– Pero, cuando llegué, estabas a punto de contarles todo sobre mí. No lo niegues.
Ella intentó desesperadamente encontrar las palabras que pudieran aplacarlo. No encontró ninguna.
– No lo niego -murmuró finalmente.
– Qué gran agente se ha perdido, Meggie -ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas y se estremeció al ver su expresión dura y helada-. Ninguna Mata Hari que yo conozca hubiera hecho una representación tan convincente como la que hiciste tú esta mañana, cuando trataste de devolverme un pedacito de Rusia. Incluir a la inocente Anna en esa farsa fue realmente genial. Mis felicitaciones, querida -dijo esto último en un tono tan cruel que hizo gemir a Meg-. Me convenciste de que tenía alguna esperanza.
Una mezcla indescriptible de ira y algo más que Meg no supo definir tensaba cada fibra del cuerpo de Kon, que salió rápidamente de la habitación.
Al pensar en lo que había hecho y en sus posibles consecuencias para la seguridad de Kon, después de los años que le había costado asumir una nueva identidad, Meg se derrumbó llorando sobre la cama.
– ¿Mamá?
Meg oyó los pasos de Anna en la escalera. Saltó de la cama y se metió corriendo en el cuarto de baño para lavarse la cara.
– ¿Puede venir Fred a cenar con nosotros?
Para Meg, tener un invitado sería una forma de soportar el resto del día. Puesto que la invitación había partido de Kon, éste tendría que mostrar su mejor talante.
– Claro, cariño. ¿Por qué no sacas a los perros y vas a su casa a decírselo? Puede pasar el día con nosotros y sentarse junto al fuego. Y puedes enseñarle rus juguetes.
– ¿Puedo ir ahora mismo?
– Sí. No olvides ponerte las botas y el gorro.
– De acuerdo.
Meg la siguió abajo y se atareó en la cocina hasta que oyó que Anna salía con los perros.
Luego corrió al estudio de Kon para decirle lo de Fred. Pero la mirada glacial que él le lanzó al abrir la puerta, la dejó paralizada.
– ¿Dónde está Anna?
Meg tragó saliva.
– La he mandado a casa del señor Dykstra para que lo invite a cenar. Eso es lo que venía a decirte.
Él se reclinó en su sillón y la miró con los ojos entrecerrados.
– Me alegro de que Anna haya salido unos minutos. Lo que tengo que decirte no llevará mucho tiempo, pero no quiero que lo oiga.
– ¿Has… has llamado…?
– No voy a contestar a ninguna pregunta -la cortó él bruscamente-. Limítate a escucharme.
– ¡Soy tu mujer! -gritó ella, angustiada-. No tienes derecho a hablarme así, no importa lo que haya ocurrido antes.
– Lo olvidaba -sonrió él con helado desdén-. Sí, eres mi mujer. Hace cinco días, en esta misma casa, juraste ante Dios amarme y respetarme, ser mi consuelo y mi refugio…
– ¡Basta! -gritó Meg-. No puedo soportarlo.
Él respiró hondo y se levantó.
– No tendrás que nacerlo. Me marcho.
– ¿Qué?
– Mi cuenta corriente está a tu nombre. Puedes sacar dinero cuando quieras. Hay suficiente para manteneros indefinidamente. También la casa está a tu nombre.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Meg, aterrada-. ¿De qué estás hablando? ¿A dónde vas?
Él apretó los labios.
– Si te lo dijera, no me creerías, así que no importa.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– Tú preferirías que no volviera nunca, así que eso tampoco importa.
Ella dejó escapar un gemido.
– No digas eso. Sí que importa. No le puedes hacer esto a Anna.
– Se recuperará. Yo fui arrancado de mi familia cuando era un niño y crecí bien. Además, ella te tiene a ti.
– Kon… no lo hagas -repentinamente, Meg sintió miedo por él-. ¿Te he puesto en peligro? -como Kon no respondió, ella preguntó-. ¿Es que me odias tanto que ya no puedes soportar mi presencia? ¿Es eso?
– Me marcharé esta noche cuando Anna se duerma. Dile que me he ido a Nueva York por negocios.
– ¿Qué negocios?
