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– Barbara.

Era Azhar otra vez.

Le vio por el rabillo del ojo. Se estaba acercando a Hadiyyah.

– Déjala -dijo Barbara-. Uno de estos jóvenes patanes -otro tirón a la camiseta- va a demostrar que puede ser un caballero. ¿No es verdad, Sean? Porque si uno de estos jóvenes patanes -un tirón aún más salvaje a la camiseta- no demuestra lo que hay que demostrar, todos ellos tendrán que telefonear a papá y mamá desde la comisaría.

Azhar no hizo caso de las palabras de Barbara. Ayudó a su hija a ponerse en pie. Los adolescentes le dejaron todo el espacio posible.

– No te has hecho daño, ¿verdad, Hadiyyah?

Cogió la jirafa, que había resbalado de sus manos al caer.

– ¡Oh, no! -sollozó la niña-. Se ha estropeado.

Barbara vio que la jirafa estaba manchada de ketchup. Alguien la había aplastado con el pie.

Un chico soltó una risita burlona, pero Barbara no pudo verle.

– Esto tiene fácil solución -dijo Azhar, antes de que Barbara pudiera encargarse del fanfarrón. Tuvo la impresión de que no se refería a la posible reparación del juguete. Se abrió paso hasta salir del grupo, con Hadiyyah delante de él, las manos apoyadas sobre los hombros de su hija.

Barbara se fijó en el aspecto abatido de la niña. Tuvo ganas de dar un cabezazo a Sean y hundirle la rodilla en los huevos, pero le soltó y se secó la mano en los pantalones.

– Hace falta ser muy hijo de puta para meterse con una niña de ocho años -dijo-. ¿Por qué no os vais a celebrar la hazaña a otra parte?

Siguió a Azhar y a su hija hasta salir del salón recreativo. Por un momento no les vio, porque el número de buscadores de placeres parecía haber crecido. Estaba rodeada por una masa de pantalones de cuero negros, pendientes de botón, aros, collares y cadenas. Tuvo la impresión de haber irrumpido en una convención de sadomasoquistas.

Entonces, vio a sus amigos. Estaban a su derecha. Azhar guiaba a su hija hasta la parte situada al aire libre del parque. Se reunió con ellos.

– … manifestación del miedo de la gente -estaba explicando Azhar a la cabeza gacha de su hija-. La gente tiene miedo de lo qué no entiende, Hadiyyah. El miedo impulsa sus actos.

– Yo no quería hacerles daño -dijo Hadiyyah-. Además, soy demasiado pequeña para hacerles daño.

– Ah, pero ellos no tienen miedo de que les hagan daño, khushi. Tienen miedo de que les conozcan. Aquí está Barbara. ¿Continuamos nuestra velada? Permitir que un grupo de extraños decida si vamos a divertirnos durante nuestro paseo me parece poco recomendable.

Hadiyyah alzó la cabeza. Barbara sintió una opresión en el pecho al ver la carita desolada de la niña.

– Creo que aquellos aviones nos están llamando, nena -dijo, y señaló una atracción cercana: diminutos aviones que se alzaban y caían alrededor de un eje central-. ¿Qué te parece?

Hadiyyah contempló los aviones un momento. Cargaba con su jirafa manchada y aplastada, pero se la pasó a su padre y enderezó los hombros.

– Los aviones me gustan mucho -dijo.

La miraban cuando no podían subir con ella. Algunas atracciones eran sólo para niños: los jeeps del ejército en miniatura, los helicópteros y los aviones. Otras aceptaban a ocupantes adultos, y subieron los tres juntos en la «ola», la noria y las montañas rusas, y en todo momento consiguieron superar la decepción y él abatimiento. No fue hasta que Hadiyyah insistió en subir tres veces seguidas a los veleros en miniatura («Me ponen el estómago como una coctelera», explicó Barbara), que tuvo una oportunidad de hablar a solas con Azhar.

– Lamento lo sucedido -dijo. Azhar sacó sus cigarrillos y le ofreció uno. Ella aceptó. Azhar encendió los dos-. Vaya mierda. Durante sus vacaciones y todo eso.

– Me gustaría protegerla de todas las penas. -Azhar miró a su hija y sonrió al oír sus carcajadas, mientras la ola simulada subía y bajaba debajo de su barco diminuto-. Es el deseo de todos los padres, ¿no? Es un deseo razonable e imposible de alcanzar, al mismo tiempo. -Se llevó el cigarrillo a los labios y mantuvo los ojos fijos en Hadiyyah-. No obstante, gracias.

