Meg se quedó asombrada de lo lejos que estaba de la verdad. Buscó en el bolso un pañuelo de papel con el que limpiarse las lágrimas antes de que Anna las viera.
– ¡Gary! -llamó una vibrante voz femenina, cuando volvieron a encenderse las luces de la sala. Anna y Meg se giraron y vieron que una mujer morena y curvilínea, vestida de época, abrazaba a Kon-. Sabía que eras tú. En esta sala no se ha sentado nunca un hombre tan guapo como tú.
– Sammi…
A Meg la sorprendió que Kon recordara tan fácilmente el nombre de aquella hermosa mujer. Había tanta familiaridad entre ellos que Kon la besó suavemente en la mejilla antes de ponerse en pie. Rodeando por la cintura a la actriz, bajó la vista hacia Meg. Ésta se sintió tan celosa que apenas pudo moverse. ¡Y Kon lo sabía! Meg se dio cuenta por el brillo de sus ojos.
– Sammi Raynes, te presento a mi mujer, Meg, y a nuestra hija, Anna.
La mujer las miró detenidamente, intentado imaginarse cómo podía tener Kon una hija de esa edad.
– ¿Quieres decir que te has casado mientras yo estaba de gira? -exclamó, extendiendo amablemente su mano-. ¡Rompecorazones! -volvió a mirar a Meg-. ¿Qué le parece? Este personaje me dijo que me estaría esperando cuando volviera. Su boda ha sido muy repentina, ¿no?
– Bueno, K… Gary y yo nos conocíamos desde hace mucho tiempo, en realidad.
La mujer volvió a mirar a Kon.
– Eres un embustero, ¿lo sabías?
Tenía casi la misma edad que Kon y era evidente que sentía hacia él algo más que un interés casual. Aunque mantenía una actitud heroica, Meg se dio cuenta de que, debajo del maquillaje, se había puesto pálida.
¿Habrían dormido juntos? ¿Cuántas veces?
Meg había estado tan concentrada en sus problemas y temores, que no había pensado en las mujeres a las que Kon habría conocido después de desertar. Como suponía, su afirmación de que no había habido otras mujeres después de Meg había sido una más de sus mentiras, una parte de su estrategia. Kon no era el tipo de hombre casto, ni nunca había pretendido serlo. Y pocas mujeres podían resistirse a su encanto, Meg lo sabía mejor que nadie.
Dios mío. Todavía estaba enamorada de él. Siempre lo estaría.
Aquella mujer llamada Sammi se acercó a Anna.
– ¿Te ha gustado la función, cariño?
Anna asintió.
– Hemos venido porque mi papá y mi mamá se han casado hoy.
– ¿Hoy? ¿Por eso llevas ese vestido tan bonito?
Anna volvió a asentir y la mujer miró a Kon, inquisitiva.
– Es cierto.
– Bueno, felicidades. Si lo hubiera sabido, le habría dicho al director que lo anunciara. Mira. Una piruleta -sacó una del bolsillo y se la dio a Anna, que miró a sus padres para saber si podía aceptarla.
La cara de Kon se iluminó con una sonrisa cálida y espontánea, y Meg se sintió incómoda. A ella, Kon nunca le había sonreído de esa forma, ni siquiera en sus días felices en San Petersburgo, cuando estaban solos y a salvo de miradas.
– Gracias, Sammi. Me alegro de verte -murmuró él.
– Lo mismo digo -la mujer apartó la mirada de Kon y la fijó en Meg-. Es usted una mujer muy afortunada. Cuide bien a este hombre maravilloso, no hay otro igual.
Tenía razón, reconoció Meg, y su tristeza se hizo más honda. ¿Por qué sabía Sammi tanto de él? Parecía como si Kon le hubiera revelado a aquella mujer una parte de sí mismo que nunca le había mostrado a ella.
Kon le dio a Sammi un abrazo de despedida.
– Uno de estos días te invitaremos a cenar.
– Tengo un nuevo cachorro que te dejaré acariciar -dijo Anna, con la piruleta en la boca.
– ¿También un nuevo cachorro? Hay tanto ajetreo en tu casa que apuesto a que no podéis dormir.
Anna se echó a reír y Meg sonrió a la mujer, a pesar de su angustia.
