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– Antes de la boda, te dije que podías elegir si querías dormir conmigo o no.

Meg apretó los puños.

– Pero ahora que estamos casados, has decidido olvidar tu promesa.

– En cierta forma, sí. Te quiero en mi cama, Meggie. No haremos el amor, si no quieres, pero necesito tenerte junto a mí. No me niegues eso, mayah labof.

– Yo no soy tu «cariño» -balbució ella, sin aliento.

– Sí lo eres. Siempre lo serás.

– No más mentiras, Kon. Por favor, no más mentiras -suplicó Meg, con los ojos llenos de lágrimas-. Dijiste que querías tener una relación con Anna, y ya la tienes. ¿No es suficiente?

– Me gustaría decir que sí. Pero no, no es suficiente.

– ¿Y si me niego?

– No lo hagas. He esperado demasiado tiempo.

– Así que ahora que me tienes donde querías, te vas a quitar la máscara. ¿No es eso?

– Nunca ha habido máscara -dijo él tranquilamente, con las manos en los bolsillos-. Te rogué que te casaras conmigo antes de que dejaras Rusia. Te pedí que te casaras conmigo en cuanto te vi en el ballet. Ahora eres mi mujer. Ya no hay nada que nos separe.

– Nada, salvo el hecho de que ni siquiera sé quién eres -sollozó ella-. No sé nada de ti. Nunca conocí a tu familia. En Rusia, eras un respetado agente del KGB. Nunca sabré si nuestro amor fue parte de un plan secreto o no. Dijiste que tu nombre era Konstantin Rudenko. ¿Ese es el nombre que te dieron tus padres o el que te dio el KGB? -su histeria había alcanzado un punto en que ya no podía detenerse-. Aquí pretendes pasar por un ciudadano corriente llamado Gary Johnson. Vives en una casa de ensueño, conduces un Buick y te comportas como el vecino perfecto. ¿Cómo puedo saber quién eres realmente? ¿Te he conocido alguna vez? ¿Dónde están el niño, el muchacho, el joven que fuiste? ¿O nunca existieron? ¿Quién eres? -su voz histérica se quebró.

Kon sacudió la cabeza con expresión sombría.

– No lo sé, Meggie. Por eso he venido a buscarte, para averiguarlo.

Aquellas palabras, que parecieron brotar del fondo de su alma, eran lo último que Meg esperaba escuchar. Se quedó tan confundida que no supo cómo reaccionar. Kon la llevó a la habitación de invitados, donde ella había pasado la noche anterior dando vueltas en la cama por los nervios de la boda y las emociones contradictorias de ilusión y temor que sentía.

Kon se quedó en la puerta.

– ¿Podemos intentar encontrar la respuesta en la cama? Así era como nos comunicábamos antes sin problemas. ¿Podemos intentarlo? -preguntó, agarrándose al marco de la puerta como si buscara apoyo-. Juro que no te tocaré, Meggie, si así tiene que ser, pero duerme conmigo esta noche -su voz palpitaba de puro deseo-. Después de todos estos años de separación… -pasó al ruso tan fácilmente que Meg apenas se dio cuenta de ello-, dame al menos la satisfacción de mirarte mientras duermes, de oler el perfume de tu pelo, de saber que estás a mi lado. Te lo suplico, Meggie.

Aquellas palabras pronunciadas en su lengua materna, con ese tono particular de voz, rompieron la última y patética defensa de Meg, despertando en ella recuerdos de sofocante dulzura.

Tomó un camisón de la cómoda y se metió en el cuarto de baño para cambiarse. Su corazón latía tan fuerte que pensó que iba a estallar. Kon, al mostrar su lado vulnerable y desvalido, la había dejado completamente indefensa.

Cuando volvió a la habitación, él seguía de pie junto a la puerta. La siguió con la mirada mientras colgaba su vestido de novia en el armario.

El corto trayecto hacia la cama le pareció a Meg eterno. Cuando se metió bajo el edredón, Kon apagó la luz y caminó hacia la cama.

– Meggie… -murmuró.

– Yo… yo no creo…

– Si me quedo contigo esta noche -la interrumpió él-, no tendrás que temer que me lleve a Anna. ¿No es eso lo que tanto te asusta?

«No», gritó el corazón de Meg, «me asusta algo mucho peor. Me asusta que nunca me quieras como yo a ti.

El colchón se hundió cuando Kon se deslizó bajo las sábanas. Aunque sus cuerpos no se tocaron, Meg sintió su calor y percibió el perfume a jabón de su piel. No sabía si se había desvestido y no quiso imaginarse lo que ocultaba la oscuridad.

