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– Señora Shaw… -El tono de Mary era cauteloso-. ¿No cree que un descanso…? Podemos sentarnos bajo aquel tilo. Le traeré algo de beber.

– ¡Tonterías! -Agatha descubrió que apenas podía pronunciar la palabra-. Quiero… ver… tenis.

– Por favor, señora Shaw. Tiene la cara como la raíz de una remolacha. Tengo miedo de que…

– ¡Bah! ¡Tienes miedo!

Agatha intentó reír, pero le salió una tos. ¿Por qué la pista de tenis parecía tan distante como la primera vez que la había visto? Tenía la impresión de que llevaban horas caminando, kilómetros, y su destino fluctuaba como un espejismo, ni un centímetro más cerca. ¿Cómo era posible? Se arrastraba hacia adelante, arrastraba su bastón, arrastraba su pierna, y tenía la sensación de que estaban tirando de ella primero hacia atrás, y luego hacia abajo, como un gran peso que se hundiera.

– Me estás… retrasando… -jadeó-. Maldita… muchacha. Me obligas a ir despacio, ¿verdad?

– No, señora Shaw -dijo Mary, con voz más aguda y asustada-. Señora Shaw, no la tengo cogida de ningún sitio. ¿No quiere descansar, por favor? Iré a buscar una silla, y una sombrilla para protegerla del sol.

– Tonterías…

Agatha desechó sus ofrecimientos con un débil ademán. Reparó en que había dejado de moverse por completo. De hecho, daba la impresión de que era la tierra lo que se movía. La pista de tenis retrocedió en la distancia y pareció fundirse con el lejano Wade, que se extendía en forma de caballo encabritado verde al otro lado del canal de Balford.

Algo le dijo que Mary Ellis estaba hablando, pero no oía sus palabras. Descubrió que se le caía la cabeza, que el mareo experimentado antes en la biblioteca, después de levantarse, se estrellaba contra ella como una corriente. Y aunque quiso pedir ayuda, o al menos pronunciar el nombre de su acompañante, sólo un gruñido surgió de su boca. Un brazo y una pierna se habían transformado en anclas demasiado pesadas para arrastrarlas.

Oyó un grito procedente de alguna parte.

El sol la abrasaba sin piedad.

El cielo se tiñó de blanco.

– ¡Aggie! -gritó Lewis.

– ¿Mamá? -dijo Lawrence.

Su visión se redujo a la punta de un alfiler antes de desplomarse.

Trevor Ruddock había conseguido llenar la habitación del suficiente humo de cigarrillos para que Barbara casi no necesitara encender uno. Cuando se reunió con él, le vio a través de una neblina gris sentado a la mesa de metal negro, y un círculo de colillas rodeaba la silla. Le habían facilitado un cenicero, pero al parecer había necesitado dejar claro que le bastaba con el suelo para tirar las colillas y la ceniza.

– ¿Has tenido bastante tiempo para pensar? -le preguntó Barbara.

– Quiero hacer una llamada telefónica.

– ¿Para que venga un abogado? Una curiosa solicitud, viniendo de alguien que afirma no tener ninguna relación con el asesinato de Querashi.

– Quiero hacer la llamada.

– Bien. La harás en mi presencia, desde luego.

– No he de…

– Te equivocas.

No tenía ninguna intención de conceder a Trevor Ruddock la menor oportunidad de preparar una coartada. Como ya lo había probado con Rachel Winfíeld, su coeficiente de honestidad dejaba bastante que desear.

Trevor frunció el entrecejo.

– Admití que había robado en la fábrica, ¿no? Le dije que Querashi me despidió. Le conté todo lo que sabía sobre ese tipo. ¿Lo habría hecho, si me lo hubiera cargado?

– He estado pensando en eso -admitió Barbara.

Se sentó también a la mesa. La habitación carecía de ventilación, de modo que parecía una sauna, y el aire ardía cuando lo aspiró. El humo residual facilitado por Trevor no contribuía a mejorar la situación, por lo cual decidió que lo mejor era imitarle. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

– Esta mañana he hablado con Rachel.

– Lo sé -fue la respuesta de Trevor-. Si ha venido a por mí, es porque habló con ella. Le habrá dicho que nos separamos a las diez. De acuerdo. Nos separamos a las diez. Ahora ya lo sabe.

