A regañadientes, Meg tuvo que admitir que tenían razón en una cosa: si Kon no hubiera intervenido, quizás ella todavía estaría en aquella prisión moscovita.
– La información que nos ha dado ha solucionado cuestiones que nuestro gobierno pensaba que no podrían aclararse -prosiguió la mujer-. En algunos casos, los datos que poseía el señor Rudenko han aliviado el sufrimiento de familias que no sabían dónde estaban sus seres queridos.
– El señor Rudenko le ha hecho un gran servicio a nuestro país y ha causado un grave perjuicio al suyo -añadió el hombre con voz firme-. ¿Recuerda esa noticia, hace unos años, sobre un piloto de las fuerzas aéreas desaparecido, el hijo de una anciana de Nebraska? Su avión desapareció en Rusia hace más de quince años.
Meg recordaba aquella terrible historia, que había centrado la atención de los medios en su momento. Todavía oía los sollozos de alivio y sufrimiento de la mujer: alivio porque el Pentágono había conseguido por fin una prueba concluyente de que su hijo estaba muerto. Recordaba que la anciana había dicho que ya podía descansar en paz.
– Eso fue gracias al señor Rudenko, que nos proporcionó información detallada sobre el encarcelamiento del piloto en una prisión de Lubliana y sobre su fallecimiento posterior.
Meg los miró con los ojos entornados. Sencillamente, no confiaba en nada que tuviera que ver con Kon, quien nunca hacía las cosas sin un motivo. Sabía que todas sus acciones, aparentemente generosas, como comprar el libro de El cascanueces y meterlo en su maleta, tenían un propósito oculto.
– Aunque eso sea verdad -dijo-, no cambia nada. Es un poco raro que haya desertado hace cinco años y haya esperado hasta hoy para presentarse y decir que quiere a su hija -su cara se crispó de dolor-. Por lo que a mí respecta -continuó, elevando la voz-, todo esto es una mentira de la que ustedes forman parte. Me importa un bledo para quién trabajen. Eso no tiene nada que ver conmigo. Ahora, ¡salgan de mi casa y no vuelvan nunca!
– Debido a su deserción, el señor Rudenko tuvo que ocultarse y asumir una nueva identidad -explicó la mujer con calma, sin dar importancia al estallido de Meg-. Por miedo a ponerlas en peligro a su hija y a usted, ha tenido que vivir oculto los últimos cinco años, evitando cualquier contacto hasta…
– Hasta que nos ha atrapado en un lugar público donde yo no podía asustar a mi hija, que es lo bastante mayor para dejarse engatusar por las atenciones de un padre al que ha echado mucho en falta -replicó Meg con amargura.
El hombre negó con la cabeza.
– Hasta que pasara el peligro y él se hubiera adaptado del todo a su nueva vida -el hombre hizo una pausa-. Eso es exactamente lo que ha hecho el señor Rudenko. Ha escrito varios libros sobre Rusia, incluyendo uno sobre el KGB y sus métodos, que saldrá esta primavera y que se espera que sea un éxito. Así que le va bien económicamente y podrá mantenerlas a Anna y a usted.
– No quiero oír nada más. Márchense. ¡Ahora!
– Cuando se calme y empiece a hacerse preguntas, telefonee a la oficina del senador Strickland y él le contará todo lo que quiera saber.
¿El senador Strickland? Meg recordó la cara del anciano senador de Missouri, un político cuya integridad nunca había sido puesta en duda, al menos que ella supiera. Lo que no significaba gran cosa. Probablemente, también él estaría comprado.
– Quizá usted no sepa que forma parte del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y que colabora con nosotros desde 1988. Conoce su historia y la de su hija. Podemos asegurarle que es su amigo y que simpatiza con su situación. Espera tener noticias suyas muy pronto.
Meg palideció. Si por la más remota casualidad, estaban diciendo la verdad, no solo el KGB y la CIA, sino también un senador conocía los detalles más íntimos de su vida privada. La idea le pareció tan espantosa que se quedó muda.
La mujer se quedó mirándola.
