gracias -murmuró ella, desviando la mirada, con una extraña punzada de dolor.
Kon había desertado por los problemas de su trabajo en el KGB, pero, sobre todo, por Anna. Y, para tener a su hija, tenía que cargar también con Meg.
Ésta no se hacía ilusiones. Después de tantos años, no podía estar todavía enamorado de ella. Habían estado separados demasiado tiempo. Estaba segura de que él le había dicho que no había habido ninguna otra mujer solo para halagar sus sentimientos.
Si la cubría de regalos y se hacía el enamorado, era solo porque era la madre de su hija. Anna era la clave. Sin ella, Kon nunca habría ido a Estados Unidos.
Dado lo que habían sentido el uno por el otro, era muy fácil para Kon decir que su amor por ella no había muerto, que era demasiado intenso para morir.
Pero la verdad irrefutable era que Kon habría sido generoso con cualquier mujer que fuera la madre de su hija. Había esperado seis años para presentarse. Incluso le había confesado que había aceptado el riesgo de que ella se casara. Eso no sonaba como si estuviera profunda y apasionadamente enamorado.
Meg volvió a recordar lo que le había contado sobre las otras mujeres de su pasado. Al parecer, ninguna de ellas se había quedado embarazada. Supuso que por eso él no se había casado.
Qué poco sospechaba ella la primera vez que se acostó con él en aquella cabaña, siete años atrás, que su vida daría un giro irrevocable, que ya nunca podría enamorarse de otro hombre.
– Haz como que te diviertes, por el bien de Anna, ¿de acuerdo? Al fin y al cabo, es el día de nuestra boda -dijo Kon en voz baja y brusca, cuando salieron por la puerta trasera.
Meg se sorprendió por su cambio de actitud. Era evidente que había adivinado sus pensamientos. Por el bien de Anna, debía evitar enfurecerlo aún más.
Se percató de que él todavía intentaba reprimir su enfado cuando abrió la puerta del coche, un Buick, la clase de automóvil que tendría un tipo llamado Gary Johnson. Meg se preguntó qué coche habría elegido Kon si no se hubiera visto obligado a vivir bajo una identidad falsa.
La charla animada de Anna, que iba sentada en el asiento trasero, hizo más evidente el incómodo silencio que reinaba entre ellos dos. Afortunadamente, la niña no pareció darse cuenta de lo que ocurría. Atravesaron calles despejadas de nieve y llegaron al teatro, situado junto al embarcadero del río. Kon las dejó en la puerta mientras buscaba aparcamiento y luego se reunió con ellas.
En contraste con el frío penetrante del exterior, el interior del teatro era cálido y acogedor. Estaba lleno de gente, pero la encargada, vestida con un traje de mediados del siglo XIX, los condujo a la mesa que Kon había reservado. Estaba en la primera fila y Anna podría ver sin problemas el espectáculo.
Las horas siguientes pasaron volando. Tomaron una cena deliciosa y se divirtieron con la función, un musical con canciones antiguas que acababa con algunas versiones de temas del Mississippi. A Anna le encantó.
Y a Meg también le habría encantado si hubiera estado con otra persona y no con su marido, cualquier día y no el día de su boda. Kon, cómodamente sentado junto a ella, parecía disfrutar de la función. Solo, cuando las luces de la sala se apagaron para el mismo acto, Meg se atrevió a mirarlo y vio en sus ojos la mirada sombría y ausente que endurecía sus rasgos. Parecía estar recordando algo, pensando en otro tiempo, en otro lugar.
Por vez primera desde el ballet, Meg comprendió, realmente, cuánto debía de añorar Kon su país, a cuántas cosas había renunciado por su hija. Seis años debían de ser una eternidad para un hombre privado de su lengua y su cultura maternas. ¿Cómo podía soportar vivir allí, siendo hijo de un país que había contribuido tanto a la cultura del mundo, a la literatura, a la música, al ballet y al teatro?
Meg se había enamorado de Rusia. Sabía mejor que nadie cuánto debía de anhelar él los bosques y montañas de su patria. Siete años atrás, habían pasado muchas horas recorriendo aldeas y caminos de montañas. A menos que Meg le pidiera, expresamente, que la llevara a un café o a un museo, Kon siempre prefería marcharse al campo.
Era lógico, ya que sus primeros recuerdos de la infancia eran de Siberia, de la tundra helada en invierno y las praderas de flores silvestres en verano. Seguramente, su hogar habría sido una choza en la montaña, donde la vida sería dura, quizás incluso primitiva, pero donde había amor…
– ¿Lloras, Meggie? -se burló Kon, cuando volvió repentinamente la cabeza para mirarla-. ¿Te has dado cuenta de que, ahora que estamos casados, eres mi prisionera? ¿Estás pensando que las paredes de tu nueva casa no son diferentes de aquella celda de Moscú?