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Kreuzhage le aseguró que lo haría. Barbara colgó. Pasó un momento sentada en la cama, y dejó que la horrorosa colcha absorbiera un poco de sudor de sus piernas. Cuando pensó que había reunido las fuerzas suficientes, fue a la ducha y se quedó un rato bajo ella, demasiado acalorada como para poder atacar su acostumbrado repertorio de clásicos del rock and roll.

Capítulo 20

Después de cenar, Barbara terminó en el parque de atracciones, pero sólo porque Hadiyyah la había invitado.

– Has de venir con nosotros, Barbara -había anunciado la niña, a su manera generosa e impulsiva-. Papá y yo vamos al parque de atracciones, y has de venir con nosotros. ¿Verdad, papá? Será mucho más divertido si ella viene.

Estiró el cuello para ver a su padre, que había escuchado la invitación con seriedad. Eran los últimos comensales de la noche, y estaban a punto de terminar su sorbet-du-jour. Aquella noche tocaba de limón, y lo habían consumido a toda prisa, antes de que se derritiera. Hadiyyah había agitado en el aire la cuchara mientras hablaba, y gotas de limón habían caído sobre el mantel de la mesa.

Barbara habría preferido sentarse a descansar en el jardín. Mezclarse con los malolientes buscadores de placeres del parque de atracciones, y añadir una capa más de sudor a las anteriores, eran actividades de las que habría podido pasar sin problemas. Sin embargo, Azhar se había mostrado preocupado durante toda la cena, de forma que su hija había llevado todo el peso de la conversación, y sin límites ni censuras. Era un comportamiento tan impropio de él, que Barbara lo relacionó con la partida de Muhannad Malik del hotel Burnt House y la conversación que habían mantenido los dos hombres en el aparcamiento. En consecuencia, tenía ganas de acompañar a Azhar y a su hija al parque de atracciones, aunque sólo fuera para averiguar lo que había pasado entre el hombre y su primo.

Se encontró en el parque a las diez, empujada por masas de adoradores del sol, asaltada por los olores mezclados de lociones, sudor, pescado frito, hamburguesas y palomitas de maíz. El ruido era todavía más ensordecedor de noche que de día, tal vez porque los encargados de las atracciones buscaban atraer como fuera a los clientes antes de la hora de cierre. Eso quería decir que gritaban para llamar la atención, con el propósito de persuadir a los visitantes, y para ello teman que hacerse oír por encima del volumen del órgano de vapor, así como de los silbidos, campanas y explosiones mecánicas del salón recreativo.

Hadiyyah les guió hasta el salón, cogiendo a cada uno de la mano.

– ¡Qué divertido, qué divertido! -cantaba, sin darse cuenta del silencio que reinaba entre su padre y su amiga.

A cada lado, masas relucientes se agolpaban alrededor de las máquinas de vídeo y los billares romanos. Niños pequeños corrían entre las máquinas tragaperras, sin dejar de chillar y reír. Una multitud de adolescentes conducía coches de realidad virtual, acompañados por los grititos de admiración de sus amigas. Una hilera de señoras mayores jugaba al bingo tras un mostrador, mientras un hombre vestido de payaso, cuyo maquillaje había sufrido las consecuencias del implacable calor, voceaba los números por un micrófono. Barbara observó que no había ningún asiático en el salón recreativo.

Por su parte, Hadiyyah parecía no darse cuenta de nada: el ruido, los olores, la temperatura, la muchedumbre, ser uno de los dos miembros de una minoría evidente. Se soltó de Barbara y de su padre, y bailoteó de un lado a otro.

– ¡La grúa! -graznó-. ¡Papá, la grúa!

Corrió en dirección a aquella atracción en particular.

Cuando la alcanzaron, tenía la nariz apretada contra el cristal del tanque y estudiaba su contenido. Estaba lleno de peluches: cerdos rosa, vacas moteadas, jirafas, leones y elefantes.

