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– ¿Quiénes?

– