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Le temblaban las manos cuando metió la llave en la cerradura. El hechizo que Kon ejercía sobre su hija la llenaba de miedo e indignación. Él había aprendido sus técnicas de seducción en sus años de servicio en el KGB. Había aprendido a considerar los sentimientos humanos como algo de usar y tirar.

– Llévame a mi habitación, papá. Mi acuaro está allí -dijo Anna, señalando el camino, mientras él la llevaba en brazos por el pequeño y humilde saloncito que Meg había limpiado esa misma mañana.

En un rincón había un árbol de Navidad con las lujes apagadas. Era un pino escocés ligeramente ladeado, pero Meg no podía permitirse nada mejor. Sin embargo, las bolas plateadas y doradas entre las bombillas de colores suaves hicieron un efecto alegre cuando Anna apretó el interruptor para que Kon lo viera.

Meg cerró la puerta de entrada e hizo caso omiso de la mirada de triunfo que él le lanzó. Tan pronto como desaparecieron por el pasillo, se desabotonó el abrigo y lo dejó sobre una silla, dándose cuenta de que ese sería el único momento en que estaría libre para hablar con el abogado.

La señora Rosen, una viuda que vivía al otro lado del descansillo, era una violinista jubilada. A esa hora estaba en casa, dando clases de violín. Anna, que era su alumna más pequeña, había progresado mucho durante el año anterior. Pero el talento musical de Anna era lo último que Meg tenía en mente cuando salió del apartamento, rezando para que la anciana estuviera en casa. Mientras usaba el teléfono, le pediría que vigilara la puerta, por si acaso Kon aprovechaba ese momento para escapar…

– ¿Señora Roberts?

Meg se sobresaltó al encontrarse en el descansillo a una mujer y un hombre vestidos con ropa deportiva y parcas. Estaban de pie frente a ella, impidiéndole el paso.

Recordó la furgoneta aparcada junto a la entrada del garaje y sintió una punzada de impotencia.

Naturalmente, Kon no había actuado sin cómplices. ¿Más agentes del KGB? Desde la caída del comunismo, se los llamaba oficialmente MB y Meg sabía que, a pesar del caos que reinaba en Rusia, todavía eran peligrosos. Tal vez algunas de sus redes seguían operando en Estados Unidos en misiones de contraespionaje.

Como si le hubieran leído el pensamiento, ambos sacaron sus identificaciones del bolsillo.

CIA. Meg se tambaleó y la mujer, morena y corpulenta, la sujetó del brazo.

– Sabemos que la aparición del señor Rudenko ha sido un choque para usted, señora Roberts. Queremos hablarle de ello. En su casa.

Furiosa, Meg apartó el brazo.

– ¿Creen que voy a tragarme que son de la CIA? -siseó-. Sé cómo trabaja el MB. ¡Igual que el KGB! Pueden hacerse pasar por lo que quieran y vender a su familia si es necesario.

El hombre, que llevaba gafas de concha y aparentaba unos cincuenta años, mostró una sonrisa paternal.

– Por favor, colabore, señora Roberts. Lo que tenemos que decirle despejará todas sus dudas -dijo con una sinceridad exagerada que asqueó a Meg.

– Y, por supuesto, si me niego, me harán entrar a punta de pistola. Pero como saben que nunca haría nada que asustara a mi hija, confían en que haré lo que me piden -se dio la vuelta y volvió a entrar en el apartamento, con los agentes tras ella.

Justo en ese momento se abrió una puerta al fondo del corto pasillo y apareció la cara de Kon, sin duda para asegurarse de que Meg cooperaba. Como en los viejos tiempos.

Meg oyó de fondo sonido de agua corriente y supuso que Kon se había ofrecido a bañar a Anna para mantenerla distraída. Lo miró directamente a los ojos azules.

– Me pones enferma -siseó-. ¡Todos vosotros! Y -señaló a Kon-, por lo que a mí respecta, si has abandonado tu país, es que no eres más que un traidor. ¿Por qué no dejáis en paz a las personas inocentes? Idos a algún lugar deshabitado del mundo donde jugar vuestros absurdos juegos de guerra. Si lucháis los unos contra los otros, con un poco de suerte no quedará ninguno vivo.

