Hubo un silencio.
– ¿Pensaste en…?
– No, Kon, nunca pensé en abortar, si eso es lo que quieres saber. De hecho, sentí una milagrosa sensación de responsabilidad cuando supe que esperaba un hijo. Encontré una razón para seguir viviendo.
– Gracias por contármelo -murmuró Kon-. ¿Sabes que habría dado mi vida por estar contigo en esos momentos?
¿Podía parecer tan sincero y, sin embargo, estar mintiendo? Meg no lo sabía.
– Cuando vi la fotografía de Anna -continuó él-, empecé a pensar en un plan para desertar que no pusiera en peligro a mucha gente. Esa fue mi primera prioridad. Necesariamente, tenía que ser un plan muy elaborado y estar calculado al milímetro.
– ¿Cómo lograste huir?
– No puedo contártelo.
Meg se puso tensa y se retiró el pelo de los ojos con rabia.
– ¿Y así esperas que confíe en ti?
Kon se apoyó en el codo con tranquilidad.
– ¿No crees que me gustaría poder contarte cómo conseguí reunirme con vosotras?
– No entiendo por qué no puedes. Pensaba que un marido lo compartía todo con su mujer.
– Yo también -dijo él con sarcasmo-. Pero el tema de mi deserción entra en otra categoría. Debo guardar silencio para proteger a quienes arriesgaron su vida por ayudarme.
– ¿Crees que todavía te vigilan?
– De forma activa, no. Pero estoy en una lista.
A Meg le costaba creerlo.
– ¿Significa eso que todavía estás amenazado?
– ¿Por parte de qué gobierno?
La respuesta la desanimó.
– No bromees, Kon.
– Será mejor que dejemos el asunto.
– ¿Por qué ibas a estar amenazado por el gobierno estadounidense? -insistió ella.
– Tal vez se fían de mí tan poco como tú.
Kon agarró la almohada y se la puso sobre la cara. La vulnerabilidad que mostraba ese gesto hizo que Meg apartara la mirada.
– ¿A pesar de que les diste información?
Él apartó la almohada y levantó la cabeza.
– Tú misma lo dijiste: un hombre que vuelve la espalda a su país es un traidor.
Ella le había escupido esas palabras crueles. Si nadie confiaba en él, qué triste debía de haber sido su vida esos seis últimos años. Qué solitario sería el resto de sus días.
Kon se deslizó de la cama, todavía con el albornoz puesto. Se le había aflojado un poco el cinturón y Meg pudo distinguir su pecho, suavemente cubierto de vello negro.
– Sabía que era demasiado esperar que volviéramos a empezar de nuevo, pero tenía que intentarlo. Qué estúpido he sido. Buenas noches, Meggie -se dirigió a la puerta, pero se volvió un momento-. Te haré otro regalo anticipado de Navidad: te prometo que nunca volveré a pedirte que duermas conmigo.
– ¿Dónde ponemos el árbol, papá?
– Donde diga tu madre.
Habían salido de compras esa mañana. Meg dejó que Anna, acompañada por su padre, se divirtiera yendo de tienda en tienda para comprar los adornos del árbol. Los del pinito escocés del apartamento de Meg solo cubrían parte del abeto de casi dos metros que habían comprado.
Pero, cuando llegaron a casa, no pudo seguir evitando a Kon. Anna escuchaba cada palabra y cada matiz de sus voces y observaba todo lo que pasaba entre sus padres.
Meg decidió que lo mejor sería poner el árbol junto al ventanal del cuarto de estar. Así, cualquiera que pasara podría verlo desde la calle.
Su sugerencia fue aprobada por unanimidad y Kon, vestido con vaqueros y una sudadera, colocó el abeto perfectamente derecho en cuestión de minutos.
Meg desenrolló una tira de luces y Anna, con Thor a sus pies, se las acercó a su padre, que las colocó sobre el árbol. Los tres trabajaron en perfecta armonía. Si alguien hubiera mirado desde la ventana, habría visto a la familia ideal.