– Exacto. Lo sé. Pero me dijo otra cosa, que no he relacionado hasta que te negaste a decirme qué hiciste el viernes por la noche cuando ella se marchó. Y cuando relacioné lo que me dijo con lo que tú me contaste sobre Querashi, y combiné esos dos datos con tu actividad secreta del viernes por la noche, obtuve una sola posibilidad. De eso hemos de hablar, tú y yo.

– ¿De qué?

Parecía a la defensiva. Mordisqueó su índice y escupió un fragmento de piel.

– ¿Has mantenido relaciones sexuales con Rachel?

El joven alzó la barbilla, en parte desafiante, en parte avergonzado.

– Y si lo he hecho, ¿qué? ¿Dijo que se había negado, o algo por el estilo? Porque si dijo eso, mi memoria me dice algo diferente.

– Responde a la pregunta, Trevor. ¿Has mantenido relaciones sexuales con Rachel?

– Montones de veces. Cuando la llamo y digo qué día y a qué hora, acude corriendo. Y si esa noche tiene plan, lo cambia. Está muy colgada de mí. -Frunció el entrecejo afeitado-. ¿Le ha dicho otra cosa?

– Estoy hablando de relaciones sexuales sin ropa -aclaró Barbara, sin hacer caso de sus otros comentarios-. Mejor dicho, relaciones sexuales sin ropa interior.

Trevor mordisqueó el dedo de nuevo y la examinó.

– ¿De qué está hablando?

– Creo que ya lo sabes. ¿Has tenido relaciones vaginales con Rachel?

– Hay muchas formas de follar. No hay por qué hacerlo durar, como los pensionistas.

– De acuerdo, pero no has contestado exactamente a mi pregunta, ¿verdad? Lo que quiero saber es si has estado alguna vez dentro de la vagina de Rachel. Sentado, de pie, arrodillado o montado sobre un potro saltarín. Me da igual cómo. Sólo el acto en sí.

– Lo hemos hecho. Sí. Como usted ha dicho. Hemos hecho el acto. Ella disfruta lo suyo y yo lo mío.

– Con tu pene dentro de su vagina.

Trevor cogió el paquete de cigarrillos.

– Mierda. ¿Qué es esto? Ya se lo he dicho. ¿Le dijo que la había violado?

– No. Dijo algo un poco más intrigante. Dijo que en vuestras relaciones sexuales sólo disfrutaba uno. Tú no hacías nada, excepto dejar que Rachel te soplara la flauta. ¿Es eso cierto, Trevor?

– ¡Ya está bien!

Sus orejas se habían teñido de púrpura. Barbara observó que, cuando la sangre latía en su yugular, la araña tatuada en el cuello parecía cobrar vida.

– Tú limpiabas la escopeta cada vez que estabais juntos -siguió Barbara-, pero Rachel no sacaba nada en limpio. Ni siquiera un saludo de pasada a las entretelas, ya me entiendes.

Trevor no lo negó, pero sus dedos estrujaron el paquete de cigarrillos.

– Por lo tanto, he llegado a la siguiente conclusión -dijo Bárbara-. O eres un patán redomado en lo tocante a las mujeres, convencido de que meterle la polla en la boca a una tía es como enviarla de cabeza al paraíso, o no te gustan mucho las mujeres, lo cual explicaría por qué las relaciones sexuales entre Rachel y tú se limitan a mamadas. ¿Cuál de las dos, Trevor? ¿Eres un patán o un marica camuflado?

– ¡No lo soy!

– ¿Qué no eres?

– ¡Ninguna de las dos cosas! Me gustan las chicas y yo les gusto a ellas. Si Rachel le ha dicho algo diferente…

– No estoy tan segura de eso.

– Puedo hablarle de chicas -afirmó con vehemencia Trevor-. Puedo hablarle de docenas y docenas de chicas. Cientos de chicas. La primera fue a los diez años, y puedo asegurarle que le gustó. Sí, no me tiro a Rachel Winfield. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. ¿Y qué? ¿Qué pasa? Es una foca repugnante, y sólo un ciego se la podría tirar. Y yo no lo soy, por si no se había dado cuenta.