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Elizabeth George

El Precio Del Engaño

Inspector Lynley, 9

Título originaclass="underline" Deception on his Mind

© 1997, Susan Elizabeth George

Para Kossur con amistad y amor.

¿Dónde está el hombre con poder y habilidad

para contener el torrente de una voluntad femenina?

Pues si ella quiere, se hará, no te quepa duda;

y si no quiere, no se hará, y ahí termina todo.

De una columna erigida en

el monte Dane John Field,

Canterbury

Prólogo

Para Ian Armstrong la vida había iniciado su actual cuesta abajo en el momento en que había sido considerado prescindible. Al aceptar el trabajo sabía que sólo se trataba de un empleo temporal. El anuncio al que había contestado no engañaba al respecto, y ni siquiera le habían hecho un contrato. De todos modos, cuando pasaron dos años sin el menor indicio de despido en lontananza, Ian había aprendido a confiar, lo cual no había sido una buena idea.

La penúltima madrastra de Ian recibió la noticia de su despido mientras mordisqueaba una galleta azucarada.

– Bien -proclamó-, no se puede cambiar el curso del viento, ¿verdad, muchacho? Cuando sopla sobre una boñiga de vaca, el hombre sabio se tapa la nariz.

Se sirvió té tibio en un vaso (nunca utilizaba taza) y lo vació de un trago.

– Monta el caballo que lleva la silla puesta, muchacho -continuó, y siguió examinando el último ejemplar de Helio!, admirando las fotos de los peces gordos acicalados que se daban la gran vida en elegantes pisos londinenses y casas de campo.

Era su forma de decir a Ian que aceptara su suerte, su poco sutil mensaje de que la buena vida no era para las personas como él. Pero Ian nunca había aspirado a la buena vida, sino a la aceptación, y la perseguía con la pasión de un huérfano. Lo que deseaba era sencillo: una mujer, una familia y la seguridad de saber que tenía un futuro más prometedor que su tétrico pasado.

Estos objetivos habían parecido posibles en un tiempo. Había trabajado bien, temprano cada día, y hecho horas extra sin cobrar. Se había aprendido los nombres de todos sus compañeros e incluso había llegado a memorizar los nombres de sus esposas e hijos, que no era moco de pavo. Y en pago a todos estos esfuerzos había recibido una fiesta de despedida en la oficina, regada con Squash tibio, y una caja de pañuelos de un supermercado Tie Rack.

Había intentado prevenir e incluso impedir lo inevitable. Había enumerado el celo de los servicios prestados a la empresa y la buena disposición que suponía no haber buscado otro empleo mientras ocupaba su puesto interino. Había buscado un compromiso, ofreciéndose a trabajar por un salario inferior, y al final había suplicado que no le echaran.

Para lan, la humillación de rebajarse ante sus superiores no significaba nada si eso le permitía conservar su empleo. Porque conservar su empleo significaba que seguiría pagando la hipoteca de su nueva casa. Asegurado esto, Anita y él podrían perseverar en sus esfuerzos para dar un hermanito a Mikey, y Ian no tendría que enviar a su mujer a trabajar. Más importante aún, no tendría que ver el desprecio en los ojos de Anita al informarle que había perdido otro trabajo.

– Es la asquerosa recesión, cariño -le había dicho-. Parece que no tiene fin. La prueba de fuego de nuestros padres fue la Segunda Guerra Mundial. Esta recesión es la nuestra.

Los ojos de Anita habían expresado con ironía «No me vengas con monsergas. Tú ni siquiera conociste a tus padres, Ian Armstrong», pero lo que dijo, con una cordialidad inapropiada y por tanto ominosa, fue:

– Eso supone que tendré que volver a la biblioteca, aunque no sé de qué servirá cuando tenga que pagar a una canguro para que cuide a Mikey mientras estoy fuera. ¿O piensas ocuparte de él en lugar de ir a buscar trabajo?

Tenía los labios tensos cuando le dedicó una sonrisa hipócrita.

