En voz baja, dijo algunas palabras en ruso que hicieron que a Meg se le llenaran los ojos de lágrimas. Para ocultar su turbación, se puso a abrir una caja de dulces que le había enviado su jefe y otra de Ted.
– ¿Dónde está el regalo de mamá? -preguntó Anna.
– Tu padre ya me lo ha dado -dijo Meg, antes de que él respondiera-. ¿Te acuerdas de ese bonito abrigo negro que llevé al teatro la otra noche?
Anna asintió.
– En realidad, tengo otro regalo para tu madre, pero no ha llegado a tiempo.
– No, por favor -Meg agarró una cesta de fruta, regalo de la señora Rosen, y se fue a la cocina a vigilar el pavo, evitando la intensa mirada de Kon-. No quiero nada más. Ya has hecho bastante por nosotras.
Meg agradeció que él no la siguiera a la cocina, donde se puso a hacer los preparativos para la cena. Anna llevó allí su casa de muñecas y puso una muñequita rusa en cada habitación, hablando sin parar. Les dio instrucciones exactas a las muñecas para que se portaran bien. Si no, dijo, el cascanueces, que hacía guardia en una de las sillas de la cocina, las castigaría.
Sus nuevos amigos del otro lado de la calle pasaron por la casa para ver los regalos de Anna y jugar con los cachorros, todavía confinados en el porche. Se quedaron fascinados con las muñecas rusas, hasta el punto de que Kon tuvo que intervenir para que todos encajaran las piezas por turnos.
Por fin, los niños se cansaron también de ese juego y Kon les sugirió que salieran a jugar a la nieve y dejaran tranquila a Meg.
Cuando acabó de preparar la cena, Meg fue a recoger el salón, pero se encontró con que Kon ya lo había hecho. La habitación estaba perfectamente ordenada. Kon había puesto el icono y el cuadro sobre la repisa de la chimenea y había encendido el fuego. Meg se sintió impulsada a buscarlo para darle las gracias.
Al no encontrarlo en su estudio, lo llamó desde el pie de la escalera, pero no obtuvo respuesta. Tampoco había rastro de Príncipe, ni de Thor. Meg corrió hacia la parte de atrás de la casa, pero allí tampoco había nadie. Los dos coches estaban aún en el garaje.
Tal vez todos estaban en el jardín delantero. Bajó corriendo hacia allí y comenzó a llamar a Anna a gritos. No se veía a nadie en ninguna dirección. Solo había nieve. Meg contempló el solitario muñeco de nieve, que tenía una corbata de Kon alrededor del cuello. ¿Habría sido el testigo silencioso de un secuestro?
Cada vez más asustada, cruzó la calle sin reparar en que no llevaba botas ni abrigo. Deseó con todas sus fuerzas equivocarse y que Anna estuviera en casa de los vecinos. Pero los niños de enfrente le dijeron que Anna se había con su padre y los perros.
Cuando regresó a casa para buscar las llaves del coche, estaba histérica. Salió despacio del garaje y recorrió arriba y abajo las calles heladas. Preguntó a la gente que había en el parque si habían visto a un hombre y a una niña con un pastor alemán y un cachorro. Nadie los había visto.
Meg regresó a casa tan deprisa como pudo, con la única idea de llamar a la policía para evitar que Kon saliera del país con su hija. Podría estar en cualquier parte, quizá siguiendo un elaborado plan de huida. Llorando, descolgó el teléfono y marcó el número de la policía. Cuando explicó que su hija había desaparecido, la telefonista le preguntó su dirección y dijo que un par de agentes llegarían enseguida.
Los minutos siguientes le parecieron siglos. Aunque sabía que era inútil, algo la empujó a salir otra vez a la calle para llamar a Anna con todas sus fuerzas. Los vecinos de enfrente y sus dos niños se unieron a ella y se ofrecieron a buscar casa por casa. Meg se lo agradeció, pero no les dijo que sospechaba que Kon estaba detrás de la desaparición de su hija. Eso era asunto de la policía. Un coche patrulla aparcó finalmente frente a la casa y dos policías la siguieron por el pasillo para hacerle unas preguntas.
– Cálmese, señora, y díganos por qué cree que su familia ha desaparecido. ¿Cuánto tiempo hace que se fueron?