– ¿Por fin te has decidido a mostrar un poco de interés por mi carrera de escritor? -el despreció de su pregunta destrozó a Meg-. ¿Pensabas que eso también era mentira? ¿Que deserté para llevar una vida de lujo con el dinero que conseguí por la información que le proporcioné a tu gobierno?
Antes de que se casaran, eso era exactamente lo que había creído Meg. Pero se había dado cuenta, demasiado tarde, de que no era cierto.
Con voz trémula, preguntó:
– ¿Qué es lo que escribes? Walt Bowman, o quienquiera que sea, dijo algo sobre el KGB y… -su voz se quebró.
Kon levantó una ceja.
– Cuando me haya ido, podrás mirar a tus anchas en mi estudio y enterarte por ti misma. Al menos, cuando me marche esta vez, Anna tendrá algunos vídeos para recordar a su padre. Es más de lo que tuve yo.
Meg sintió que lo estaba perdiendo, pero no sabía cómo retenerlo a su lado. Desesperada, dijo:
– Pensaba que querías a Anna. Pensaba que habías desertado por ella.
– ¿Importa realmente lo que cada uno de nosotros pensara? Está claro que he llegado seis años tarde -la miró fijamente-. Si no me equivoco, oigo a los perros, lo que significa que Anna y Fred están casi en la puerta. ¿Salimos a recibir juntos a nuestro invitado, mayah labof?
– ¿ Señora Johnson? Soy el senador Strickland.
Gracias a Dios. Meg, sentada sobre la cama, se aferró al teléfono, rezando porque Anna no lo hubiera oído sonar. Ese día, el día después de Navidad, había sido una pesadilla por la que Meg no querría volver a pasar nunca más.
– Gracias por devolverme la llamada. Gracias -murmuró-. Temía que no recibiera mi mensaje hasta que volviera a su oficina la semana próxima.
– Mi secretaria controla mis llamadas en caso de urgencia. Me llamó a casa en cuanto oyó su nombre.
– Por favor, discúlpeme por molestarlo tan tarde, pero estoy desesperada -se le quebró la voz, a pesar suyo-. Necesito su ayuda.
– Eso suena serio. Precisamente, mi mujer y yo hemos hablado de ustedes esta noche. Intentábamos decidir una fecha para esa cena que le prometí.
– Senador…, mi marido me dejó anoche.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
– ¿Una discusión doméstica?
– No. Es algo mucho más serio. No sé por dónde empezar. Estoy destrozada y mi hija no para de llorar. Tengo que encontrarlo y decirle que lo quiero -se echó a llorar-. Tiene que volver con nosotras. Tiene que volver.
– Cuénteme qué ha pasado.
– Mi paranoia lo hizo marcharse. Lo acusé de planear secuestrar a Anna para llevársela a Rusia -en pocas palabras, le explicó por qué había llamado a la policía- Todo este tiempo me he negado a creer lo que veía. Tengo que encontrarlo y rogarle que me perdone.
– ¿Se marchó en su coche?
– Sí.
– Me ocuparé de ello inmediatamente y, cuando sepa algo, me pondré en contacto con usted, pero me temo que no será hasta mañana.
– Gracias. Estoy en deuda con usted -dijo Meg, agradecida.
– Procure no derrumbarse.
– No lo haré -prometió ella-. Me enamoré de él cuando tenía diecisiete años. Siempre lo querré.
– Ese es el amor más doloroso: el primer amor -dijo el senador amablemente-. Su marido me contó que le ocurrió algo parecido cuando la conoció.
Meg parpadeó.
– ¿Kon le dijo eso?
– Sí. Dígame, ¿conoce la historia bíblica de Jacob y Raquel?
A Meg le dio un vuelco el corazón.
– Sí.
– Cuando su marido y yo hablamos, le dije que su historia me recordaba mucho a la de Jacob. Este amaba a Raquel a distancia y trabajó para ella durante siete años. Y, aunque las leyes de su pueblo lo obligaron a casarse con Leah, Jacob amaba tanto a Raquel que trabajó otros siete años para ella. Pocas mujeres tienen la fortuna de despertar ese amor en un hombre -se detuvo un momento-. Su marido ha trabajado siete años para usted, exponiéndose a un grave peligro. Por eso sería absurdo que lo perdiera ahora, aunque las cosas parezcan muy negras por el momento.