– Háblame, mayah labof -su voz aterciopelada llegó hasta Meg como una suave brisa nocturna-. Dime si te costó olvidarme cuando te marchaste de Rusia. ¿Se ha enamorado algún hombre de ti desde tu regreso?

Ella sofocó un gemido contra la almohada.

– Me quedé mirando tu avión hasta que desapareció entre las nubes -continuó él-, y luego volví a la cabaña y bebí vodka hasta perder el sentido. Pero las sábanas conservaban el olor de tu cuerpo. Dios mío, Meggie, aquel vacío después de lo que habíamos compartido… No me importaba vivir o morir.

– ¿Crees que yo no me sentía igual? -balbució ella. Aunque él estuviera mintiendo, sus palabras despertaron los recuerdos de Meg con tal intensidad que le pareció revivir una pesadilla-. Pensaba que si el avión se estrellaba, no me importaría, lo que demuestra el estado mental en que me encontraba, si se tiene en cuenta que había cientos de personas en aquel vuelo. No había nadie esperándome en casa y mi corazón se había quedado contigo. En un momento, durante el viaje, incluso deseé estar muerta, porque no podía soportar imaginarte con otra mujer, sobre todo con alguna de aquellas bellas rusas de pelo negro que siempre te miraban con ojos ávidos.

– ¡Meggie!

– Sí, Kon, te miraban y tú lo sabes, no intentes negarlo. Yo no sabía que era tan celosa -suspiró.

– Piensa lo que quieras, pero yo solo tenía ojos para la exquisita rubia que salió de aquel vuelo en Moscú, causando estragos entre mis camaradas cuando pasó el control. Cada uno de aquellos agentes habría dado el sueldo de seis meses por el privilegio de vigilarte. Cuando se enteraron de que estabas bajo mi supervisión, me gané unos cuantos enemigos.

Si otro hombre le hubiera dicho algo así, Meg se habría reído. Pero, en lugar de eso, se estremeció. Seguramente Kon había exagerado, pero, ¿cómo saberlo?

– Gracias a Dios, tu vuelo no se estrelló -murmuró él-. Dime qué pasó exactamente cuando llegaste a Estados Unidos. ¿Qué hiciste? ¿Cómo te sentías?

¿Por qué le hacía todas aquellas preguntas, si ya sabía las respuestas?

Ella cerró los ojos como si quisiera apartar el dolor.

Cuando la CIA la dejó marchar, caminó sin rumbo sintiéndose como si la hubieran desollado viva y arrancado el corazón.

– Cuando el avión aterrizó en Nueva York, fui separada del resto de los pasajeros y me interrogaron durante dos días interminables y agotadores.

Kon dio un hondo suspiro.

– Por mi culpa -dijo-. Porque conocían nuestra relación.

– Sí.

– Y entonces te advirtieron contra mí.

– Sí -dijo ella, llorando-. Hasta que me dijeron que yo solo había sido tu objetivo, tenía la intención de ahorrar para volver a Moscú el verano siguiente.

– Ahora ya sabes por qué te dije que no volvieras nunca -musitó él.

– Cuando me soltaron, me hizo bien tener muchas cosas que hacer. Si no, me habría vuelto loca. Pero tena problemas para dormir y perdí peso. Supongo que lo que me salvó fue la necesidad de encontrar un apartamento, de comprar lo que necesitaba y, sobre todo, de buscar un empleo.

– No volviste a la enseñanza.

– No. No quería que nada me recordara a ti. Así que, acepté el primer trabajo con un sueldo decente.

– ¿En Strong Motors?

– Sí.

– Háblame del embarazo. ¿Cuándo descubriste que estabas embarazada?

Tomando aire, ella contestó:

– Como te he dicho, no tenía apetito y dormía poco. Al cabo de un mes, mi salud pareció empeorar. Siempre estaba cansada. Mi compañera de trabajo insistió en que fuera al médico. Al principio, me resistí a seguir su consejo, pero luego comencé a tener náuseas por las mañanas y me di cuenta de que algo no iba bien. Así que le consulté a mi médico de cabecera por teléfono. Cuando le conté los síntomas, me mandó a un ginecólogo. Me puse furiosa cuando sugirió que podía estar embarazada, porque sabía que habías tomado precauciones. Entonces, el médico me dijo que ningún método anticonceptivo era fiable al ciento por ciento. Después de examinarme, el ginecólogo me confirmó que estaba embarazada. No quise creerlo.