– Jirafa. Jirafa -cantó, y apuntó con el dedo al animal que deseaba-. ¿Puedes conseguir la jirafa, papá? Es muy bueno en esto, Barbara. Ya lo verás. -Giró sobre un pie y cogió el brazo de su padre. Le arrastró hacia la máquina-. Y después de conseguir una jirafa para mí, has de conseguir algo para Barbara. Un elefante, papá. ¿Te acuerdas de aquel elefante que ganaste para mamá? ¿Recuerdas que le saqué lo de dentro? No quería hacerlo, Barbara. Sólo tenía cinco años, y estaba jugando a veterinarios con él. Era necesario operarle, pero perdió el relleno cuando lo abrí. Mamá se puso muy furiosa. Gritó y gritó. ¿Verdad, papá?

Azhar no contestó. En cambio, aplicó sus esfuerzos y su atención a la grúa. Lo hizo como Barbara suponía: con la concentración solemne que dedicaba a todo. Falló la primera vez, y también la segunda, pero ni su hija ni él perdieron la confianza.

– Sólo está practicando -informó Hadiyyah a Barbara con tono confidencial-. Siempre practica antes. ¿Verdad, papá?

Azhar no contestó. Al tercer intento, situó la grúa con rapidez, dejó caer el gancho con pericia y atrapó la jirafa que su hija quería. Hadiyyah gritó de alegría y se apoderó del animal para estrecharlo entre sus brazos, como si le hubieran regalado la única cosa que había deseado durante sus ocho cortos años.

– ¡Gracias, gracias! -gritó, y abrazó a su padre por la cintura-. Será mi recuerdo de Balford. Así me acordaré de lo bien que pasamos nuestras vacaciones. Prueba otro. Por favor, papá. Prueba a coger un elefante para Barbara.

– En otra ocasión, nena -se apresuró a decir Barbara. La idea de que Azhar le regalara un animal de peluche se le antojaba desconcertante-. No vamos a gastarnos la pasta en un único sitio, ¿verdad? Vamos al billar romano, o al tiovivo.

La cara de Hadiyyah se iluminó. Salió disparada, abriéndose paso entre la multitud en dirección a la puerta. Tuvo que pasar entre los coches de carreras de realidad virtual, y en sus prisas, se abrió camino a empujones entre el grupo que los rodeaba.

Sucedió muy deprisa, demasiado para ver si lo ocurrido era un mero accidente o un acto intencionado. Nada más desaparecer en la masa de cuerpos adolescentes semidesnudos, Hadiyyah cayó al suelo.

Alguien lanzó una carcajada, un sonido apenas discernible por encima de los ruidos del salón recreativo, pero lo bastante fuerte para que Barbara la oyera, y se lanzó al interior del grupo sin pensarlo dos veces.

– Mierda de paquis -estaba diciendo alguien.

– Fíjate en ese vestido.

– Un Oxfam especial.

– Se cree que la reina va a recibirla.

Barbara agarró la camiseta del chico más cercano. La retorció en su mano y tiró de ella hasta que lo tuvo a menos de cinco centímetros de su cara.

– Parece que mi pequeña amiga ha tropezado con algo -dijo con suavidad-. Estoy segura de que alguno de estos caballeros querrán ayudarla, ¿verdad?

– Vete a tomar por culo, puta -fue la sucinta respuesta.

– Ni en tus sueños.

– Barbara.

Azhar habló detrás de ella, con el tono razonable de siempre.

Delante de ella, Hadiyyah estaba procurando ponerse de rodillas entre las Doc Martens, sandalias y bambas que la rodeaban. Al caer, se había manchado el vestido de seda, y una costura se había roto debajo del brazo. Más que nada, parecía sorprendida. Paseó la vista a su alrededor, con expresión perpleja.

Barbara asió con más firmeza la camiseta del muchacho.

– Piénsalo otra vez, gilipollas -dijo en voz baja-. He dicho que mi pequeña amiga necesita ayuda.

– Déjala que hable, Sean -aconsejó alguien a su izquierda-. Ellos son dos y nosotros diez.

– Exacto -contestó Barbara con placidez, pero habló a Sean y no a su consejero-. Pero imagino que ninguno de vosotros lleva esto.

Rebuscó en el bolso con la mano libre hasta encontrar su tarjeta de identificación. La abrió y agitó ante la cara de Sean. Estaba demasiado cerca para que pudiera leerla, pero Barbara tampoco quería que lo hiciera.

– Ayúdala a levantarse -ordenó.

– Yo no le he hecho nada.