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Emily frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.

– Dios, cómo odio rendirme a ese bastardo -dijo con los dientes apretados.

– Es por nuestro interés -dijo Barbara-. Sólo parece que nos rindamos.

Barbara sabía que tenía razón, pero también sabía que la antipatía de la inspectora hacia el paquistaní, combinada con todo lo que hacía Muhannad Malik por alentar esa antipatía, podía impulsarla a opinar lo contrarío. Emily se hallaba en una situación delicada. No podía permitirse aparentar debilidad, y tampoco podía correr el riesgo de añadir más leña al fuego.

La inspectora respiró hondo, y cuando habló parecía muy a disgusto con todo el procedimiento.

– Si nos garantiza el silencio de su primo durante el resto de esta entrevista, señor Azhar, puede informar al señor Kumhar de sus derechos.

Azhar asintió.

– ¿Primo? -dijo a Muhannad.

Muhannad agitó la cabeza en señal de aceptación, pero se situó de forma que el tembloroso asiático le viera bien, de pie con sus piernas enfundadas en dril separadas y los brazos cruzados, imponente como un guardián.

Por su parte, estaba claro que Fahd Kumhar no había seguido la acalorada discusión entre las policías y sus hermanos asiáticos. Continuaba en su posición encogida, y no sabía a quién mirar. Sus ojos saltaban de una persona a otra, con una celeridad sugerente de que no confiaba en nadie, pese a las palabras tranquilizadoras de Azhar.

Como Muhannad cumplió su parte del trato, pese a su falta de entusiasmo, Azhar pudo comunicar la información esencial a Kumhar.

¿Comprendía que le habían retenido para interrogarle sobre la muerte de Haytham Querashi?

Sí, sí, pero no tenía nada que ver con esa muerte, nada, ni siquiera conocía al señor Querashi.

¿Comprendía que tenía derecho a que un abogado estuviera presente cuando la policía le interrogara?

No conocía a ningún abogado, tenía sus papeles, todos estaban en orden, había intentado enseñarlos a la policía, nunca había conocido al señor Querashi.

¿Deseaba que llamaran a un abogado ahora?

Tenía mujer en Pakistán, tenía dos hijos, le necesitaban, necesitaban dinero para…

– Pregúntele por qué Haytham Querashi le extendió un cheque por cuatrocientas libras, si no se conocían -dijo Emily.

Barbara la miró, sorprendida. No pensaba que Emily esgrimiera una de sus cartas ocultas delante de los paquistaníes. En reacción a las palabras de Emily, vio que Muhannad entornaba los ojos, mientras digería aquella información antes de volver a mirar al hombre sentado en la silla.

La respuesta de Kumhar fue muy parecida. No conocía al señor Querashi. Tenía que haber algún error, tal vez otro Kumhar. Era un nombre bastante común.

– Por aquí no -replicó Emily-. Terminemos de una vez, señor Azhar. Está claro que el señor Kumhar necesita tiempo para reflexionar sobre su situación.

Pero algo que había dicho Kumhar despertó ecos en la mente de Barbara.

– No para de hablar de sus papeles -dijo-. Pregúntele si ha estado en tratos con una agencia llamada World Wide Tours, aquí o en Pakistán. Se especializa en inmigración.

Si Azhar reconoció el nombre por las llamadas que había hecho a Karachi en su nombre, no dio la menor indicación. Se limitó a traducir que Kumhar no sabía más sobre Wold Wide Tours que sobre Haytham Querashi.

En cuanto Azhar terminó de informar a Querashi sobre sus derechos legales, se levantó y alejó unos pasos de la silla. Ni siquiera esto relajó al joven. Kumhar había vuelto a su postura original, con los puños apretados debajo de la barbilla. Su rostro chorreaba sudor. La delgada camisa se pegaba a su cuerpo esquelético. Barbara observó que no llevaba calcetines debajo de sus pantalones negros, y la piel parecía en carne viva donde el pie se encontraba con el zapato. Azhar le examinó durante largo rato, y luego se volvió hacia Barbara y Emily.

