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Yumn la observaba con una sonrisa astuta. Ardía en deseos de que Sahlah terminara la frase. Nada le gustaría más que oír el impacto de la palma de Muhannad contra la mejilla de su hermana menor. Pero Sahlah no le concedió ese placer. Se acercó a la cama y la miró, mientras Yumn se quitaba las prendas superiores.

– Quiero el aceite -ordenó-. El que huele a eucalipto. Y caliéntalo con las manos primero. No puedo soportarlo frío.

Sahlah se dispuso a obedecer, mientras Yumn se tendía de costado. Su cuerpo mostraba las huellas de los dos embarazos sucesivos. Sólo tenía veinticuatro años, pero sus pechos ya colgaban, y el segundo embarazo había dilatado su piel y añadido más peso a su cuerpo robusto. Dentro de otros cinco años, si persistía en su intención de producir crías anuales para el hermano de Sahlah, sería tan ancha como alta.

Sujetó la trenza sobre su cabeza con una horquilla que cogió de la mesilla de noche.

– Empieza -dijo.

Sahlah obedeció. Vertió el aceite en sus palmas y las frotó para entibiarlo. Detestaba la idea de tocar el cuerpo de la otra mujer, pero como esposa de su hermano mayor, Yumn podía exigir cosas a Sahlah y esperar que se llevaran a cabo sin la menor protesta.

El matrimonio de Sahlah habría abolido la tiranía de Yumn sobre ella, no sólo por el matrimonio en sí, sino porque el matrimonio habría rescatado a Sahlah de casa de su padre, y al mismo tiempo del yugo de Yumn. Y al contrario que Yumn, obligada a soportar y prestar obediencia a una suegra, pese a su carácter dominante, Sahlah habría vivido sola con Haytham, al menos hasta que empezara a traer parientes desde Pakistán. Todo eso estaba descartado. Era una prisionera, y todos los habitantes de la mansión de la Segunda Avenida, excepto sus dos sobrinos pequeños, eran sus carceleros.

– Eso es muy agradable -suspiró Yumn-. Quiero que mi piel brille. A tu hermano le gusta así, Sahlah. Le excita. Y cuando se excita… -Emitió una risita-. Hombres. Son como niños. Qué cosas exigen. Qué cosas desean. Nos pueden hacer tan desgraciadas, ¿verdad? Nos llenan de niños en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos un hijo, y antes de que cumpla seis semanas, su padre ya nos está montando de nuevo para tener otro. Es una suerte que hayas escapado de ese sino miserable, bahin.

Sus labios se curvaron, como divertida por algo que sólo ella sabía.

Sahlah adivinó, como Yumn pretendía, que no sentía la menor pena por su suerte. Antes al contrario, alardeaba de su capacidad de reproducción y de cómo la utilizaba: para conseguir lo que deseaba, para hacer lo que le daba la gana, para manipular, engatusar, sonsacar y exigir. ¿Cómo era posible que sus padres hubieran elegido aquella esposa para su hijo único?, se preguntó Sahlah. Si bien era cierto que el padre de Yumn tenía dinero, y la generosa dote había contribuido a sufragar muchas mejoras en los negocios de la familia Malik, debía de haber otras mujeres más adecuadas disponibles cuando los Malik habían decidido que ya era hora de buscar esposa para Muhannad. ¿Cómo podía tocar Muhannad a aquella mujer? Su piel parecía pasta, y su olor era acre.

– Dime, Sahlah -murmuró Yumn, y cerró los ojos complacida, mientras los dedos de Sahlah masajeaban sus músculos-, ¿estás contenta? Puedes decirme la verdad. No le contaré nada a Muhannad.

– ¿Contenta por qué?

Sahlah cogió más aceite y lo vertió en su palma.

– Por haber escapado a tu deber: dar hijos a un marido y nietos a tus padres.

– No he pensado en dar nietos a mis padres -dijo Sahlah-. Para eso ya estás tú.

Yumn lanzó una risita.

– No acabo de creer que hayan pasado tantos meses desde el nacimiento de Bishr sin haber concebido otro. Basta con que Muhannad me toque, y a la mañana siguiente ya estoy embarazada. Y qué hijos tenemos tu hermano y yo. Muhannad es un hombre como no hay otro.

