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Barbara meditó sobre sus palabras, en especial sobre la reserva de Muhannad, relacionada con la entrevista de la tarde con Fahd Kumhar.

– Azhar, en cuanto a la entrevista de hoy, la de la celda…

Azhar tiró su cigarrillo al suelo y lo aplastó. La atracción estaba a punto de terminar. Hadiyyah pidió un último viaje. Su padre asintió, dio un billete al operario y miró a su hija cuando se hizo a la mar de nuevo.

– ¿La entrevista? -preguntó.

– Con Fahd Kumhar. Si Muhannad es tan reservado como dices, ¿existe alguna posibilidad de que ya conociera a ese tío? Antes de que entrara en la celda, quiero decir.

Al instante, una expresión cautelosa apareció en el rostro de Azhar, y dio la impresión de que no deseaba seguir hablando. Ojalá hubiera estado su primo con ellos en aquel momento, pensó Barbara, porque la expresión de Azhar demostraba sin la menor duda a quién reservaba su lealtad.

– Te lo pregunto porque la reacción de Kumhar fue muy exagerada. Lo más lógico era pensar que veros a ti y a Muhannad le tranquilizaría, pero no fue así. Se puso como una moto, ¿no?

– Ah -dijo Azhar-. Es un problema de clase, Barbara. La reacción del señor Kumhar (consternación, servilismo, angustia) es un producto de la cultura. Cuando oyó el apellido de mi primo, reconoció a un miembro de un grupo económico y social superior al suyo. Su apellido, Kumhar, es lo que nosotros llamamos Kami, la casta artesana de jornaleros, carpinteros, alfareros y demás. El apellido de mi primo, Malik, indica que es miembro del grupo de terratenientes de nuestra sociedad.

– ¿Quieres decir que gimoteaba de aquella manera por culpa del apellido de alguien? -Barbara consideraba increíble la explicación-. Puta mierda, Azhar. Esto es Inglaterra, no Pakistán.

– Por eso espero que me entiendas. La reacción del señor Kumhar no se diferenciaba mucho de la incomodidad de un inglés cuando está en presencia de un compatriota cuya pronunciación o elección de vocabulario revela su clase.

Maldito fuera el hombre. Era insufrible, consistentemente astuto.

– Perdonen.

La voz venía de detrás de ellos. Barbara y Azhar giraron en redondo y vieron a una chica en minifalda, con el pelo rubio largo hasta la cintura, que estaba junto a un cubo de basura. Llevaba una jirafa idéntica a la que Azhar había ganado antes para su hija, y trasladaba su peso de un pie al otro, mientras su mirada vagaba desde Azhar y Barbara hasta la atracción de los veleros.

– Les he estado buscando por todas partes -dijo-. Estaba con ellos. Quiero decir que estaba allí. Dentro. Cuando la niña… -Agachó la cabeza y examinó la jirafa antes de extenderla en su dirección-. ¿Querrán darle esto, por favor? No me gustaría que pensara… Se han portado mal. Son así.

Apretó el peluche contra la mano de Azhar, exhibió una sonrisa fugaz y volvió corriendo al grupo. Azhar la siguió con la mirada. Dijo unas palabras en voz baja.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Barbara.

– «No permitas que su conducta te ofenda» -dijo con una sonrisa, y movió la cabeza en dirección a la chica que se alejaba-. «No ofende a Alá.»

Hadiyyah no podía estar más contenta con su nueva jirafa. La apretaba contra su delgado pecho, con la cabeza del peluche protegida bajo su barbilla. De todos modos, se negó a desprenderse de la otra jirafa. La agarró con la otra mano.

– No es culpa suya que se haya manchado de ketchup -explicó, como si el peluche fuera un amigo personal-. Supongo que podremos lavarla. ¿Verdad, papá? Si el ketchup no se va, fingiremos que escapó de un león cuando era pequeña.

La inventiva de los niños, pensó Barbara.

Pasaron una hora más en el parque de atracciones: se perdieron en la Sala de los Espejos, se quedaron intrigados en la exposición de hologramas, encestaron pelotas, probaron suerte en el tiro con arco, decidieron qué querían imprimirse como recuerdo en sus camisetas. Hadiyyah se decantó por un girasol, Azhar eligió un tren a vapor (aunque Barbara no podía imaginarle vestido de otra forma que con sus inmaculadas camisas de hilo), y Barbara escogió un huevo roto en un terreno rocoso que había detrás de una pared, con la frase REVUELTO DE HUMPTY-DUMPTY escrita formando un arco sobre la imagen.

