La zona industrial comprendía dos carreteras, una de las cuales nacía perpendicular a la otra. Las dos estaban flanqueadas por almacenes, y la proximidad de la zona al puerto de Parkeston los convertía en lugares perfectos para alojar temporalmente cargamentos que entraban y salían del país. Letreros despintados por el sol indicaban el contenido de cada uno: componentes electrónicos, aparatos, porcelana y cristal de primera calidad, artículos de uso doméstico, máquinas de oficina.
El almacén en cuestión era más sutil a la hora de anunciar su propósito y contenido. Barbara tuvo que caminar hasta llegar a diez metros de la oficina anexa antes de poder leer el pequeño cartel blanco clavado sobre la puerta del edificio: EASTERN IMPORTS, rezaba en negro, y debajo: MUEBLES Y ACCESORIOS DE PRIMERA CALIDAD.
Vaya, vaya, vaya, pensó Barbara, y se descubrió mentalmente ante el inspector Lynley. Le oyó decir «Bien, ya lo tiene, sargento» con serena satisfacción. Al fin y al cabo, no existen coincidencias reales cuando se trata de un asesinato. O Rudi se había escabullido de la oficina de World Wide Tours porque había desarrollado una repentina pasión por el diseño de interiores, y deseaba satisfacerla con una redecoración inmediata de su pisito, o sabía más de lo que había dejado traslucir. En cualquier caso, sólo había una forma de averiguarlo.
La puerta de la oficina estaba cerrada con llave, así que Barbara llamó con los nudillos. Como nadie acudió, miró por la ventana polvorienta. Vio que había señales de haber sido ocupada hacía poco: sobre el escritorio había un almuerzo envasado, consistente en pan, queso, manzana y lonjas de jamón.
Al principio, pensó que sólo una llamada en algún código secreto podría permitirle el acceso al edificio, pero un segundo golpe en la puerta, más fuerte, llamó la atención de alguien que había dentro del almacén. Vio por la ventana que la puerta situada entre la oficina y el edificio más grande se abría. Un hombre delgado y con gafas, tan esquelético que el extremo de su cinturón daba una vuelta alrededor de la hebilla y se introducía en sus pantalones, entró y cerró la puerta a su espalda.
Utilizó el dedo índice para subirse las gafas mientras cruzaba la oficina. Mediría un metro ochenta, observó Barbara, pero su desgarbada postura minimizaba la estatura.
– Lo siento muchísimo -dijo con tono afable cuando abrió la puerta-. Cuando estoy en la parte de atrás, suelo cerrar la puerta con llave.
Otro alemán, pensó Barbara al oír su acento. Para ser un hombre de negocios, iba vestido con ropa bastante informal. Llevaba pantalones de algodón y una camiseta blanca. Calzaba bambas, pero sin calcetines. En su rostro bronceado asomaba una barba incipiente castaño claro, el mismo color de su cabello.
– Scotland Yard -dijo, y mostró su identificación.
El hombre frunció el entrecejo, pero cuando alzó la cara, su expresión parecía haber adquirido el equilibrio exacto entre la inocencia y la preocupación. No preguntó nada y no dijo nada. Esperó a que ella continuara, y aprovechó el momento de silencio para enrollar una lonja de jamón y darle un mordisco. La sostuvo como si fuera un puro.
Barbara sabía por experiencia que casi nadie es capaz de mantener un silencio prolongado delante de la policía. Pero daba la impresión de que aquel alemán era capaz de aguantar el silencio indefinidamente.
Barbara sacó sus fotografías de Haytham Querashi y Fahd Kumhar por tercera vez. El alemán dio otro mordisco al jamón y cogió un trozo de queso, mientras estudiaba las fotos de una en una.
– He visto a éste -dijo, e indicó a Querashi-. A éste no.
Su inglés no parecía tan fluido como el de Rudi.
– ¿Dónde vio a este tipo? -preguntó Barbara.
El alemán depositó su queso sobre una rebanada de pan integral.
– En el periódico. Fue asesinado la semana pasada, ¿verdad? Vi su foto después, tal vez el sábado o el domingo. No recuerdo cuándo.