– Aún no he pensado…

– Ése es tu gran problema, Ian. Nunca piensas. Nunca tienes un plan. Pasas del problema a la crisis y de ahí al borde del desastre. Tenemos una casa nueva que no podemos pagar, un niño que alimentar, y tú aún no has pensado. Si hicieras planes por anticipado, si hubieras consolidado tu posición, si hubieras amenazado con marcharte hace dieciocho meses, cuando la fábrica necesitaba una reorganización y tú eras la única persona de Essex que podía llevarla adelante…

– Ese no era el caso, Anita.

– ¡Ya está! ¿Lo ves?

– ¿Qué?

– Eres demasiado humilde. No te haces valer. Si lo hicieras, ahora tendrías un contrato. Si hubieras planeado por una vez, habrías exigido un contrato cuando más te necesitaban.

Era inútil tratar de explicarle las cosas cuando Anita se ponía en aquel estado. Ian no podía culpar a su mujer por el estado en que se hallaba. Había perdido tres empleos en los seis años que llevaban casados. Si bien ella le había prestado su apoyo durante los dos primeros períodos en paro, habían vivido con los padres de Anita, sin las preocupaciones económicas que les amenazaban ahora. Si las cosas fueran diferentes, pensaba Ian, si su trabajo fuera fijo… Pero residir en el mundo crepuscular con los condicionales no ofrecía solución a sus problemas.

De manera que Anita había vuelto a trabajar, un empleo patético y mal pagado en la biblioteca de la ciudad, donde volvía a colocar los libros en sus estanterías y ayudaba a los pensionistas a localizar revistas. Ian inició el humillante proceso de buscar trabajo una vez más en una zona del país deprimida desde hacía mucho tiempo.

Cada día se vestía con esmero y salía de casa antes que su mujer. Por el norte había llegado hasta Ipswich, por el oeste hasta Colchester. Por el sur hasta Clacton, y se había aventurado hasta Southend-on-Sea. Se había esforzado al máximo, pero hasta el momento nada de nada. Por la noche se enfrentaba al desprecio silencioso pero creciente de Anita. Durante los fines de semana buscaba una escapatoria.

La encontraba en los paseos de los sábados y domingos. En las últimas semanas había llegado a conocer bien toda la península de Tendring. Su paseo favorito se encontraba a escasa distancia de la ciudad, donde un giro a la derecha después de dejar atrás Brick Barn Farm le conducía a la pista que corría frente al Wade. Aparcaba el Morris al final de la pista, y cuando la marea se retiraba, se ponía botas altas hasta la rodilla y cruzaba la fangosa calzada elevada hasta el trozo de tierra llamado Horsey Island. Allí contemplaba las aves acuáticas y buscaba conchas. La naturaleza le proporcionaba la paz que el resto de su vida le negaba. Y encontraba la naturaleza en su mejor momento a primera hora de las mañanas de los fines de semana.

Aquel sábado por la mañana en concreto había marea alta, de modo que Ian Armstrong eligió el Nez para pasear. El Nez era un promontorio impresionante de tierra invadida por aulagas que se alzaba cuarenta y cinco metros sobre el mar del Norte, del cual lo separaba una zona pantanosa llamada las Marismas. Al igual que las ciudades costeras, el Nez libraba una batalla contra el mar, pero al contrario que las ciudades, carecía de rompeolas que lo protegiera y pendientes de hormigón que sirvieran de armadura para la inestable combinación de arcilla, guijarros y tierra que provocaba el desmoronamiento de los acantilados sobre la playa.

Ian decidió empezar por el extremo sudeste del promontorio. Rodeó la punta y descendió por el lado oeste, donde aves zancudas, como agachadizas y lavanderas, anidaban y obtenían su alimento de los estanques pantanosos poco profundos. Dedicó un gallardo ademán de despedida a Anita, que le devolvió su adiós inexpresivamente, y salió de la urbanización. En cinco minutos llegó a la carretera de Balford-le-Nez. Cinco minutos después estaba en High Street de Balford, donde en el Dairy Den Diner estaban sirviendo desayunos y en Kemp's Market disponiendo sus verduras.