Выбрать главу

No le gustó mucho el resultado de su estudio, porque llegó a la conclusión de que quizá era ella el problema que dificultaba la investigación de la muerte de Querashi. ¿Encontrar un culpable paquistaní afectaba demasiado a la sargento detective Barbara Havers? Tal vez no habría sentido la menor inquietud de haber col-, gado cualquier etiqueta a Muhannad Malik, desde carterista a chulo, si Taymullah Azhar y su encantadora hija no se hubieran cernido en la periferia de la investigación.

Esta consideración final le provocó un molesto estremecimiento. No deseaba especular sobre qué mente investigadora estaba lúcida y cuál estaba nublada. Y, por supuesto, no deseaba reflexionar sobre sus sentimientos hacia Azhar y Hadiyyah.

Llegó a Harwich decidida a reunir información objetiva. Siguió la calle Mayor mientras serpenteaba hacia el mar, y descubrió World Wide Tours encajada entre una bocadillería y un Oddbins que anunciaba ofertas de amontillado.

World Wide Tours consistía en una amplia sala con tres escritorios, ante los cuales estaban trabajando dos mujeres y un hombre. Su decoración era fastuosa, pero pasada de moda. Las paredes estaban empapeladas con un estampado William Morris faux, con dibujos de marcos dorados que representaban a familias de principios de siglo en vacaciones. Los escritorios, sillas y estantes eran de caoba maciza. Cinco palmeras grandes se erguían en macetas, y siete enormes heléchos colgaban del techo, donde un ventilador removía el aire y agitaba las hojas. El conjunto poseía una minuciosidad victoriana artificial, y a Barbara le entraron ganas de rociar el local con una manguera antiincendios.

Una de las dos mujeres preguntó a Barbara en qué podía ayudarla. La otra hablaba por teléfono, en tanto su colega masculino examinaba la pantalla de su ordenador, mientras murmuraba «Venga, Lufthansa».

Barbara mostró su identificación. Vio, gracias a una placa, que estaba hablando con una tal Edwina.

– ¿Policía? -dijo Edwina, y apretó tres dedos contra el hueco de su garganta, como si esperara que la acusaran de algo más vejatorio que aceptar empleo en una oficina salida de la pluma de Charles Dickens, pero reproducida sin el menor gusto.

Echó un vistazo a sus compañeros. El hombre, cuya placa le identificaba como Rudi, pulsó unas teclas del ordenador y giró la silla en su dirección. Interpretó el papel de eco de Edwina, y cuando pronunció de nuevo la temible palabra, la tercera persona puso fin a su conversación telefónica. Esta persona se llamaba Jen, y agarró ambos costados de la silla, como si temiera un despegue inminente. La llegada de un agente de la ley, pensó Barbara no por primera vez, siempre sacaba a la superficie la culpa subconsciente de la gente.

– Exacto -«lijo Barbara-. New Scotland Yard.

– ¿Scotland Yard? -preguntó Rudi-. ¿Ha venido desde Londres? Espero que no pase nada.

Ya veremos, pensó Barbara. El mamón hablaba con acento alemán.

Casi pudo oír la elegante voz de escuela pública del inspector Lynley, que entonaba su credo número uno del trabajo policiaclass="underline" en el asesinato no existen coincidencias. Barbara examinó al joven de pies a cabeza. Panzudo como una barrica, cabello rojo corto que ya iba abandonando su frente, no parecía cómplice de un asesinato reciente. Pero nadie lo parecía nunca.

Sacó las fotos del bolso y enseñó primero la de Querashi.

– ¿Les resulta familiar este individuo? -preguntó.

Los otros dos se congregaron alrededor del escritorio de Edwina, inclinados sobre la foto que Barbara había dejado en el centro. La examinaron en silencio, mientras los heléchos susurraban y el ventilador giraba sobre sus cabezas. Pasó casi un minuto antes de que alguno contestara, y fue Rudi, pero habló a sus compañeras y no a Barbara.

– Éste es el tipo que vino a preguntar por unos billetes de avión, ¿no?

– No lo sé -dijo Edwina, dudosa. Se pellizcó la garganta.