– No lo sé. Una hora o así. Yo estaba en la cocina y, de pronto, me di cuenta de que no se oían voces. También han desaparecido los perros.
– Quizás hayan ido a dar un paseo.
– Ya lo he pensado, claro, pero he dado una vuelta con el coche por el vecindario y no hay ni rastro de ellos. Nadie los ha visto. Nuestro coche está aún en el garaje.
– Tal vez se hayan parado en casa de algún vecino. Es Navidad, ¿sabe?
– Ustedes no lo entienden. Mi marido…
– Está aquí -una fría voz masculina que solo podía ser la de Kon la interrumpió bruscamente.
– Hemos estado en casa de Fred, enseñándole el cachorro, mamá. Tiene una botella con un barco dentro y un gato de angora tan gordo que no puede moverse -Anna entró corriendo en el vestíbulo para abrazar a su madre con los perros gimiendo a su alrededor.
Meg se quedó muda. Solo pudo abrazar a su hija.
Uno de los agentes se dirigió a Kon.
– Su mujer se ha puesto un poco nerviosa porque su hija y usted tardaban.
Meg había visto otras veces el dolor en los ojos de Kon, pero nada podía compararse con la mirada de pura angustia que vio en ellos en ese momento. Su luz interior había desaparecido completamente, como si algo acabara de morir dentro de él.
Otra clase de temor se apoderó de Meg. ¿Qué había hecho?
Kon miró al agente.
– Ya sabe lo que ocurre cuando uno solo lleva cinco días casado. No nos gusta estar separados.
Kon, sacando a relucir de nuevo su soberbio talento para la actuación, manejó con maestría la embarazosa situación. Pero Meg se dio cuenta de que nada volvería a ser igual entre ellos dos.
Él la rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y le dio un beso ferviente en la sien.
– Fred Dykstra estaba en su porche y nos llamó. Su casa está dos puertas más abajo. Es un viudo jubilado y vive solo. Cuando vio a Anna, la invitó a entrar para darle un Papá Noel de chocolate.
– Lo siento -balbució Meg, angustiada-. No me di cuenta…
Él le apretó el brazo.
– Cuando me mudé aquí, Fred tuvo que aguantar que le hablara continuamente de Anna y de ti, y quiere conocerte. Así que volvía para preguntarte si podemos invitarlo a cenar. Entonces vimos el coche de la policía y la señora Dunlop nos dijo que nos estabas buscando. Siento haberte asustado.
Esta vez, Kon le dio un beso en la boca que los agentes interpretaron como un gesto de amor. Pero, en realidad, el beso fue duro y frío, un burdo remedo de la pasión que una vez habían compartido.
– Le prometo solemnemente que no volveré a ser tan imprudente, señora Johnson.
Meg sabía que decía una cosa pero pensaba otra. No podía parar de temblar. Ninguna prueba de arrepentimiento los devolvería al estado en que estaban esa misma mañana, antes de que ella llamara a la policía.
– Nosotros nos vamos -sonrió el policía-. Feliz Navidad.
– Sentimos haberlos molestado. Feliz Navidad -Kon acompañó a los agentes hasta la puerta.
– Anna, corre al porche y quítate las botas, cariño. Estás empapando el suelo.
– De acuerdo, mami. Vamos, Thor. Vamos, Príncipe.
Meg estaba subiendo las escaleras cuando oyó tras ella los pasos de Kon. No tenía escapatoria. Él la siguió al dormitorio y cerró despacio la puerta. No dijo nada. Solo la miró con los ojos entornados.
– Yo… lo siento -farfulló ella-. Sé que suena estúpido, pero…
– Solo dime una cosa -exigió él fríamente-. ¿Me has delatado?
Ella sacudió la cabeza, mirando al suelo.
– No.
– Quiero la verdad, Meggie. Si has insinuado siquiera que podía haberla secuestrado, tendremos que mudarnos y me veré forzado a adoptar una nueva identidad. Si es así, tendré… que informar del incidente a ciertas personas. La decisión puede que ya no dependa de mí.
Aquellas palabras la asustaron más que nunca.
– No, Kon. Cuando llamé a la policía, solo les dije que Anna había desaparecido. Lo mismo les dije a los Dunlop.