Mordió el pan con queso y masticó con parsimonia. No tenía bebida para acompañar su almuerzo, pero no parecía afectado por ello, pese al calor, la sal del jamón y la mezcla gomosa de pan y queso en su boca. Cuando le vio masticar y tragar, Barbara anheló todavía más un vaso de agua.
– Antes del periódico -dijo.
– ¿Si le había visto antes? -aclaró el hombre-. No. ¿Por qué lo pregunta?
– Tenía un conocimiento de embarque de Eastern Imports entre sus pertenencias. Estaba guardado en una caja de seguridad.
El alemán dejó de masticar un momento.
– Esto es muy extraño -dijo-. ¿Me permite…?
Cogió la foto con los dedos. Unos dedos bonitos, de uñas bien cortadas.
– Guardar papeles en una caja de seguridad suele indicar que poseen cierta importancia -dijo Barbara-. Es un poco absurdo guardarlos por otros motivos, ¿no cree?
– Ya lo creo. Ya lo creo. Tiene toda la razón -contestó el hombre-. Pero se guarda un conocimiento de embarque entre papeles importantes si consta en él una compra. Si este caballero adquirió muebles que aún no teníamos en existencia, querría guardar…
– No había nada escrito en el conocimiento de embarque. Aparte del nombre y la dirección de este establecimiento, el papel estaba en blanco.
El alemán sacudió la cabeza, en demostración de una perplejidad absoluta.
– Entonces, no se me ocurre… ¿Es posible que otra persona entregara este conocimiento de embarque al caballero? Importamos de Oriente, y si queremos hacer una compra de muebles en una fecha futura…
Se encogió de hombros e hizo una mueca con la boca, el gesto masculino europeo típico que significaba dos palabras: ¿quién sabe?
Barbara consideró las posibilidades. Lo que el tipo estaba diciendo tenía sentido, desde luego, pero sólo para explicar la presencia del conocimiento de embarque entre las pertenencias de Querashi. Explicar su presencia en el interior de su caja de seguridad iba a exigir un par de saltos mentales más.
– Sí -dijo-. Puede que tenga razón. ¿Le importa que eche una ojeada, ya que estoy aquí? Se me ha metido en la cabeza volver a decorar mi casa.
El alemán asintió mientras daba otro mordisco al pan con queso. Introdujo la mano en el escritorio y extrajo un cuaderno de tres anillas, después un segundo, y luego un tercero. Los abrió con una mano, mientras con la otra enrollaba otra lonja de jamón.
Barbara vio que eran catálogos y que contenían de todo, desde muebles de dormitorio hasta lámparas, pasando por baterías de cocina.
– No guardarán efectos en el almacén, ¿verdad? -dijo, y pensó, si no lo hacéis, ¿para qué cono tenéis uno?
– Ya lo creo -contestó el hombre-. Nuestros embarques al por mayor. Están en el almacén.
– Perfecto -dijo Barbara-. ¿Puedo echar un vistazo? Las fotos nunca me dicen nada.
– Tenemos pocas existencias… -dijo, y pareció vacilante por primera vez-. Si puede volver… tal vez el sábado…
– Con una ojeada me bastará -dijo Barbara en tono placentero-. Me gustaría hacerme una idea del tamaño y los materiales antes de tomar una decisión.
El hombre no parecía convencido, pero accedió a regañadientes.
– Si no le importan el polvo y un retrete averiado…
Barbara le aseguró que no (¿qué importaban el polvo y un retrete averiado cuando una iba en busca del tresillo perfecto?), y le siguió por la puerta interior.
No estaba muy segura de qué se esperaba, pero lo que encontró en las entrañas cavernosas del almacén no fueron un estudio para rodar películas «snuff», la grabación en vídeo y en vivo de películas pornográficas, cajas llenas de explosivos o una fábrica de metralletas, Uzi. Lo que encontró fue un almacén de muebles: tres, hileras de sofás, mesas de comedor, butacas, lámparas y camas. Como su acompañante había dicho, las existencias eran escasas, y protegidas con plástico cubierto de polvo. No cabía pensar que los muebles fueran otra cosa. Tal alarde de imaginación era imposible.