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Otra coincidencia extraña, pensó. Una de las llamadas de Querashi desde el hotel Burnt House había sido a la misma agencia, con una excepción. Querashi había telefoneado a la World Wide Tours de Karachi, mientras que ésta se encontraba en la calle Mayor de Harwich.

Barbara se acercó a Emily, que estaba contemplando la península en el plano de la costa, al norte de la bahía de Pennyhole. Como nunca había sido una estudiante de geografía entusiasta, Barbara no se hizo a la idea de que Harwich estaba al norte del Nez, en un plano longitudinal casi idéntico, hasta después de haber echado un buen vistazo al mapa. Estaba situado en la boca del río Stour, y comunicado con el resto del país mediante la vía férrea. Sin una intención consciente, Barbara siguió la línea del ferrocarril hacia el oeste. La primera parada, lo bastante cerca de Harwich para que no pudiera ser considerada una entidad separada, era Parkeston.

– Em -dijo Barbara, consciente de las continuas relaciones que se establecían y de que las piezas iban encajando-, tenía un anuncio de una agencia de viajes de Harwich, pero es el mismo nombre de la que llamó a Karachi.

Pero vio que Emily no relacionaba Karachi con Harwich, ni Harwich con Parkeston. Estaba contemplando una lista de información enmarcada, sobreimpuesta sobre el azul del mar, al este de Harwich. Barbara se inclinó para leerla.

Transbordador desde Harwich (muelle de Parkeston) a:

Cabo de Holanda – 6 a 8 horas.

Esbjerg – 20 horas.

Hamburgo – 18 horas.

Gotemburgo – 24 horas.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Barbara.

– Interesante, ¿verdad?

Emily abandonó su inspección del plano. Ya en su escritorio, removió papeles, carpetas e informes, hasta encontrar la fotografía de Haytham Querashi. La extendió hacia Barbara.

– ¿Te apetece dar un paseo esta tarde? -preguntó.

– ¿Harwich y Parkeston?

– Si estuvo allí, alguien tuvo que verle -contestó Emily-. Y si alguien le vio, alguien podrá decirnos…

– Jefa.

Belinda Warner había aparecido una vez más en la puerta. Miró hacia atrás, como temerosa de que la siguieran.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily.

– Los asiáticos. El señor Malik y el señor Azhar. Están aquí.

– Mierda. -Emily consultó su reloj-. No estoy dispuesta a aguantar esto. Si creen que pueden aparecer cuando les plazca para otra de esas jodidas reuniones…

– No es eso, jefa -interrumpió Belinda-. Se ha enterado de lo del tío de Clacton.

Por un momento, Emily miró a la agente como si no entendiera sus palabras.

– Clacton -repitió.

– Exacto -dijo Belinda-. El señor Kumhar. Saben que está aquí. Quieren verle, y no se irán hasta que les permita hablar con él.

– Qué morro -comentó Emily.

Lo que no dijo fue lo que pensaba, y Barbara estaba segura de ello: era evidente que los asiáticos conocían el Acta de Pruebas Policíacas y Criminales mejor de lo que sospechaba la inspectora. Barbara comprendió que el conocimiento íntimo de la PPC sólo podía proceder de una fuente.

Agatha Shaw colgó el auricular y se permitió un graznido de triunfo. Si hubiera podido, habría bailado una jiga allí mismo, sobre la alfombra de la biblioteca, saltando y brincando hasta plantarse delante de los tres caballetes que sostenían, durante los dos días posterior res al fallido pleno municipal, los bocetos que el arquitecto y el artista habían trazado del futuro Balford-le-Nez. Después, habría abrazado cada caballete para estamparle un sonoro beso, como un precioso niño adorado por una madre amorosa.

– ¡Mary Ellis! ¡Mary Ellis! -gritó-. ¡Se te requiere en la biblioteca ahora!

Plantó su bastón de tres puntas entre sus piernas y se puso en pie.

El esfuerzo bañó su cuerpo en sudor. Aunque no parecía posible, descubrió que se había levantado con demasiada rapidez, pese al tiempo que había tardado. Sintió un intenso mareo.

