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– Siempre ha sido muy activa -dijo Theo-. Tenis, navegación, equitación. Practicaba todo eso hasta el primer ataque.

– Humm. Sí. Puede agradecerlo. Pero la vida es algo más que mantener el cuerpo en forma. También hay que mantener en forma el corazón y el alma. Lo hará gracias a usted. No está sola en el mundo. Tiene una familia, y la familia proporciona a la gente una razón para seguir adelante. -El médico emitió una risita antes de formular sus últimas preguntas, tan seguro estaba de la contestación-. No estarás pensando en ir a alguna parte, ¿verdad, Theo? ¿No planearás una expedición a África, o un viaje a Marte?

Se hizo el silencio. Agatha oyó el pitido de los monitores a los que estaba conectada. Farfullaban y siseaban fuera de su vista, por encima de su cabeza.

Quería decir a Theo que se situara donde pudiera verle. Deseaba decirle cuánto le quería. Sabía que el amor era un disparate, una estupidez. Era una insensatez y una ilusión que sólo lograba herir y desgastar a la gente. De hecho, era una palabra que nunca había utilizado en su vida. Pero ahora, quería decirla.

Necesitaba tocarle y abrazarle. Sentía el deseo en sus brazos y en las yemas de los dedos. Siempre había pensado que el tacto servía para la disciplina. ¿Cómo no había entendido que servía para forjar vínculos?

El doctor lanzó otra risita, pero esta vez sonó forzada.

– Santo Dios, no pongas esa cara, Theo. No eres un experto en la materia y no tendrás que rehabilitar solo a tu abuela. Lo importante es tu presencia en su vida. Es la continuidad. Eso se lo puedes dar.

Theo se acercó lo suficiente para que lo viera. La miró a los ojos, y los suyos parecían nublados. De hecho estaban igual que cuando ella había llegado a aquel asilo para niños, impregnado de olor a orina, adonde Stephen y él habían sido conducidos después de la muerte de sus padres. «Vámonos», les había dicho y cuando tendió la mano a los dos, Stephen se alejó de ella, pero Theo la retuvo por el cinturón de su falda y dijo:

– Me quedaré a su lado. No me iré a ninguna parte.

Capítulo 19

Como oficial de enlace, Barbara llegó a un compromiso que todos los presentes aceptaron, más o menos a regañadientes. Emily había parado a la pequeña procesión ante la sala de interrogatorios, donde había informado a los dos hombres que su acceso a Fahd Kumhar sería sólo visual. Podrían comprobar su estado físico, pero sin preguntar nada. Aquellas normas básicas provocaron una inmediata discusión entre la inspectora y los paquistaníes, con Muhannad al frente, dejando de lado a su primo. Después de escuchar sus amenazas de «discrepancias inminentes de la comunidad», Barbara sugirió que Taymullah Azhar, un forastero que no era sospechoso de nada, actuara de intérprete. Fahad Kumhar escucharía sus derechos en inglés, Azhar traduciría todo lo que el hombre no entendiera, y Emily grabaría toda la conversación para el profesor Siddiqi de Londres. Esta solución serviría para cubrir todas las posibles manipulaciones que sucedieran en la habitación. Todos estuvieron de acuerdo en que era una alternativa mejor que entablar una pelea indefinida en el pasillo. El compromiso fue aceptado, como lo son la mayoría de compromisos: todo el mundo aceptó; a nadie le gustó.

Emily apoyó el hombro contra la vieja puerta de roble y entraron en la pequeña habitación. Fahd Kumhar estaba sentado en un rincón, lo más lejos posible del policía, vestido con pantalones cortos y camisa hawaiana, que le vigilaba. Estaba acurrucado en una silla como un conejo acorralado por sabuesos, y cuando vio a los recién llegados, su mirada se posó primero en Barbara y Emily, para luego desviarse hacia Azhar y Muhannad. Dio la impresión de que su cuerpo reaccionaba con voluntad propia. Sus pies ejercieron presión sobre el suelo de madera y obligó a la silla a retroceder más hacia el rincón. Miedo o huida, pensó Barbara.

Olió su pánico incipiente. El aire se hizo casi irrespirable debido al olor agrio a sudor masculino. Se preguntó cómo interpretarían los asiáticos el estado mental del hombre.

No tuvo que esperar mucho. Azhar cruzó la habitación y se acuclilló delante de la silla.