– Me ha gustado mucho la función, señorita Raynes.
La actriz sonrió agradecida y se marchó. Kon la acompañó unos metros para hablar con ella en privado. Cuando Meg los vio juntos, una terrible envidia se apoderó de ella. Para darle salida a su energía nerviosa, se levantó y ayudó a Anna a ponerse el abrigo antes de ponerse ella el suyo. Habían echado a andar entre la multitud cuando Kon les salió al paso.
Meg sintió sus ojos clavados en ella, pero no pudo mirarlo. Kon tomó a Anna en brazos y Meg los siguió hasta el coche. Se aseguró de no caminar cerca de él para que no la tocara.
– ¿Ahora vamos a comprar nuestro árbol de Navidad? -preguntó Anna alegremente.
– Creo que ya hemos hecho suficientes cosas por hoy, Anochka. ¿Qué tal si vamos mañana por la mañana, después del desayuno?
– De acuerdo. ¿Quién era esa señora, papá? Le has dado un beso.
– Es una buena amiga.
– ¿También la quieres a ella?
Inconscientemente, Meg retuvo el aliento, esperando la respuesta.
– Si te refieres a si la quiero como a mamá y a ti, no.
– ¿Ella te quiere?
Kon la abrazó más fuerte.
– Hay muchas clases de cariño, Anna. La conocí hace unos años, cuando su hijo se perdió durante una comida en el campo. Toda la ciudad acabó buscándolo. Y, finalmente, lo encontré yo, dormido bajo unos arbustos.
A Meg se le aceleró el corazón.
– ¿Cómo se llama su hijo? -insistió Anna.
– Brad.
– ¿Cuántos años tiene?
– Ocho.
– ¿No tiene papá?
– Sí, pero no vive con ellos.
– ¿Y cómo lo encontraste?
– Tuve suerte.
Anna lo abrazó fuerte.
– Estoy muy contenta de que seas mi papá.
– Yo también -murmuró él.
«Y yo también», repitió Meg para sus adentros.
Capítulo 8
Cuando llegaron a casa, Anna abrazó a su cachorro y subió a acostarse. Kon dijo que subiría a darle un beso de buenas noches en cuanto se ocupara de los perros y apagara las luces.
Pero Anna se quedó dormida tan pronto puso la cabeza sobre la almohada, abrazada a su cascanueces.
Meg colgó el bonito vestido de fiesta en el armario, le quitó suavemente el cascanueces a Anna y lo puso sobre la cómoda blanca de estilo provenzal, a juego con la cama de dosel y la mesilla de noche. La habitación era un primor de rosa y blanco, todo lo que una niña podía desear.
Después de Navidad, cuando acabaran la mudanza, la habitación se llenaría con las cosas de Anna, incluyendo el resto de sus muñecas. Mientras tanto, lo único que se habían llevado era el acuario, que Kon instaló enseguida bajo la supervisión de su hija.
Meg se quedó mirando la pecera y recordó el día en que la compró sin imaginar dónde acabaría finalmente. Como Anna quería una mascota y no se permitía tener animales en el bloque de apartamentos, los peces le parecieron la única solución.
Anna tenía ya tres perros y un padre que le devolvía todo el amor que ella le daba, aunque era firme cuando la ocasión lo requería. Al principio, Meg había temido que Kon la malcriara, pero el tiempo estaba probando su error. Kon se sentía muy responsable de la niña.
¿Era todo una farsa? ¿O podía atreverse a pensar que Kon nunca la habría apartado de su hija, aunque no se hubieran casado?
– ¿Meggie?
Meg se estremeció. Levantó la cabeza y vio la silueta de Kon en la puerta.
– ¿.Sí?
– Ahora que Anna se ha dormido, me gustaría que me prestaras algo de atención.
Ella se agarró al borde de la pecera.
– Ya… ya voy.
Cerró la puerta y lo siguió por el pasillo. Notó, alarmada, que se había despojado de la ropa y se había puesto un albornoz de terciopelo de rayas azules y negras. Se preguntó, un poco avergonzada, si llevaría algo debajo.
No importaba que aquel hombre le hubiera hecho el amor siete años antes. Kon era, más que nunca, un enigma para ella. Un perfecto extraño. Quería confiar en él, pero le resultaba tan difícil…