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Cualquier cosa habría podido alejarle de la oficina: una cita con el dentista, una cita sexual, una visita al callista, una comida temprana. Pero la partida de Rudi, tan precipitada después de su visita, era demasiado intrigante para no investigarla.

Le siguió a cierta distancia. Tomó la A120 para salir de la ciudad. Conducía sin el menor interés por el límite de velocidad, y la llevó directamente a Parkeston, a unos tres kilómetros de la agencia de viajes. Sin embargo, no giró hacia el puerto, sino que entró en una zona industrial situada antes de la carretera del puerto.

Barbara no podía correr el riesgo de seguirle hasta allí, pero frenó en el área para paradas de emergencia que se abría a la zona industrial, y vio que el Renault se detenía ante un almacén de metal prefabricado que se alzaba al final. Barbara habría dado su edición autografiada de El salvaje lascivo por tener unos prismáticos en aquel momento. Estaba demasiado lejos del edificio para leer el letrero.

Al contrario que los demás almacenes de la zona, aquél estaba cerrado a cal y canto y parecía desocupado. Pero cuando Rudi llamó a la puerta, alguien le dejó entrar.

Barbara espió desde el Mini. Ignoraba qué esperaba ver, y la recompensa consistió en no ver nada. Sudó en silencio dentro del coche al rojo vivo durante un cuarto de hora, que se le antojó un siglo, hasta que Rudi salió: sin bolsas de heroína en su posesión, sin los bolsillos repletos de dinero falso, sin cintas de vídeo de niños en posturas comprometedoras, sin fusiles, explosivos, ni siquiera acompañantes. Salió del almacén tal como había entrado, con las manos vacías y solo.

Barbara sabía que la vería si se quedaba al borde de la zona industrial, de manera que volvió a la A120 con la intención de dar media vuelta y fisgonear entre los almacenes en cuanto Rudi hubiera marchado. Cuando buscaba el lugar adecuado para girar, vio un enorme edificio de ladrillo apartado de la carretera, en un camino en forma de herradura, THE CASTLE HOTEL, anunciaba un letrero en letras medievales. Recordó el folleto que había encontrado en la habitación de Haytham Querashi. Entró en el aparcamiento del hotel, con la decisión de matar otro pájaro con la piedra que había encontrado por casualidad.

El profesor Siddiqi no respondió en absoluto a las expectativas de Emily Barlow. Esperaba a un tipo moreno, de edad madura, con el cabello negro peinado hacia atrás sobre una frente inteligente, de ojos sombreados con polvillos negros y piel aceitunada. Sin embargo, el hombre que se presentó en compañía del agente Hesketh, quien había ido a buscarle a Londres, era casi rubio, de ojos decididamente grises y piel lo bastante clara para pasar por escandinavo, en lugar de asiático. Era un hombre de unos treinta años, robusto, no tan alto como ella. Tenía la complexión de un practicante de lucha libre. Sonrió cuando Emily se apresuró a modificar su expresión, que pasó de la sorpresa a la indiferencia. Le ofreció la mano a modo de saludo.

– No todos salimos del mismo molde, inspectora Barlow -dijo.

A Emily no le gustaba que la descifraran con tanta facilidad, sobre todo alguien a quien no conocía. Hizo caso omiso del comentario.

– Ha sido muy amable al venir -dijo con brusquedad-. ¿Le apetece beber algo, o empezamos con el señor Kumhar sin más dilación?

El hombre pidió un zumo de pomelo, y mientras Belinda Warner iba a buscarlo, Emily explicó la situación al profesor.

– Grabaré la entrevista -concluyó-. Mis preguntas en inglés, su traducción, las respuestas del señor Kumhar, su traducción.

Siddiqi era lo bastante astuto para extraer sus propias conclusiones.

– Puede confiar en mi integridad -dijo-, pero como no nos conocíamos hasta ahora, no esperaba que se fiara de ella sin un sistema de control.

Una vez establecidas las reglas principales e insinuadas las secundarias, Emily le acompañó hasta el otro asiático. La noche de la detención no había obrado ningún efecto benéfico en Kumhar. Si acaso, estaba aún más angustiado que la tarde anterior. Peor aún, estaba empapado de sudor y olía a heces, como si se hubiera cagado encima.