– Upa -dijo, y lanzó una carcajada. Al fin y al cabo, había motivos para marearse, ¿no? Estaba mareada de entusiasmo, mareada de posibilidades, mareada de éxito, mareada de alegría. Maldita sea, tenía derecho a estar mareada.

– ¡Mary Ellis! ¡Maldita seas, muchacha! ¿Es que no me oyes?

El repiqueteo de sus zapatos le indicó que la chica venía por fin. Llegó a la biblioteca congestionada y sin aliento.

– Dios mío, señora Shaw. Me ha dado un buen susto. ¿Se encuentra bien?

– Pues claro que me encuentro bien -replicó Agatha-. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no has venido cuando te he llamado? ¿Para qué te pago, si he de gritar como una loca cada vez que te necesito?

Mary se acercó a su lado.

– Quería que hoy cambiara de sitio los muebles de la sala de estar, señora Shaw. ¿No se acuerda? No le gustaba que el piano estuviera al lado de la chimenea, y dijo que los sofás se desteñían porque estaban cerca de las ventanas. Hasta quería que los cuadros…

– De acuerdo. De acuerdo. -Agatha intentó apartar la mano que Mary Ellis había apoyado sobre su brazo-. No me aprietes así, muchacha. No soy una inválida. Puedo andar sola, y lo sabes muy bien.

Mary la soltó.

– Sí, señora -dijo, y esperó instrucciones.

Agatha la miró. Se preguntó una vez más por qué se empeñaba en dar empleo a una criatura tan patética. Aparte de su falta de dones intelectuales, que la inutilizaban para conversaciones amenas, Mary Ellis estaba en la peor condición física que Agatha había visto en su vida. ¿Quién estaría sudando, falto de aliento y congestionado por el simple hecho de mover un piano y unos cuantos muebles de nada?

– ¿De qué me sirves, Mary, si no acudes al instante cuando te llamo? -preguntó Agatha.

Mary bajó la vista.

– No la oí, señora. Estaba subida en la escalera. Ya tenía preparado el cuadro de su abuelo para cambiarlo de sitio, y me costó bajarlo.

Agatha conocía el cuadro del que estaba hablando. Sobre la chimenea, casi de tamaño natural, con un antiguo marco dorado… Al pensar que la chica había conseguido mover de un lado a otro de la sala aquella pintura, Agatha contempló a Mary Ellis con algo parecido a respeto. No obstante, desechó el sentimiento con suma rapidez.

Agatha carraspeó.

– Tu primera y principal obligación en esta casa soy yo -dijo a la muchacha-. A ver si lo recuerdas de ahora en adelante.

– Sí, señora -dijo Mary con voz contrita.

– No me vengas con malas caras, muchacha. Agradezco que hayas cambiado los muebles de sitio, pero no exageremos. Bien, dame el brazo. Quiero ir a la pista de tenis.

– ¿A la pista de tenis? -preguntó con incredulidad Mary Ellis-. ¿Qué quiere hacer en la pista de tenis, señora Shaw?

– Quiero ver en qué estado se encuentra. Tengo la intención de volver a jugar.

– Pero si no puede…

Mary se tragó el resto de la frase cuando Agatha lanzó una mirada penetrante en su dirección.

– ¿No puedo jugar? -dijo Agatha-. Paparruchas. Puedo hacer lo que me dé la gana. Si soy capaz de conseguir por teléfono todos los votos necesarios del consejo municipal, sin que hayan visto los planos… -Agatha emitió una risita-. Puedo hacer cualquier cosa.

Mary Ellis no pidió aclaraciones sobre el asunto del consejo municipal, como su patrona hubiera deseado. Agatha se moría de ganas de contar a alguien su triunfo. Theo era la persona a la que hubiera querido hablar, pero últimamente Theo nunca estaba donde debería, de manera que no se había molestado en llamar a su despacho. Confiaba en que su insinuación era suficiente para que alguien, incluso con la limitada capacidad mental de Mary Ellis, captara el mensaje y le diera palique. Pero no fue así. Mary Ellis siguió muda.