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Trevor salió (sans mochila, observó Barbara), empujando un carretón. Contenía escobas y cepillos, cubos y palas para recoger la basura, con una manguera arrollada y un surtido de botellas, latas y botes inidentificables. Detergentes y desinfectantes, concluyó Barbara. El mantenimiento de Atracciones Shaw era un asunto serio. Se preguntó un momento si la mochila de Trevor era un simple medio de transportar todos aquellos productos. Era una posibilidad. Sabía que sólo había una manera de averiguarlo.

Se alejó hacia el extremo del muelle, con la intención de entrar en el pabellón desde el futuro emplazamiento del restaurante. Barbara aprovechó la oportunidad. Cogió a Azhar por el codo y le condujo hacia el cobertizo. Probó la puerta, que Trevor había cerrado de golpe al salir. Descubrió que estaba de suerte. No había vuelto a cerrarla con llave.

Se metió dentro.

– Tú vigila -pidió a su amigo.

– ¿Qué vigile? -Azhar cambió el peso de Hadiyyah de un brazo a otro-. ¿Qué he de vigilar? Barbara, ¿qué estás haciendo?

– Sólo comprobar una teoría -dijo la sargento-. No tardaré ni un momento.

Azhar no habló más, y como ella no podía verle, supuso que estaba vigilando la aparición de alguien que se acercara al cobertizo con intención de entrar. Por su parte, pensó en lo que Helmut Kreuzhage le había dicho desde Hamburgo pocas horas antes: Haytham Querashi sospechaba que alguien llevaba a cabo actividades ilegales, que implicaban a Hamburgo y los puertos ingleses cercanos.

Tráfico de drogas era la actividad ilegal más lógica, pese a lo que el Kriminalhauptkommisar Kreuzhage había dicho para disuadirla en ese sentido. Producía mucho dinero, sobre todo si la droga era heroína. Pero una actividad ilegal que implicara contrabando no se limitaba a los narcóticos. Había que pensar en pornografía, así como en joyas sueltas, como diamantes, explosivos y armas pequeñas, todo lo cual podía entrarse en el parque de atracciones escondido en la mochila, y luego esconderse en el cobertizo.

Buscó alrededor la mochila, pero no la vio. Empezó el registro. La única luz se filtraba por la puerta entreabierta, pero era suficiente para ver, una vez sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Había una serie de armarios en el cobertizo, y los examinó a toda prisa. No encontró nada, salvo cinco botes de pintura, brochas, rodillos, monos y telas alquitranadas, además de otros útiles de limpieza.

Aparte de los armarios, había dos cajones hondos y un cofre. Los cajones contenían herramientas para reparaciones de poca importancia: llaves de tuerca, destornillador, alicates, una palanca, clavos, tornillos, incluso una sierra pequeña. Pero nada más.

Barbara se acercó al cofre. Al abrir la tapa, Barbara juró que el chirrido habría podido oírse en Clacton. La mochila estaba en el interior, la típica utilizada por los estudiantes durante sus vacaciones, decididos a ver el mundo.

Con impaciencia, convencida de que por fin iba a conseguir algo, Barbara sacó la mochila y la dejó en el suelo. Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto vio el contenido. Se quedó confusa.

La mochila contenía un batiburrillo de artículos inútiles, al menos inútiles para sus propósitos. La vació y extrajo saleros en forma de faros, pescadores, anclas y ballenas; molinillos de pimienta que imitaban escoceses y piratas; un juego de té; dos muñecas Barbie sucias; tres barajas nuevas, todavía selladas; una taza que conmemoraba el breve matrimonio de los duques de York; un pequeño taxi londinense al que faltaba una rueda; dos pares de gafas de sol para niños; una caja sin abrir de alajús Beehive; dos palas de ping-pong, una red y una caja de pelotas.

Joder, pensó Barbara. Menudo fracaso.

– Barbara -oyó que murmuraba Azhar desde el otro lado de la puerta-. Un chico se acerca hacia aquí desde el pabellón. Acaba de salir.

Lo guardó todo en la mochila a toda prisa, con la intención de colocar cada artículo en el orden que lo había encontrado. Azhar repitió su nombre, esta vez con más urgencia.

– Vale, vale -contestó. Devolvió la mochila al cofre y se reunió con Azhar.