Siddiqi le miró y luego se volvió hacia Emily.

– ¿Dónde han tenido encerrado a este hombre? ¿Qué demonios le han hecho?

Otro ardiente aficionado a las películas pro IRA, decidió al fin Emily, cansada. Lo que Guildford y Birmingham habían hecho por la causa del trabajo policial era inestimable [8].

– Ha estado encerrado en una celda que le invito a inspeccionar, profesor -contestó-. Y no le hemos hecho nada, a menos que servirle cena y desayuno sea una tortura en nuestros días. Hace calor en las celdas, pero no más que en el resto del edificio o en la puta ciudad. Él mismo se lo dirá, si se toma la molestia de preguntárselo.

– Pienso hacerlo -dijo Siddiqi. Disparó una serie de preguntas a Kumhar que no se molestó en traducir.

Por primera vez desde que le habían trasladado a la comisaría, Kumhar perdió aquel aspecto de conejo aterrorizado. Separó las manos y las extendió hacia Siddiqi, como si le hubieran lanzado un salvavidas.

Era un gesto de súplica, y por lo visto el profesor lo reconoció como tal. Utilizó ambas manos para coger al hombre, y lo condujo hasta la mesa situada en el centro de la habitación. Habló de nuevo, y esta vez tradujo para Emily.

– Me he presentado. Le he dicho que voy a traducir sus preguntas y las respuestas de él. Le he dicho que no van a hacerle daño. Espero que sea verdad, inspectora.

¿Qué pasaba con aquella gente?, se preguntó Emily. Veían desigualdad, prejuicios y brutalidad a cada momento. No contestó de una manera directa. Conectó la grabadora, anunció la fecha y la hora, y nombró a las personas presentes.

– Señor Kumhar -dijo-, su nombre estaba entre las pertenencias de un hombre asesinado, el señor Haytham Querashi. ¿Puede explicarme cómo llegó allí?

Esperaba una repetición de la letanía de ayer: una ristra de negativas. Se quedó sorprendida. Kumhar clavó sus ojos en Siddiqi mientras le traducía la pregunta, y cuando contestó, con gran profusión de explicaciones, no apartó la vista del profesor. Siddiqi escuchó, asintió y, en un momento dado, detuvo el discurso del hombre para intercalar una pregunta. Después, se volvió hacia Emily.

– Conoció al señor Querashi en la Al 33, en las afueras de Weeley. El señor Kumhar estaba haciendo autostop, y el señor Querashi le invitó a subir. Esto pasó hace casi un mes. El señor Kumhar había estado trabajando de peón en granjas de todo el condado. No estaba satisfecho con el dinero que ganaba, ni con las condiciones de trabajo, así que decidió buscar otro empleo.

Emily meditó un momento y arrugó el entrecejo.

– ¿Por qué no me lo dijo ayer? ¿Por qué negó que conocía al señor Querashi?

Siddiqi se volvió hacia Kumhar, que le miraba con el afán de un cachorro decidido a complacer. Antes de que Siddiqi terminara la pregunta, Kumhar ya estaba contestando, y esta vez dirigió su respuesta a Emily.

– «Cuando usted dijo que el señor Querashi había sido asesinado -tradujo Siddiqi-, tuve miedo de que me creyera implicado. Mentí para protegerme de sus sospechas. Acabo de llegar a este país, y no quiero hacer nada que perjudique mi bienvenida. Comprenda que lamento mucho haberle mentido, por favor. El señor Querashi fue muy bueno conmigo, y al no decir la verdad de inmediato traicioné esa bondad.»

Emily observó que el sudor se pegaba a la piel del hombre como una película de aceite de cocina. Que le había mentido el día anterior era indiscutible. Lo que aún había que ver era si le estaba mintiendo ahora.

– ¿Sabía el señor Querashi que usted buscaba empleo? -preguntó.

En efecto, contestó Kumhar. Había contado al señor Querashi sus desdichas como peón de granja. Esto había constituido el grueso de su conversación en el coche.

– ¿El señor Querashi le ofreció trabajo?

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[8] Se refiere a dos famosos juicios amañados por los británicos contra presuntos miembros y simpatizantes del IRA. (N. del T.)