Yumn se dio la vuelta. Sujetó y levantó sus pesados pechos. Sus pezones eran del tamaño de platillos, tan oscuros como las caparrosas que se recogían en el Nez.

– Contempla el efecto de un embarazo en el cuerpo de una mujer, bahin. Tienes la suerte de seguir delgada e intocada, de haber escapado a esto. -Hizo un ademán desganado-. Mírate. Ni varices, ni piel distendida, ni hinchazones, ni dolores. Tan virginal, Sahlah. Tu aspecto es tan encantador que me pregunto si deseabas casarte. Yo diría que no. No querías tener nada que ver con Haytham Querashi. ¿Me equivoco?

Sahlah se obligó a sostener la mirada de su cuñada. Su corazón latía como si enviara sangre a su cara.

– ¿Quieres que continúe con el aceite, o ya tienes suficiente? -preguntó.

Yumn sonrió con su acostumbrada lentitud.

– ¿Suficiente? -repitió-. Oh, no, bahin. Aún no.

Agatha Shaw vio desde la ventana de la biblioteca que su nieto bajaba del BMW. Consultó su reloj. Llegaba media hora tarde. Eso no le gustó. Los hombres de negocios debían ser puntuales, y si Theo quería que Balford-le-Nez le tomara en serio como sucesor de Agatha y Lewis Shaw y, en consecuencia, le considerara una persona digna de confianza, tendría que aprender la importancia de llevar reloj de pulsera en lugar de aquella ridícula pulsera. Una cursilada horripilante. Cuando ella tenía su edad, si un hombre de veintiséis años hubiera llevado un brazalete, se habría enfrentado a una denuncia en que la palabra «sodomita» se habría empleado con mucha más frecuencia de la deseable.

Agatha se puso al lado del alféizar de la ventana, con el fin de que las cortinas la ocultaran. Examinó a Theo mientras se acercaba. Había días en que el joven la ponía de los nervios, y aquél era uno de ellos. Se parecía demasiado a su madre. El mismo cabello rubio, la misma piel clara que se cubría de pecas en verano, la misma constitución atlética. Ella, gracias a Dios, había ido a recibir la recompensa que el Todopoderoso reservaba a los putones escandinavos que perdían el control de su coche y se mataban, liquidando de paso a su marido. No obstante, la presencia de Theo en la vida de su abuela servía siempre para recordarle que había perdido dos veces a su hijo menor y más querido: la primera vez por culpa de un matrimonio que le valió ser desheredado, y la segunda con el accidente de coche que la dejó a ella, Agatha, a cargo de dos chicos indisciplinados menores de diez años.

Mientras Theo se aproximaba a la casa, Agatha reflexionó sobre todos los aspectos del joven que merecían su desaprobación. Usaba ropas impropias de su posición. Prefería prendas holgadas y cómodas: chaquetas con hombreras, camisas sin cuello, pantalones fruncidos. Y siempre en tonos pastel, cervato o ante. Llevaba sandalias más que zapatos. Si se ponía calcetines era siempre una cuestión aleatoria. Por si esto no fuera suficiente para impedir que inversores en potencia le tomaran en serio, desde la noche de la muerte de su madre se había empeñado en llevar su execrable cadenita de oro con una cruz, uno de esos horribles y macabros adornos católicos con un diminuto cuerpo crucificado sobre ella. Justo el detalle que reclamaba a gritos la atención de un inversor, cuando en cambio intentaba convencerle de que invirtiera su dinero en la restauración, renovación y renacimiento de Balford-le-Nez.

Fue inútil decirle a Theo cómo debía vestir, cómo debía comportarse o cómo debía hablar cuando presentara el plan Shaw para la reurbanización de la ciudad. «La gente cree en el proyecto o no, abuela», fue la forma en que recibió sus sugerencias.

El hecho de que se hubiera visto forzada a hacer sugerencias también la ponía de los nervios. Era su proyecto. Era su sueño. Había sido elegida concejala del ayuntamiento de Baldford durante cuatro legislaturas consecutivas, impulsada por la fuerza de sus sueños de futuro, y era enfurecedor que ahora, debido a la ruptura de un solo e impertinente vaso sanguíneo de su cerebro, tuviera que retirarse para recuperar sus energías, permitiendo que el tonto y relamido de su nieto hablara por ella. Sólo pensar en ello era suficiente para provocar otro ataque, de modo que se esforzaba por evitarlo.