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Rachel desdobló el folleto. No se lo ofreció, porque intuía que Sahlah se negaría a aceptarlo.

– He ahorrado bastante dinero para la paga y señal. Yo la adelantaría.

– Rachel, ¿por qué no intentas comprender cómo son las cosas en mi mundo?

– Quiero hacerlo, en serio. Me ocuparé de que el nombre de las dos conste en la escritura. Sólo tendrías que pagar al mes…

– No puedo.

– Sí puedes -insistió Rachel-. Tu educación te impulsa a pensar que no, pero no has de vivir así durante el resto de tu vida. Nadie lo hace.

El niño mayor se agitó en la cuna y sollozó en sueños. Sahlah fue a verle. Ninguno de los niños estaba tapado, debido al calor que hacía en la habitación, de manera que fue un gesto innecesario. Sahlah acarició la frente del niño. Cambió de posición, dormido, con el trasero al aire.

– Rachel -dijo Sahlah, con la vista clavada en su sobrino-, Haytham ha muerto, pero eso no me exime de las obligaciones para con mi familia. Si mi padre me elige otro marido mañana, me casaré con él. Es mi deber.

– ¿Tu deber? Eso es una locura. Ni siquiera le conocías. Tampoco conocerás al siguiente. ¿Qué…?

– No. Es lo que quiero hacer.

Lo dijo en voz baja, pero la firmeza del tono era inapelable. Estaba decidido, «el pasado ha muerto», pero sin decirlo. No obstante, había olvidado un detalle. Haytham Querashi también había muerto.

Rachel se acercó a la tabla de planchar y terminó de doblar la chaqueta, con la misma precisión que Sahlah empleó con los pañales. La dobló por la mitad, haciendo coincidir la base con los hombros. Formó con los costados pequeñas cuñas que embutió en la cintura. Sahlah la observaba desde la cuna. Cuando hubo devuelto la chaqueta a la caja y ajustado la tapa, Rachel volvió a hablar.

– Siempre hablábamos de cómo sería.

– Éramos pequeñas entonces. Es fácil tener sueños cuando sólo eres una niña.

– Pensabas que no me acordaría.

– Pensaba que al hacerte mayor lo dejarías correr.

El comentario escoció, probablemente más de lo que Sahlah pretendía. Indicaba hasta qué punto había cambiado, hasta qué punto las circunstancias de su vida la habían cambiado. También indicaba hasta qué punto no había cambiado Rachel.

– ¿Cómo tú? -preguntó ésta.

Sahlah bajó la vista. Los dedos de una mano se cerraron alrededor de una barra de la cuna.

– Créeme, Rachel. Es lo que debo hacer.

Dio la impresión de que iba a seguir hablando, pero Rachel era incapaz de extraer deducciones. Intentó descifrar la expresión de Sahlah para comprender el sentimiento y el significado que contenía la frase, pero fracasó.

– ¿Por qué? ¿Porque son vuestras costumbres? ¿Porque tu padre insiste? ¿Porque te expulsarán de la familia si no les obedeces?

– Todo eso es cierto.

– Pero hay más, ¿verdad? ¿Verdad? -contraatacó Rachel-. Da igual que tu familia te expulse. Yo cuidaré de ti, Sahlah. Estaremos juntas. No permitiré que te suceda nada malo.

Sahlah emitió una risita irónica. Se volvió hacia la ventana y contempló el sol del atardecer, que caía sin piedad sobre el jardín, resecaba el suelo, quemaba la hierba, robaba la vida a las flores.

– Lo malo ya ha sucedido -dijo-. ¿Dónde estabas tú para impedirlo?

La pregunta heló la sangre de Rachel. Sugería que Sahlah había, intuido hasta dónde pensaba llegar Rachel con el fin de salvar su amistad. Su valentía vaciló, pero no podía marcharse de la casa sin saber la verdad. No quería enfrentarse a ella, porque si era la que pensaba, también debería enfrentarse a la certeza de que ella había sido la causa del fracaso de su amistad. Pero Rachel no veía otra alternativa. Había entrado por la fuerza donde no era bienvenida. Ahora, averiguaría el precio.

– Sahlah -dijo-, ¿Haytham…?

Titubeó. ¿Cómo formular la pregunta sin admitir hasta qué horrible punto había deseado traicionar a su amiga?

– ¿Qué? -preguntó Sahlah-. ¿A qué te refieres?

