– Gracias -murmuró Meg, sollozando-. Necesitara oír eso. Buenas noches, senador.
En cuanto colgó, Meg saltó de la cama y corrió al estudio de Kon en busca de una Biblia. Si su memoria no la engañaba, había visto una entre los libros cuando, ese mismo día, había echado un vistazo a los repeles de Kon. Sus obras estaban guardadas en disquetes pero, por la correspondencia que encontró en los archivadores, averiguó que Kon no solo escribía sobre el KGB, sino también sobre la historia y la cultura de Rusia.
Cuando encontró la Biblia, se sentó junto al escritorio y la abrió por el Génesis, capítulo veintinueve. El versículo veinte estaba subrayado con tinta negra.
Y Jacob sirvió siete años a Raquel. Y le parecieron solo unos pocos días, por el amor que le tenía.
De pronto, las letras se emborronaron. Meg apoyó la cabeza sobre el escritorio y lloró.
Capítulo 10
– No quiero ir al colegio nuevo, mamá. Príncipe llorará y, ¿qué pasará si papá vuelve a casa y no me encuentra?
Habían pasado tres semanas desde las vacaciones de Navidad. Cada uno de esos días, Meg había tenido que oír las protestas que Anna repetía una y otra vez como una letanía.
Anna no habría ido a la escuela si Meg no se hubiera quedado todos los días en el colegio, ayudando como voluntaria, de forma que la niña supiera que estaba cerca.
Tampoco Meg la habría dejado ir si no hubiera podido pasar casi todo el día con ella en el colegio. La ausencia de Kon había afectado a todo y a todos, hasta a los perros, que iban a buscarlo al estudio y gemían con un sonido casi humano cuando no lo encontraban.
Desde la primera noche de su desaparición, Anna se había refugiado en la cama de Meg, abrazada al cascanueces, y dormía con ella desde entonces. Aunque Meg sabía que eso podía crear problemas más adelante, la reconfortaba tener el cuerpecito cálido de Anna junto a ella y no la obligó a marcharse a su cama. No habría servido de nada, de todas formas. Anna no podía soportar separarse ni un momento de su madre. Kon había sido demasiado maravilloso como marido y padre durante la semana escasa que habían pasado juntos.
Meg no dudaba de que el senador Strickland había hecho todo lo posible por descubrir el paradero de Kon. Lacey Bowman la había telefoneado al día siguiente de la llamada del senador. La única información que la CIA podía darle era que Kon ya no estaba en el país.
Por Anna, Meg no se entregó al sufrimiento que le produjo aquella noticia. Debía seguir fingiendo que Kon estaba en un largo viaje de negocios con su editor y que volvería a casa en cuando pudiera.
Cada vez que sonaba el teléfono, Anna corría a contestar y gritaba: «¿Papá?». Aquello pasó tantas veces que Meg pensó que se le iba a romper el corazón. Tuvo que advertirle a su hija que dijera primero «hola» o no le permitiría contestar al teléfono.
Melanie había dormido dos noches con ellas. Estaba tan prendada de Príncipe que no quería marcharse a su casa. Pero Anna ya no era la niña vivaracha de antes y se negó a compartir su cachorro con Melanie, lo que provocó peleas y enfados. Cuando Melanie se marchó, Anna le dijo a Meg que no quería que volviera nunca más. Jason y Abby, los niños de enfrente, eran sus nuevos amigos. Meg decidió dejarlo correr por el momento. Arreglaría las cosas con Melanie cuando pasaran unos meses.
Las lecciones de violín se habían acabado, porque Anna lloraba sin parar por tener que dejar la casa para ir hasta San Luís. Estaba demasiado lejos y su papá podía volver a casa.
A fines de enero, seguía sin haber noticias de Kon, y Meg tuvo que asumir la aterradora idea de que, tal vez, nunca regresara. Cuanto más pensaba sobre ello, más se convencía de que no había vuelto a Rusia y de que estaba buscando otro lugar donde vivir.
Kon hablaba varios idiomas y podía fácilmente establecerse en Alemania o en Austria, o incluso en Francia. El gobierno estadounidense colaboraría con el país que eligiera y le proporcionaría la documentación y las credenciales necesarias para empezar de nuevo.
