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¿Era posible que tuviera convicciones religiosas que se había visto obligado a ocultar hasta ese momento? ¿O eso también era fingido? Meg no lo sabía.

Él la miró.

– ¿Están buenos los macarrones? -preguntó, tranquilamente-. Anna me ha ayudado a hacerlos. Nuestra pequeña es una buena cocinera.

– Y está muy cansada -replicó Meg sin contestar a su pregunta. Evitó su mirada y apartó un rizo de las mejillas encendidas de su hija-. Creo que vamos a saltarnos el postre y que nos iremos directamente a la cama. Hoy has tenido un gran día, cariño.

Para sorpresa de Meg, que esperaba una discusión, Anna asintió.

– Papá me ha dicho que tengo que irme pronto a la cama y dormir bien para estar lista para el viaje de mañana.

¿Viaje? ¿Qué viaje? ¡Oh, cielos!

El corazón de Meg comenzó a bombear oleadas de adrenalina. Lanzó una mirada salvaje a Kon. Él, que acababa de beberse la leche, la miró por encima del borde del vaso y registró su miedo con una tranquilidad que enfureció a Meg hasta ponerla al borde de la violencia.

– Como mañana es domingo, será una oportunidad perfecta para que Anna y tú veáis dónde vivo. Está a dos horas en coche de aquí.

Meg respiró hondo y se levantó de la mesa como una autómata. No estaba dispuesta a permitir que siguiera hostigándola. Se volvió hacia Anna y dijo:

– Si has terminado, corre a cepillarte los dientes.

– Pero quiero que papá me ayude. Me ha prometido llevarme a la cama. Me va a enseñar a leer en ruso mi libro de El cascanueces y yo voy a leerle mis cuentos.

– Entonces, yo fregaré los platos -dijo Meg, intentando mantener un tono de voz normal. No quería darle a Kon la satisfacción de saber que, su inesperada aparición, la había sacado de sus casillas.

Sin hacer caso de la mirada curiosa de Kon, besó a Anna en la frente y empezó a recoger la mesa. Como si nada la preocupara, se puso a cargar el lavaplatos mientras ellos se levantaban de la mesa y se marchaban de la cocina.

Para cuando Meg acabó de limpiar la encimera y de regar la flor de pascua que su jefe le había regalado, el apartamento se había quedado en silencio. Se quitó los zapatos de tacón, apagó la luz de la cocina y cruzó sigilosamente el vestíbulo y el saloncito.

Le llegó la voz entrecortada de Anna, que leía uno de sus cuentos. A veces, Kon la interrumpía para enseñarle el equivalente ruso de alguna palabra. Parecía divertirlo el acento de la niña y le enseñaba más palabras, riéndose a carcajadas por los esfuerzos que hacía Anna. Pero, sobre todo, la elogiaba y la llamaba «mi querida Anochka». Por fin, las voces dejaron de oírse.

Meg se estremeció al recordar el tiempo en que, tumbada entre sus brazos, no se cansaba de su amor ni quería que dejara de llamarla «amor mío». Todo aquello había sido una mentira, pero el dolor de su traición era más real que nunca.

Entró de puntillas en la habitación de Anna y, pasando junto al acuario, se acercó a la cama. Kon estaba tumbado sobre el edredón, con los ojos cerrados. Había pasado un brazo alrededor de Anna. La niña se había dormido apoyada en su hombro, abrazada a su osito Winnie. Sobre la cama había varios libros dispersos, entre ellos El cascanueces.

La luz de la lámpara de lectura sujeta al cabecero blanco subrayaba los rasgos de Kon, que, en reposo, parecían labrados a cincel. Tenía algunas arrugas en torno a los ojos y a la boca. Meg se aproximó para observarlo más de cerca.

Parecía cansado, pensó, y luego se reprendió a sí misma por sentir compasión y por notar los más pequeños cambios físicos que se habían producido en él desde la última vez que estuvieron juntos. Cambios que lo hacían más atractivo que nunca. No podía permitirse a sí misma responder a su atractivo, ni flaquear en ningún sentido.

Porque él planeaba robarle a Anna.

No podía olvidarlo ni por un instante. Como estaba dormido, era el momento perfecto para alertar a Ben Avery. El abogado podría empezar los procedimientos legales para echarlo del apartamento. Aunque Anna se enfadara, Meg necesitaba hacerlo y necesitaba hacerlo inmediatamente. Bajo ningún concepto le permitiría dar un paso fuera de casa con su hija.