– Sí. Le recuerdo -dijo Jen-. Yo le atendí, Eddie. Tú no estabas en la oficina. -Miró a Barbara a los ojos-. Vino… ¿cuándo fue, Rudi? Hará unas tres semanas. No me acuerdo bien.

– Pero se acuerda de él -dijo Barbara.

– Bien, sí. La verdad es que no hay muchos…

– Vemos muy pocos asiáticos en Harwich -dijo Rudi.

– ¿Y usted es de…? -preguntó Barbara, aunque estaba casi segura de la respuesta.

– Hamburgo -confirmó el hombre.

Vaya, vaya, vaya, pensó Barbara.

– Nativo de Hamburgo, quiero decir. Llevo siete años en este país.

– Perfecto -dijo Barbara-. Sí. Bien, este tipo se llama Haytham Querashi. Estoy investigando su asesinato. Le mataron la semana pasada en Balford-le-Nez. ¿Qué clase de billetes quería?

Todos parecieron igualmente sorprendidos o consternados cuando pronunció la palabra «asesinato». Agacharon la cabeza como un solo hombre para examinar la fotografía de Querashi, como si fuera la reliquia de un santo. Jen fue quien contestó. Había pedido información sobre billetes de avión para su familia, explicó a Barbara. Quería traerla a Inglaterra desde Pakistán. Un montón de gente: hermanos, hermanas, padres, todo el lote. Quería que se quedaran con él en Inglaterra para siempre.

– Ustedes tienen una delegación en Pakistán -dijo Barbara-. En Karachi, ¿verdad?

– En Hong Kong, Estambul, Nueva Delhi, Vancouver, Nueva York y Kingston -dijo con orgullo Edwina-. Nuestra especialidad son viajes al extranjero e inmigración. Tenemos expertos en cada oficina.

Tal vez por eso Querashi había elegido World Wide Tours antes que una agencia de Balford, añadió Jen, toda colaboración. Había solicitado información sobre cómo podía inmigrar su familia. Al contrario que la mayoría de agencias de viajes, ansiosas por vaciar los bolsillos de sus clientes, WWT tenía fama internacional («una fama internacional de la que estamos orgullosos», fue la definición de la empleada) por su red de contactos con abogados especializados en inmigración de todo el mundo.

– De Inglaterra, la Unión Europea y Estados Unidos -dijo-. Estamos al servicio de la gente que se traslada, y les facilitamos sus traslados.

BÍa bla bla, pensó Barbara. La chica hablaba como un anuncio. Había que descartar cualquier teoría sobre la huida de Querashi antes de su boda. Por lo visto, tenía la intención de cumplir su compromiso matrimonial. De hecho, daba la impresión de que también había hecho planes para el futuro de su familia.

A continuación, Barbara sacó de su bolso la foto de Fahd Kumhar, que produjo un resultado diferente. Nadie le conocía. Ninguno de ellos le había visto. Barbara les observó con atención, por si captaba alguna indicación de que uno o todos mentían, pero ni siquiera uno parpadeó.

Mierda, pensó. Les dio las gracias por su ayuda y salió a High Street. Eran las once y ya estaba empapada en sudor. También estaba sedienta, de modo que cruzó la calle y entró en el Whip and Wistle. Convenció al camarero de que le pusiera en un vaso cinco cubitos de hielo, sobre los cuales vertió limonada. Se lo llevó a una mesa situada al lado de la ventana, junto con un paquete de patatas fritas con sal y vinagre, y se dejó caer sobre un taburete, encendió un cigarrillo y se dispuso a disfrutar de su refrigerio.

Había consumido la mitad de las patatas, tres cuartos de limonada y todo un cigarrillo, cuando vio que Rudi salía de World Wide Tours. Miró a derecha e izquierda, de una manera que Barbara consideró muy cautelosa, indicativa del nerviosismo habitual de un europeo poco acostumbrado al tráfico inglés, o muy sigilosa. Apostó por lo último, y cuando Rudi empezó a caminar calle arriba, acabó de un trago la limonada y dejó las demás patatas sobre la mesa.

Al salir, vio que estaba abriendo un Renault en la esquina. Su Mini estaba aparcado a dos coches de distancia, de modo que en cuanto el alemán encendió el motor y se adentró en el tráfico, corrió hacia él. Al cabo de un momento, iniciaba la persecución.