Y era por culpa de ella. Meg se sentía como si se le hubiera muerto el corazón.
Como Anna parecía incapaz de aceptar la pérdida de su padre, el médico de cabecera de Meg le aconsejó que consultara a un buen psicólogo infantil y le recomendó a un colega que ejercía en Hannibal. Habían fijado la primera cita para el sábado siguiente, a las doce. Meg sabía que ella también necesitaba ayuda y decidió que aquello les podía venir bien a ambas. Confiaba en que los consejos del psicólogo las ayudaran. No se le ocurría otra alternativa.
El viernes por la noche, después de cenar, Meg se lo planteó a Anna, a quien no le gustó nada la idea de ver al doctor. Pero no tenía más remedio que ir, pues no quería apartarse de su madre. Meg estaba explicándole por qué tenían que ver al médico cuando sonó el timbre.
– ¡Papá! -gritó Anna, tirando la silla en sus prisas por llegar a la puerta. Los perros se le adelantaron, ladrando más fuerte de lo habitual.
A Meg se le disparó la adrenalina, como siempre. Porque, en realidad, una parte de ella no había perdido la esperanza, pero sabía que, si el padre de Anna volvía a casa, entraría por la puerta de atrás, desde el garaje. No llamaría al timbre de la puerta principal.
Con toda probabilidad, serían Jason y Abby. O quizá fuera Fred, que se había convertido en un visible habitual, el único que tenía influencia sobre Asna en esos momentos.
Meg estaba a medio camino del vestíbulo cuando oyó la voz de una mujer que hablaba en ruso. Mayah malyenkyah muishka, repetía. «Mi querido ratoncito», decía una y otra vez.
¿Qué demonios…?
Cuando salió del comedor, vio que una mujer anciana y corpulenta, vestida de negro, tenía a Anna en brazos. Llevaba el pelo largo y blanco recogido en un moño y joyas de ámbar en el cuello y las muñecas. Las lágrimas resbalaban por su cara rojiza. Abrazaba a Anna como si no quisiera dejarla escapar.
– Anochka -una voz familiar llegó desde el porche-. Esta es tu abuela Anyah.
– ¡Tenemos el mismo nombre!
– Es verdad, Anochka. Debe de ser el destino. Ha venido desde Siberia para vivir con nosotros.
Kon.
Al tiempo que Meg musitaba su nombre, él entró en el vestíbulo. La visión de su cuerpo artético y de su atractivo rostro fue tan maravillosa que Meg se quedó paralizada mirándolo. Sus resplandecientes ojos azules se clavaron en ella y Meg distinguió en ellos una mirada humilde que nunca antes había visto.
– Meggie, te presento a mi madre -dijo con voz trémula. Su madre-. Ella es mi regalo de Navidad para ti. No habla inglés, pero nosotros la enseñaremos, ¿verdad?
Meg no respondió a la mirada suplicante de Kon. El amor le dio alas a sus pies. Se arrojó en sus brazos con tanta fuerza que lo habría derribado de no ser él tan fuerte. Como una cascada, comenzó a desgranar sobre él tal cantidad de palabras de amor y súplicas de perdón que Kon no podría dudar de que Meg le pertenecía en cuerpo y alma.
Se había restablecido la confianza entre los dos. Kon suspiró satisfecho y, delante de su madre y de Anna, besó a Meg con la misma desenfrenada pasión de sus días felices en Rusia. Por fin volvían a ser libres para entregarse a sus deseos. Meg se olvidó de todo, sintiendo solo sus brazos y su boca, el calor de su cuerpo tenso contra el suyo.
– ¿Estáis haciendo un bebé?
¡Anna!
Kon dejó de besar a Meg, pero no la soltó. La retuvo entre sus brazos y apoyó la barbilla en su hombro mientras hablaba con su hija.
– Mañana, tu madre y yo nos vamos a sentar contigo para explicarte algunas cosas sobre los bebés. Pero ahora quiero que conozca a mi madre -hizo girar a Meg y la rodeó por la cintura desde atrás, apretándola fuerte contra sí-. Mamá, esta es Meggie, mi mujer -dijo en ruso.