– Harían bien en llamar a un médico para que le examine. De momento, es claramente incapaz de tomar una decisión racional sobre su representación legal.

– Gracias -dijo Emily, en un tono extremadamente cortés-. Habrá observado que no presenta hematomas. Habrá observado que un agente le vigila para impedir que se autolesione. Y ahora que ya conoce todos sus derechos…

– No lo sabremos hasta que él lo diga -interrumpió Muhannad.

– …, la sargento Havers les pondrá al corriente sobre la investigación, y luego podrán marcharse.

Emily continuó hablando como si no hubiera oído a Muhannad. Se volvió hacia la puerta, que el agente ya había abierto.

– Un momento, inspectora -dijo Azhar en voz baja-. Si no tiene cargos contra este hombre, sólo puede retenerle durante veinticuatro horas. Me gustaría decírselo.

– Hágalo -dijo Emily.

Azhar informó a Kumhar. La noticia no pareció tranquilizar a Kumhar. Su expresión era la misma que cuando habían entrado en la habitación.

– Dile también -habló Muhannad- que alguien de Jum'a vendrá a la comisaría a recogerle y acompañarle a casa transcurridas las veinticuatro horas. Y que estas agentes -dirigió una mirada cargada de intención a las policías- deberán tener un buen motivo para retenerle si no le liberan a tiempo.

Azhar miró a Emily, como si esperara una reacción o su permiso para transmitir la información. Emily cabeceó con brusquedad. Cuando Azhar habló, oyeron la palabra Jum'a, entre otras.

Ya en el pasillo, Emily dirigió su comentario final a Muhannad Malik.

– Confío en que transmita la información sobre el buen estado físico del señor Kumhar a las partes interesadas.

El mensaje era obvio: ella había cumplido su parte, y esperaba que Muhannad hiciera lo propio.

Dicho esto, les dejó en compañía de Barbara.

Cuando Emily subió al primer piso, la sangre hervía en sus venas por haber dejado que los dos paquistaníes le ganaran la mano en la entrevista con Fahd Kumhar. Entonces, recibió la noticia de que el superintendente Ferguson la esperaba al otro extremo de la línea telefónica. Belinda Warner transmitió el mensaje, justo cuando Emily estaba apunto de ir al lavabo.

– No estoy -contestó.

– Es la cuarta vez que llama desde las dos, inspectora -dijo Belinda con tono de cierta solidaridad.

– ¿De veras? Bien, alguien debería quitar el botón de repetición de llamada del teléfono de ese idiota. Hablaré con él cuando pueda, agente.

– ¿Qué le digo? Sabe que usted está en el edificio. Recepción se lo dijo.

La lealtad de recepción era algo maravilloso, pensó Emily.

– Dile que tenemos a un sospechoso, y que no puedo dedicar mi tiempo a interrogarle y a perder el tiempo discutiendo con el capullo de mi superintendente.

Sin decir nada más, abrió la puerta del retrete y entró. Abrió el agua del lavabo, sacó seis toallitas de papel del depósito y las puso bajo el chorro. Cuando estuvieron bien mojadas, las arrugó y las utilizó con vigor: en el cuello y el pecho, en las axilas, sobre la frente y las mejillas.

Caray, pensó, cómo odiaba al maldito asiático. Le había odiado desde la primera vez que lo vio, cuando eran adolescentes, el orgullo de sus padres con el futuro asegurado, al que podía acceder con sólo entrar. Mientras el resto del mundo tenía que luchar para abrirse paso en la vida, a Muhannad Malik le habían regalado la vida. ¿Se daba cuenta? ¿Era mínimamente consciente? Claro que no. La gente a quien presentaban la vida en una bandeja de plata carecía de la perspectiva necesaria para saber lo afortunada que era.