Hadiyyah suspiró de puro placer cuando se dirigieron hacia la salida. Las atracciones estaban empezando a cerrar y, como resultado, el ruido se había calmado y las multitudes habían decrecido de manera considerable. Quedaban sobre todo parejas, chicos y chicas que buscaban las sombras con tanto ahínco como antes habían buscado los juegos y las diversiones. Algunas parejas entrelazadas estaban apoyadas contra la barandilla del muelle. Algunas contemplaban las luces de Balford que bañaban la playa, algunas escuchaban el mar al estrellarse contra los pilotes, y algunas sólo estaban concentradas en sí mismas y en el placer que proporcionaban sus cuerpos entrelazados.

– Éste es el mejor lugar del mundo entero -anunció Hadiyyah, como si viviera un sueño-. Cuando sea mayor, pasaré todas mis vacaciones aquí. Tú vendrás conmigo, ¿verdad, Barbara? Porque seremos amigas para siempre. Papá vendrá con nosotros, y mamá también. Y esta vez, cuando papá gane un elefante para mamá, no lo abriré con un cuchillo sobre el suelo de la cocina. -Exhaló otro suspiro. Sus párpados empezaban a cerrarse-. Hemos de comprar postales, papá -añadió, y tropezó cuando no pudo levantar lo bastante el pie para dar un paso-. Hemos de enviar una postal a mamá.

Azhar se detuvo. Cogió las dos jirafas y se las dio a Barbara. Después, levantó a su hija, que le pasó las piernas alrededor de la cintura.

– Puedo andar -protestó débilmente-. No estoy cansada. Ni siquiera un poquito.

Azhar besó su cabeza. Por un momento, se quedó inmóvil con la niña en sus brazos, como embargado por una emoción que deseaba sentir, pero no exhibir.

Al observarle, Barbara se sintió invadida un instante por un deseo que no quiso identificar, y mucho menos experimentar. Jugueteó con la bolsa de plástico en que llevaba dobladas sus camisetas, guardó las dos jirafas en su interior y consideró necesario cambiar la posición del bolso que colgaba de su hombro. Fue un momento en que su armadura cotidiana de sorna e ironía le falló por completo. Allí, en el parque de atracciones, en compañía de un padre y su hija, las circunstancias sugerían que analizara los elementos que componían su vida privada.

Pero no era una mujer que aceptara tales sugerencias, así que miró a su alrededor, en busca de otra ocupación intelectual, sentimental y psicológica. La encontró sin dificultad: Trevor Ruddock caminaba en su dirección, recién salido del pabellón iluminado.

Vestía un mono azul cielo, una prenda tan impropia de él que sólo podía ser el uniforme del personal de mantenimiento y vigilancia del parque de atracciones, una vez cerraba. Pero no fue el mono lo que la impulsó a mirar al joven señor Ruddock con renovada atención. Al fin y al cabo, trabajaba en el parque. Lo habían soltado de la comisaría unas horas antes. Su presencia en Atracciones Shaw era normal, considerando la hora. Pero la abultada mochila que cargaba a la espalda era un accesorio menos que razonable para su atavío.

Como sus ojos tardaron unos momentos en adaptarse a la diferencia de luz entre el pabellón y el exterior, Trevor no vio a Barbara ni a sus acompañantes. Se encaminó a un cobertizo situado en la parte este del pabellón. Abrió con llave la puerta y desapareció en su interior.

Cuando Azhar siguió avanzando hacia la salida, Barbara apoyó una mano en su brazo.

– Espera -dijo.

El hombre siguió la dirección de su mirada, no vio nada y se volvió hacia ella, perplejo.

– ¿Qué…?

– Sólo quiero comprobar una cosa -contestó Barbara.

Al fin y al cabo, el cobertizo era un lugar perfecto para ocultar contrabando. Y Trevor Ruddock llevaba encima algo más que su cena. Al estar Balford tan cerca de Harwich y Parkeston… Era absurdo dejar pasar aquella oportunidad.