– ¿Por?

El hombre desvió la cabeza en dirección al salón recreativo.

– Por acudir en su ayuda. Te portaste bien.

– Puta mierda, Azhar. Es la mejor. Me gusta. La quiero. ¿Qué cono esperabas que hiciera? Si hubiera dependido de mí, no habríamos salido de ese lugar como tres mansos destinados a heredar la tierra, créeme.

Azhar volvió la cabeza hacia Barbara.

– Es un placer conocerla, sargento Havers.

Barbara sintió que la cara le ardía.

– Sí. Bien -dijo.

Confusa, dio una calada al cigarrillo y fingió examinar las cabanas de la playa, medio iluminadas por farolas, que tenían forma de lámparas de gas antiguas. Pese al calor de la noche, la mayoría de las cabanas estaban cerradas, pues sus ocupantes diurnos se habían recogido ya en los hoteles y casas donde pasaban sus noches de vacaciones.

– Siento lo del hotel, Azhar -dijo-. Lo de Muhannad. Vi el Thunderbird cuando entré en el aparcamiento. Pensé que podría subir a mi habitación sin que me viera. Estaba desesperada por una ducha, de lo contrario me habría tomado algo fresco en un pub. Es lo que tendría que haber hecho.

– Era inevitable que mi primo se enterara de que nos conocíamos -dijo Azhar-. Tendría que habérselo dicho al principio. Eso ha provocado que se cuestionara mi compromiso para con nuestro pueblo. Con mucha razón.

– Parecía muy cabreado cuando salió del hotel. ¿Cómo se lo explicaste?

– Como tú me lo explicaste a mí. Le dije que la inspectora Barlow había solicitado tu presencia, y que te había sorprendido tanto como a mí encontrarte implicada en una situación en la que un miembro de la oposición es alguien a quien conoces.

Barbara notó que la estaba mirando, y el calor de su cara aumentó. Se alegraba de que la atracción proyectara sombras. Al menos, la salvaba del escrutinio al que Azhar la estaba sometiendo.

Experimentó un tremendo impulso de contarle la verdad, pero en aquel momento ignoraba cuál era la auténtica verdad. Daba la impresión de que había perdido el control sobre ella en algún momento de los últimos días. Tampoco podía identificar en qué momento los hechos se habían vestido con unas prendas tan resbaladizas. Quería ofrecerle algo a cambio de las mentiras que le había dicho, pero como él había comentado, Azhar y ella representaban a fuerzas opuestas.

– ¿Cómo se tomó Muhannad la información? -preguntó.

– Mi primo tiene un carácter fuerte -contestó Azhar. Tiró la ceniza del cigarrillo-. Ve enemigos por todas partes. Fue fácil llegar a la conclusión de que la cautela que he intentado introducir en nuestras conversaciones es la prueba de mi duplicidad. Se siente traicionado por uno de los suyos, y la situación entre nosotros se ha puesto difícil. Sin embargo, no deja de ser razonable. El engaño es el único pecado en una relación que a la gente le resulta casi imposible perdonar.

Barbara experimentó la sensación de que estaba manipulando su conciencia como quien toca un vio-lín. Para aplacar las punzadas de culpa y deseo de absolución, siguió centrando la conversación en su primo.

– No le engañaste por motivos retorcidos, Azhar. Joder, no les has engañado para nada. No te preguntó si me conocías, ¿verdad? ¿Por qué debías proporcionarle la información sin más?

– Un punto que a Muhannad le cuesta aceptar en este momento. En consecuencia -le dirigió una mirada de disculpa-, puede que mi utilidad para mi primo haya llegado a su fin. Y la tuya para la inspectora Barlow también.

Barbara comprendió al instante qué estaba insinuando.

– Puta mierda, ¿estás diciendo que Muhannad contará a Emily lo nuestro? -Sintió que su rostro se inflamaba una vez más-. No quiero decir lo nuestro. No hay nada. Ya sabes a qué…

El hombre sonrió.

– Es imposible saber qué hará Muhannad, Barbara. Casi siempre es muy reservado. Hasta este último fin de semana, hacía casi diez años que no le veía, pero de adolescente era muy parecido.