– ¿Te habló alguna vez de mí?

La pregunta pareció sorprender tanto a Sahlah, que no hizo falta respuesta. Rachel experimentó una oleada de alivio tan dulce, que notó el sabor del azúcar en la garganta. Haytham Querashi había muerto sin decir nada, comprendió. De momento, al menos, Rachel Winfield estaba a salvo.

Sahlah observó desde la ventana a su amiga, que se alejaba en la bicicleta. Se dirigía hacia el Greensward. Tenía la intención de volver a casa por la orilla del mar.

Pasaría delante de los Clifftop Snuggeries, donde había anclado sus sueños, pese a lo que Sahlah había dicho y hecho para ilustrar que habían tomado caminos diferentes.

En el fondo, Rachel no era diferente de la niña a la que había conocido en la escuela primaria. Se había sometido a cirugía estética para que le esculpieran unas facciones relativamente razonables en la desastrosa cara con que había nacido, pero bajo aquellos rasgos seguía siendo la misma niña: siempre esperanzada, ansiosa y llena de planes, por poco prácticos que fueran.

Sahlah se había esforzado al máximo por explicar que el plan maestro de Rachel (comprar un piso y vivir juntas hasta la vejez, como las dos inadaptadas sociales que eran) era irrealizable. Su padre no permitiría que se independizara de esa manera, en compañía de otra mujer y lejos de la familia. Y, aunque en un arranque de locura decidiera permitir que su única hija adoptara un estilo de vida tan aberrante, Sahlah tampoco lo deseaba. En otra época, lo habría hecho. Pero ahora era demasiado tarde.

Era demasiado tarde a cada segundo que transcurría. En muchos aspectos, la muerte de Haytham significaba también la suya. Si él hubiera vivido, nada habría importado. Ahora que estaba muerto, todo tenía importancia.

Enlazó las manos bajo la barbilla y cerró los ojos, con el deseo de que un soplo de brisa marina refrescara su cuerpo y calmara su mente febril. Una vez, en una novela (que había ocultado celosamente a la vista de su padre, porque no la habría aprobado), había leído la expresión «su mente corría locamente», en relación a una heroína desesperada, y no había comprendido cómo podía una mente realizar aquella proeza inusual. Pero ahora lo sabía. Porque su mente se había puesto a correr como un rebaño de gacelas en cuanto supo que Haytham había muerto. Desde aquel momento, había pensado en todas las permutaciones de qué hacer, adónde ir, a quién ver, cómo actuar y qué decir. Como resultado, había quedado paralizada por completo. Ahora, era la encarnación de la espera. Sin embargo, no sabía qué esperaba. El rescate, tal vez. O recuperar la capacidad de rezar, algo que había hecho en otro tiempo cinco veces al día con perfecta devoción. La había perdido.

– ¿Ya se ha ido el gnomo?

Sahlah se volvió y vio a Yumn en el umbral, con un hombro apoyado sobre el quicio de la puerta.

– ¿Te refieres a Rachel? -preguntó Sahlah.

Su cuñada entró en la habitación, con los brazos levantados lánguidamente para trenzarse el pelo. La trenza que obtuvo era insustancial, con el grosor del dedo meñique de una mujer. El cuero cabelludo de Yumn asomaba en algunos puntos, de una forma muy poco atractiva.

– «¿Te refieres a Rachel?» -imitó Yumn-. ¿Por qué hablas siempre como una mujer con un palo metido en el culo?

Rió. Se quitó el habitual dupatta y, sin el pañuelo y con el cabello retirado de la cara, su ojo errático pareció más extraviado que nunca. Cuando rió, el ojo dio la impresión de resbalar de un lado a otro, como la yema de un huevo crudo.

– Frótame la espalda -pidió-. Esta noche quiero estar relajada para tu hermano.

Se acercó a la cama donde su hijo mayor pronto dormiría, se sacudió las sandalias y se tendió sobre el cobertor azul.

– ¿Has oído lo que he dicho, Sahlah? -dijo-. Frótame la espalda.

– No llames gnomo a Rachel. No puede cambiar su aspecto más que…

Sahlah se calló en el último instante. Las palabras «más que tú» llegarían a oídos de Muhannad, acompañadas de un considerable ataque de histeria. Y el hermano de Sahlah se encargaría de que pagara por el insulto lanzado contra la madre de sus hijos.