– Vamos, Anna.
Pero Anna no la escuchaba. Se había acercado a él para observar su cara de rasgos duros. Durante un instante, Meg revivió la sensación de suave aspereza de sus mejillas contra las suyas después de pasar la noche en sus brazos, después de hacer el amor…
– ¿Me dejas que te lleve al coche, Anochka? Hace mucho, mucho tiempo que sueño con abrazar a mi hijita.
Anna, a la que hasta ese momento nunca le había gustado ningún hombre que se acercaba a Meg, parecía hechizada por la voz honda y la mirada amorosa de Kon. Le rodeó el cuello con los brazos y permitió que la levantara, con una expresión de sublime alegría.
– ¿Qué significa esa palabra, «noska»?
– Mi pequeña Anna. Así es como los papas llaman a sus hijas pequeñas en Rusia.
– Yo no soy pequeña. Qué gracioso eres, papi -le dio el primer beso en la mejilla.
– Y tú eres adorable, igual que tu madre -él la estrechó en sus brazos, como si hubiera esperado ese momento toda su vida.
Meg apartó la mirada, asqueada al ver que, por conseguir lo que quería, era capaz de manipular las emociones más profundas y tiernas de una niña.
Nunca le perdonaría eso. Nunca.
Capítulo 2
– ¿Dónde está tu coche, mayah labof? -preguntó Kon, repitiendo calculadamente aquella expresión cariñosa que todavía tenía el poder de emocionar a Meg, aunque esta luchara por evitarlo-. Anna y yo estamos listos.
Meg estuvo a punto de gritarle que, ya que las había seguido hasta el teatro, sin duda sabía perfectamente dónde tenía aparcado el coche. Pero cuando vio lo felices que parecían padre e hija, se sintió incapaz de decir nada.
Anna deseaba un padre desde que vio a su mejor amiga, Melanie, con el suyo. Eso siempre la hacía sentirse abandonada. Pero en los últimos minutos había forjado unos vínculos que ningún poder en la Tierra podría romper.
Cualquiera de las personas que salían del teatro podría ver que eran padre e hija. La gente podría cuestionarse, en todo caso, qué relación tenía ella con aquella niña morena. El pelo rubio ceniza de Meg, que le llegaba a los hombros, y sus ojos grises, sugerían un origen distinto. Otra ironía que Meg se vio forzada a admitir. Se puso el abrigo para protegerse de la tarde helada de invierno y se encaminó al coche, que estaba aparcado en una calle cercana, a la vuelta de la esquina.
Caminó a unos pasos de Kon para evitar cualquier contacto con él. Se sintió aliviada cuando él se sentó en el asiento trasero junto a Anna.
Quizás Kon pensara que tenía el control de la situación, sobre todo porque Anna, agarrada a él, no dejaba de hacerle preguntas. Pero, en cuanto llegaran a casa, estarían en territorio de Meg y ella impondría las normas. Cenarían enseguida, decidió, y, tan pronto como Anna acabara de comer, la mandaría a la cama.
Con la niña acostada, podría enfrentarse a Kon y echarlo, antes de que Anna se levantara. En cuanto tuviera oportunidad, llamaría al abogado que la había ayudado a arreglar los asuntos de su padre y de su tía y conseguiría una orden judicial para mantener a Kon alejado de Anna.
No estando casados y no siendo él ciudadano estadounidense, Meg se preguntó qué derechos tendría sobre su hija. Seguramente, cuando su abogado supiera la verdad sobre el pasado de Kon en el KGB, haría todo lo posible por evitar que Anna estuviera a solas con él y, por supuesto, para impedir que se la llevara del país. Meg deseó que su tío Lloyd viviera aún. Trabajaba en los servicios de inteligencia naval y habría podido aconsejarla sobre la mejor forma de proceder.
Meg no tenía ni idea de hasta dónde había llegado Kon en el KGB, pero no podía creer que hubiera renunciado a un sistema que había dirigido toda su vida.
Evidentemente, cuando sus tácticas no consiguieron hacer que se casara con él, Kon había trazado otro plan. Había decidido ir tras Anna. Pero había esperado hasta que la niña fuera lo bastante mayor para dejarse engatusar por sus maquinaciones y encantos.