Con una indiferencia que la dejó perpleja, Kon se quitó la corbata y la chaqueta y, sin dejar de mirarla, las dejó encima de su abrigo, mostrando al hacerlo sus musculosos brazos y sus anchos hombros. Se comportaba como si aquella fuera una situación normal, un día cualquiera en su propia casa.

– Anna saldrá del baño dentro de unos minutos y luego quiere que cenemos juntos. Se asustará si te oye gritar como una verdulera, en lugar de mostrarte cordial con Walt y Lacey Bowman, tus compañeros de trabajo del concesionario. ¿Es eso lo que quieres? ¿O prefieres que le diga que tienes que irte a la oficina por una emergencia? Tengo la llave de un apartamento vacío del piso de abajo. Tú decides dónde quieres que tenga lugar esta conversación.

– ¿Mami? ¿Papi? -Anna irrumpió en la habitación inesperadamente, en pijama y con los rizos revueltos. Cuando vio a los desconocidos, se borró su sonrisa y se fue corriendo hacia su madre, para alivio de Meg, que la tomó en brazos y la apretó contra sí. Si estaba en su mano, no volvería a dejar a Anna sola.

– Cariño -Meg intentó que no le temblara la voz-, estos son los Bowman. Trabajan en el departamento de ventas de Strong Motors por las tardes -improvisó, ya que no le dejaban otra opción-. Nunca los habías visto antes.

La mujer sonrió.

– Es verdad, Anna. Pero Walt y yo hemos oído hablar mucho de ti.

– Eres una niña muy guapa -terció el hombre-. Te pareces mucho a tu papá y a tu mamá.

– Papá se parece al príncipe Marzipán.

La mujer asintió.

– Me han dicho que hoy has ido a ver Cascanueces. Es mi ballet favorito. ¿Te ha gustado?

– Sí. Sobre todo, el Príncipe.

A Kon pareció humedecérsele la mirada al contemplar a su hija. Meg apartó la vista, asombrada otra vez por su increíble talento para la actuación.

– Tenemos que hablar con tu madre un momento -añadió el hombre-. ¿Va todo bien?

– Sí. Papá y yo vamos a preparar la cena. Vamos a hacer macarrones. Papá dice que en Rusia no hay macarrones.

– Sí, Anochka -rio Kon-. Me muero de ganas por probarlos. Ven conmigo.

En un abrir y cerrar de ojos, quitó a Anna de los brazos de Meg y se la llevó a la cocina, donde no podría oírlos, dejando a Meg a solas con los dos agentes. Probablemente, ella nunca llegaría a saber quiénes eran o para quién trabajaban realmente.

La mujer aventuró una sonrisa.

– ¿Le importa que nos sentemos?

Meg apretó los puños.

– Sí, me importa. Digan lo que tengan que decir y márchense.

Su voz sonó chillona. Estaba exteriorizando el miedo y la frustración que había sentido cuando Kon las abordó en el teatro. Se encontraba al borde de la histeria, a punto de gritar, a pesar de Anna.

Los tres permanecieron en pie. El hombre habló primero.

– El señor Rudenko desertó hace más de cinco años, señora Roberts.

Meg sacudió la cabeza y lanzó una risa sarcástica.

– Los agentes del KGB no desertan.

– Él lo hizo.

– ¡Aunque así fuera, solo sería un pretexto para raptar a Anna y llevársela consigo a Rusia!

– No -intervino la mujer-. En octubre se convirtió en ciudadano estadounidense. Después de revelarnos ciertos secretos para conseguir el asilo político, nunca podrá volver.

– ¿Por qué tengo que creerlos? -estalló Meg, sin poder dominarse-. Nuestro gobierno ya no necesita hacer tratos con desertores rusos para obtener información. Y ahora, quiero que salgan de aquí. ¡Que salgan de mi vida y de la de Anna!

– Hacemos tratos cuando se trata de un oficial de alto rango del KGB -insistió el hombre-. El señor Rudenko pertenecía a una pequeña élite y podía aclararnos algunos temas muy importantes, proporcionarnos información valiosa sobre los secuestros de ciudadanos estadounidenses dentro y fuera de la Unión Soviética.

La mujer asintió.

– Él nunca aprobó esas tácticas del viejo régimen ni su crueldad con los rusos y los no rusos. Esa es una de las razonas por las que desertó.