Se refugiaron a la sombra de la atracción de los veleros. El recién llegado dobló la esquina del cobertizo, se encaminó hacia la puerta sin vacilar, dirigió una mirada subrepticia a derecha e izquierda, y entró.

Barbara le conocía de vista, pues ya se había topado dos veces con el muchacho. Era Charlie Ruddock, el hermano menor de Trevor.

– ¿Quién es, Barbara? -preguntó en voz baja Azhar-. ¿Le conoces?

Hadiyyah se había dormido con la cabeza apoyada sobre su hombro, y murmuró algo como en respuesta a las preguntas de su padre.

– Se llama Charlie Ruddock -dijo Barbara.

– ¿Por qué le espiamos? ¿Qué fuiste a buscar en ese cobertizo?

– No lo sé con exactitud -contestó Barbara, y al ver la expresión escéptica de Azhar, añadió-: Es la verdad, Azhar. No lo sé. Eso es lo más jodido del caso. Podría ser algo tan racista como tú deseas que sea…

– ¿Cómo yo deseo que sea? No, Barbara. Yo no…

– De acuerdo. De acuerdo. Como algunas personas desean que sea. Empieza a dar la impresión de que podría ser algo completamente distinto.

– ¿Qué? -preguntó el paquistaní. Leyó su reticencia a proporcionar información con tanta claridad como si se lo hubiera comunicado-. No vas a explicarte más, ¿verdad?

Barbara se salvó de tener que contestar. Charlie Ruddock había salido del cobertizo. Y llevaba a la espalda la mochila que Barbara acababa de examinar. Cada vez más curioso, pensó. ¿Qué cono estaba pasando?

Charlie volvió hacia el pabellón.

– Vamos -dijo Barbara, y empezó a seguirle.

Habían apagado ya las luces de las atracciones, y el número de los buscadores de diversiones se había reducido a unas cuantas parejas que buscaban las sombras, así como a unas pocas familias dedicadas a congregar a sus miembros antes de marchar. El ruido había enmudecido. Los olores se habían desvanecido. Los propietarios de atracciones y puestos de comida hacían los preparativos para el día siguiente.

Ahora que quedaba tan poca gente, y que la mayoría se encaminaba hacia la salida, era fácil seguir a un joven que no sólo hacía lo mismo, sino que lo hacía con una abultada mochila a la espalda. Mientras Barbara y sus amigos se dirigían hacia la orilla del mar, observaba a Charlie y pensaba en lo que había oído aquella noche.

Haytham Querashi había insistido en que algo ilegal estaba ocurriendo entre Alemania e Inglaterra. Como había telefoneado a Hamburgo, debía creer que el origen de la actividad residía en aquella ciudad. Los transbordadores alemanes que zarpaban de Hamburgo arribaban al puerto de Parkeston, cerca de Harwich. Sin embargo, Barbara no estaba más cerca de averiguar qué estaba pasando entre los dos países y quién estaba implicado en dicha actividad (suponiendo que las conjeturas fueran ciertas) que al principio, cuando el estado del Nissan abandonado de Querashi había sugerido un caso de contrabando.

El hecho de que el Nissan hubiera sido registrado de cabo a rabo ponía en cuestión todo lo referente a Querashi, ¿no? ¿No sugería también el estado del vehículo la posibilidad de contrabando? Y si ése era el caso, ¿estaba implicado Querashi? ¿Acaso el hombre, cuyas creencias religiosas le habían impulsado a telefonear a Pakistán para comentar un versículo del Corán, había intentado dar el soplo sobre la actividad ilegal? Independientemente de lo que hubiera hecho Querashi, ¿cómo cono encajaba Trevor Ruddock en todo ello? ¿Y su hermano Charlie?

Barbara sabía lo que Muhannad Malik, y tal vez Azhar, contestarían a las dos últimas preguntas. Al fin y al cabo, los Ruddock eran blancos.

Pero ella misma había sido testigo aquella noche de algo que ya sabía sobre interacciones raciales. Los adolescentes que habían maltratado a Hadiyyah y la joven que había intentado enmendar el entuerto eran microcosmos humanos dentro de la población general, y como tal reforzaban la creencia de Barbara: algunos de sus compatriotas eran unos xenófobos descerebrados, pero otros no.