Tal vez quería de verdad tener una relación con su hija, pero Meg sabía cuánto amaba él a su país y cuan profundamente estaba comprometido con la administración rusa. Naturalmente, querría que Anna sintiera de la misma forma, y eso significaba que se la llevaría a Rusia con él.
– ¿Dónde están los perros, papá?
– En la casa que os he comprado a tu madre y a ti.
– ¡Eh, mami! -gritó Anna alegremente, dando palmas-. ¡Papá tiene una casa para nosotras! ¿Dónde está, papi? ¿Podemos ir a verla ahora mismo?
– Creo que tu madre tiene otros planes para esta noche -contestó él.
Meg se mordió la lengua para no decir nada y casi chocó contra una furgoneta aparcada junto a la rampa del garaje de su bloque de apartamentos. Deliberadamente, Kon sacaba temas que encantaban a una niña deseosa del amor y la atención de un padre. Si se enfrentaba a él delante de Anna, solo conseguiría herirla y ponerla de parte de Kon.
Pero, cuando Anna se levantara a la mañana siguiente, descubriría que su padre había desaparecido para siempre de sus vidas. Meg no descansaría hasta tener una orden judicial contra él. Una vez en el apartamento, inventaría cualquier excusa para ir a casa de alguno de los vecinos y telefonear a Ben Avery en privado. ¡No le importaba si Avery y el juez tenían que estar despiertos toda la noche!
En cuanto Meg aparcó en su plaza de garaje y apagó el motor, Anna saltó del coche, sin mirar siquiera a su madre.
– Ven, papi. Quiero que veas mi acuaro -no podía pronunciar la i-. Puedes darles de comer a mis peces, si quieres.
– Me encantaría, pero primero tenemos que ayudar a mamá.
Meg le oyó decir eso en voz baja, antes de que él le abriera la puerta del coche. No le sorprendió su solicitud. Kon no hacía nada sin un motivo y Meg sospechaba que no quería perderla de vista ni un momento.
Evitando mirarlo, salió del coche y se desasió de la mano que le había agarrado el codo. Caminó delante de ellos con las piernas temblorosas, dirigiéndose a la puerta del moderno bloque de apartamentos de tres plantas.
Anna sujetaba con una mano su libro y con la otra iba agarrada de su padre. Estaba impaciente por enseñarle su mundo.
– ¡Melanie vive aquí! -exclamó cuando pasaron junto a una puerta en el segundo piso.
– ¿Es tu amiga?
– Sí, mi mejor amiga. Pero a veces nos peleamos. Ya sabes… -Anna se acercó a él, en actitud confidencial-, dice que yo no tengo padre.
– Entonces tendrás que presentarnos y le demostraremos que se equivoca.
Anna caminaba dando saltitos junto a su padre, con la cara iluminada por la alegría.
– Dice que mi madre es una gofa -aquello era nuevo para Meg, que sintió que su vida se hacía añicos, tan rápidamente que no sabía por dónde empezar a reunir las piezas-. ¿Qué es una gofa, papá?
Él aminoró el paso y volvió a tomar a Anna en sus brazos.
– Voy a decirte algo muy importante. Cuando un hombre y una mujer están enamorados, se casan y se aman. Por eso naciste tú, y los dos te queremos más que a nuestras vidas.
– Pero mamá y tú no estáis casados.
– Porque vivíamos en países distintos y eso lo complicaba todo. Pero ahora que yo estoy aquí, nos casaremos y viviremos felices para siempre.
Meg se quedó sin aliento.
– ¿Podéis casaros mañana?
Kon se rio por lo bajo.
– ¿Qué tal la semana que viene, en mi casa? Primero tendremos que ayudar a tu mamá a empaquetarlo todo y a vaciar el apartamento.
Angustiada por hacer una escena que podía traumatizar a Anna y despertar aún más la curiosidad de los vecinos, muchos de los cuales volvían a casa tras las compras de Navidad y ya se habían fijado en que Kon llevaba en brazos a Anna, Meg atravesó prácticamente corriendo el descansillo hacia el apartamento. De la puerta colgaba una guirnalda de Navidad atada con cinta roja, pero apenas reparó en ello.