Volvió con sigilo a la cocina y levantó el teléfono para llamar al abogado.

De pronto, oyó que algo se movía tras ella y se asustó. Al girarse, vio a Kon frente a ella, de pie entre la cocina y el salón, muy cerca.

¡No se había dormido!

Estuvo a punto de estallar, cuando se dio cuenta de que él la había estado observando todo el tiempo en la habitación de Anna. Sin duda, habría percibido las emociones contradictorias de Meg cuando se acercó a la cama para estudiarlo más de cerca. La idea la puso furiosa.

Tal vez para Anna fuera el príncipe Marzipán, pero para Meg era el mismo demonio, aunque un demonio terriblemente guapo y melancólico. El leve resplandor del árbol de Navidad enfatizaba sus rasgos.

– Quienquiera que sea a quien estás llamando para que me eche de aquí, tendrá que matarme primero. He venido para estar con mi hija. Pero tú eres la madre y tienes la última palabra -su voz pareció apagarse.

Como en un trance, Meg colgó el aparato y lo miró, llena de miedo y tristeza.

– Te has presentado delante de Anna esta tarde como un hecho consumado -dijo con voz entrecortada y lágrimas en los ojos-. ¿Cómo has podido ser tan… imprudente, tan insensible? Lo que le has dicho a Anna ha cambiado nuestras vidas para siempre.

– Eso espero -murmuró él.

Meg apretó los puños.

– ¡No dejaré que te la lleves a Rusia! -gritó-. Haré lo que sea para impedirlo. Lo que sea -advirtió por segunda vez.

– Era previsible que pensaras eso, pero no tengo intención de secuestrarla. Nuestra hija me despreciaría para siempre si la apartara de ti. Y eso no es lo que quiero que sienta por mí mi única hija. Además, mucho me temo que Konstantino Rudenko es persona non grata en la antigua Unión Soviética. Si pudiera ver los bosques de Rusia una vez más… -murmuró con voz tenue-, sería mi última voluntad como hombre libre -esbozó una sonrisa amarga-. No tengo intención de privar a mi hija de su padre. No cuando he pasado solo los últimos seis años, haciendo preparativos para que podamos vivir juntos el resto de nuestras vidas, Meggie.

Capítulo 3

Meggie. Así la llamó él la primera vez que la besó… De pronto, Meg volvió a ser aquella ingenua muchacha de veintitrés años sentada en el asiento delantero del Mercedes negro en el que Kon la llevó, del aeropuerto de Moscú al hotel de San Petersburgo, donde habría de vivir durante los siguientes cuatro meses.

Amaba a Konstantino Rudenko desde mucho antes de viajar a Rusia por segunda vez. Lo comprendió en cuanto volvió a verlo. Aquel sobrio y atractivo agente del KGB debía vigilarla y acompañarla en sus desplazamientos a la escuela. Sus sentimientos hacía él habían ido creciendo desde que la rescató de la prisión en su primer viaje y le regaló aquel precioso libro.

Al igual que entonces, su palabra era ley y todo el mundo saltaba a su más mínima orden. Habló con todos los agentes y le facilitó el caminó a Meg, haciéndola sentirse segura y protegida más que vigilada. Para alegría suya, Meg se enteró de que parte de la labor de Kon era telefonearla a su habitación cada noche, entre las tres y las cuatro de la madrugada, para asegurarse de que no había escapado del hotel.

Meg se moría de impaciencia por que empezaran aquellas llamadas nocturnas. Pero pronto descubrió que tenía una compañera de cuarto, la señora Procter, una mujer de mediana edad que había hecho un master en Lengua Rusa en la Universidad de Illinois. A Meg le fastidió, porque su compañera podría escuchar sus conversaciones telefónicas con el señor Rudenko.

Éste, al igual que el agente asignado a la vigilancia de la señora Procter, la llamaría, le preguntaría muy educadamente si todo iba bien y luego colgaría. Pero Meg no podía permitir que las llamadas acabaran ahí y, las primeras noches, trató de entablar conversación preguntándole sobre la documentación de sus alumnos o sobre cualquier cosa que se le ocurría para prolongar la charla.