– Señora Roberts, su miedo y su desconfianza son absolutamente comprensibles. Por eso el señor Rudenko nos pidió que habláramos con usted. Para convencerla de que es ciudadano de Estados Unidos y desea tener una relación con su hija.
– Ya han hablado conmigo -masculló Meg-. Consideren cumplida su misión.
Se acercó a la puerta en un par de zancadas y la abrió, ansiosa por librarse de la pareja y desesperada por acostar a Anna antes de que Kon influyera más en ella. Pero la jovial charla de Anna y la risa de su padre, que llegaban desde la cocina, frustraron su determinación de poner fin cuanto antes a aquella situación.
Esperó hasta que dejó de oír a los agentes y luego abrió despacio la puerta y cruzó el descansillo para llamar al timbre de la señora Rosen. Rezaba para que Kon no eligiera precisamente ese momento para echar un vistazo.
No obtuvo respuesta y se asustó. Pensó en llamar a casa de los Garrett, al fondo del pasillo, pero no se atrevía a perder de vista su apartamento. Además, el llanto de su hija la dejó paralizada.
A través de la puerta cerrada, oyó que Anna preguntaba a Kon si «esa gente» se había llevado a su mamá al trabajo. Sin esperar a oír la respuesta, entró en el apartamento con la única idea de consolar a su hija.
– ¡Mami! -gritó Anna cuando la vio. Corrió hacia ella y su enfado pareció desvanecerse-. ¿Dónde estabas? ¡La cena está preparada!
– Creo que tu madre estaba despidiendo a los Bowman en el ascensor. ¿No es así? -Kon le proporcionó una excusa plausible, antes de que Meg tuviera tiempo para pensar.
La expresión triunfante de sus profundos ojos azules parecía decir que sabía exactamente qué intentaba, pero que nunca se libraría de él y que era mejor que aceptara cuanto antes su destino.
– Vamos, mami. Tenemos hambre.
Anna tiró de la mano de Meg, obligándola a apartar la vista de Kon. Él las siguió hasta la cocina. Meg tendría que posponer su plan de llamar a su abogado hasta después de la cena.
Con intención o sin ella, Kon le tocó el hombro cuando le ofreció una silla para que se sentara. Ella renegó del escalofrío que le sacudió el cuerpo cuando sintió su contacto, temerosa de que él lo notara. Pero vio con alivio que Kon estaba pendiente de Anna. La ayudó a sentarse en la pequeña mesa de la cocina, sobre la cual había un plato de macarrones con queso y brécol y un vaso de leche para cada uno.
– Hay que bendecir la mesa -dijo Anna, cuando su padre se sentó a su lado-. ¿Lo haces tú, papá? Por favor…
– Será un placer -murmuró él con voz profunda, agarrando la pequeña mano de su hija.
Meg olvidó cerrar los ojos y contempló sus cabezas morenas agachadas mientras Kon pronunciaba una oración en ruso. Una bonita oración en la que le agradecía a Dios que hubiera protegido las vidas de la mujer y la hija a las que amaba, y le daba las gracias por haberlos reunido al fin y por proveer comida cuando tanta gente en Rusia y el resto del mundo pasaba hambre. Y, finalmente, por que fueran a pasar su primera Navidad juntos. Amén.
– ¿Qué has dicho, papi? -preguntó Anna, pinchando unos macarrones con su tenedor.
Él levantó la cabeza y miró a su hija.
– Le he dicho a Dios lo feliz que soy por estar por fin con tu madre y contigo.
Con la boca llena de macarrones, Anna dijo:
– Melanie dice que es estúpido creer en Dios. Ya verás cuando le diga que Dios te ha dejado venir a América para estar con mamá y conmigo… Te quiero, papi.
Las palabras de Anna, su dulce sonrisa manchada de salsa de queso y la emoción elocuente que empañaba la mirada de Kon eran demasiado para Meg. Le resultaba difícil mantener la rabia que había sentido cuando se sentaron a comer.
La inesperada devoción de Kon había sonado sorprendentemente sincera. Por un instante, Meg estuvo a punto de olvidarse de que todo lo que él hacía formaba parte de una farsa. Una farsa que, con el transcurso de los años, había llegado a ser como su segunda naturaleza.