– Voy a presentarme -dijo, cuando Emily conectó la grabadora-. A mi primo también.

A continuación habló en urdu. Kumhar paseó la mirada entre Azhar y Muhannad, y luego la devolvió a Azhar, una indicación de que las presentaciones se habían hecho.

Cuando Kumhar lloriqueó, Azhar apoyó una mano sobre el brazo del hombre, que aún apretaba contra su pecho en una posición defensiva.

.-Le he dicho que vengo de Londres para ayudarle -tradujo Azhar. Volvió a hablar en su lengua nativa, y repitió en inglés tanto sus preguntas como las respuestas de Kumhar-. ¿Le han maltratado? -preguntó-. ¿Le ha tratado con rudeza la policía, señor Kumhar?

Emily intervino al instante.

– Ésas no fueron nuestras condiciones, y usted lo sabe, señor Azhar.

Muhannad le dirigió una mirada desdeñosa.

– No podemos decirle cuáles son sus derechos hasta saber cuántos han sido violados ya -dijo-. Fíjate en él, Azhar. Se está derritiendo como jalea. ¿Ves alguna contusión? Mira en sus muñecas y cuello.

El agente de guardia en la habitación se encrespó.

– Estaba muy tranquilo hasta que ustedes llegaron.

– Piense en su utilización del plural, agente -fue la respuesta de Muhannad-. No hemos entrado aquí sin la inspectora Barlow, ¿verdad?

Ante estos comentarios, Kumhar emitió un involuntario maullido. Dijo algo muy deprisa, pero no parecía que les hablara a ellos.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Emily.

Azhar apartó por la fuerza uno de los brazos de Kumhar de su pecho. Desabotonó los puños de su camisa de algodón y examinó las muñecas de una en una.

– Ha dicho «Protéjanme. No quiero morir» -tradujo Muhannad.

– Un momento -intervino Barbara, irritada-. Hemos llegado a un acuerdo, señor Malik.

– Y aquí se acaba -dijo al mismo tiempo Emily-. Fuera de aquí. Los dos. Ya.

– Primo -dijo Azhar, en tono molesto. Habló a Kumhar, y explicó a Barbara y Emily que estaba tranquilizando al hombre, en el sentido de explicarle que no debía temer nada de la policía, y de que la comunidad asiática velaría por su seguridad.

– Muy amable -comentó con acidez Emily-, pero han perdido su oportunidad. Quiero que se vayan. Agente, si puede ayudarnos…

El agente se levantó. Era enorme. Al verle, Barbara se preguntó si el miedo de Kumhar estaba relacionado con el hecho de estar encerrado con un hombre del tamaño y forma de un gorila.

– Inspectora -dijo Azhar-, le pido disculpas. En mi nombre y en el de mi primo. Como ve, el señor Kumhar está muerto de miedo, y sugiero que lo mejor para todos es informarle de sus derechos con suma claridad. Aunque le arranque una declaración, temo que» dado su estado actual, sería desechada por haber sido obtenida bajo condiciones extremas.

– Me arriesgaré -dijo Emily, y su tono de voz indicó lo poco que creía en su expresión de preocupación.

Pero Azhar tenía razón. Barbara buscó una forma de solucionar el problema, una solución que sirviera a la causa del mantenimiento de la paz en la comunidad, al tiempo que conseguía salvar la cara a todos los implicados. Pensó que lo mejor sería expulsar a Muhannad, pero sabía que la sola sugerencia encendería a Malik.

– Inspectora -dijo-. ¿Podríamos hablar un momento? -Emily y ella se alejaron hasta la puerta, sin dejar de vigilar a los paquistaníes-. No sacaremos nada en limpio de este tío -murmuró-, teniendo en cuenta su estado. O enviamos a buscar al profesor Siddiqi, para que le calme y le explique en qué situación legal se encuentra, o dejamos que Azhar, el señor Azhar, lo haga, con la condición de que Muhannad mantenga la boca cerrada. Si nos inclinamos por la primera alternativa, acabaremos mordiéndonos las uñas hasta que el profesor llegue, lo cual supondrá dos horas o más. Entretanto, Muhannad informará a su gente sobre el estado mental del señor Kumhar. Si nos decidimos por la segunda alternativa, tranquilizaremos a la comunidad musulmana, al tiempo que avanzaremos en la investigación.