Sin embargo, nadie podría imaginar la tristeza que acumulaba Kon, ni que, la noche anterior, después de que él se marchara de su cama, Meg no había podido dormir. Angustiada, una parte de ella deseaba dolorosamente ir a su habitación y arrojarse en sus brazos.
Pero algo intangible había sucedido durante su conversación. El hombre que la había destrozado al prometerle que nunca volvería a pedirle que durmiera con él, no era el mismo que, poco antes, le había suplicado que se tumbara a su lado solo para notar su cercanía.
Meg no tuvo valor para afrontar una negativa de reconciliación y se quedó en la cama, sola. Pasó el resto de la noche tratando de ordenar sus confusos sentimientos.
Siempre que intentaba ponerse en el lugar de Kon, se ponía físicamente enferma. Podía imaginarse la soledad, la nostalgia y la tristeza que debía de haber sentido cuando dejó Rusia para establecerse en un país extraño y hostil. Unos años antes, Meg había leído unos artículos sobre los desertores. En ellos, un tema predominaba sobre el resto. Los desertores sufrían las consecuencias de su desarraigo el resto de sus vidas.
Tal vez eso explicaba por qué Kon se había convertido en un padre ejemplar. Quizás así podría olvidar durante algún tiempo lo que había dejado atrás.
Eso explicaría también por qué le había pedido a Meg que durmiera con éclass="underline" para olvidar durante un rato su sufrimiento.
Para ser completamente sincera, Meg tenía que admitir que no podía culparlo por sentir aquellas necesidades tan humanas. Si sus papeles estuvieran cambiados y fuera ella la que no pudiera volver a Estados Unidos, aquello sería una experiencia horrible que tendría que sublimar de algún modo, igual que hacía él.
– Mamá, te has olvidado de abrir la última caja.
Absorta en sus pensamientos, Meg rasgó el papel celofán y le alargó las luces a Anna. Su mirada se posó en Kon, que parecía mirar a través de ella, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí. En sus ojos había tanta desdicha y resignación que Meg se sintió paralizada de temor y, con la excusa de la cena, salió de la habitación.
Durante los días siguientes hubo un ambiente de tranquilidad doméstica, al menos en la superficie. Pero Kon se había alejado emocionalmente de Meg y ella estaba pagando un precio muy alto por ello. Él se había convertido en un extraño que la trataba con indiferencia y Meg, dolida y confusa, necesitaba hacer algo, cualquier cosa, para romper la tensión entre los dos.
En uno de sus viajes con Anna al apartamento para acabar de recoger sus cosas, Meg abrió un montón de tarjetas de Navidad que había recibido. Entre ellas encontró una de Tatiana Smirnov, su antigua profesora de ruso. Aquella tarjeta le dio una idea para hacerle a Kon un regalo especial de Navidad, un regalo con el que pretendía decirle que comprendía la soledad de su exilio voluntario y que deseaba aliviarlo modestamente.
Cuando Kon fue a buscarlas, Meg le dijo que, aprovechando que estaban en San Luís, Anna y ella tenían que comprar algunos regalos más. Kon las dejó en un centro comercial y dijo que debía ocuparse de un asunto y que volvería a buscarlas dentro de un par de horas.
En cuanto se marchó, Meg le explicó a Anna su plan. Llamó a un taxi y le dio al conductor la dirección de una galería de arte que Tatiana mencionaba en su tarjeta. Había un lote de antigüedades rusas a la venta. Meg y Anna pasaron más de una hora mirando cuadros, iconos, muñecas, sombreros, pañuelos, huevos de Pascua… Toda clase de recuerdos de tiempos pasados.
Los ojos de Meg se iban una y otra vez hacia una pintura al óleo que mostraba un paisaje de montaña con una pradera de flores silvestres en primer plano.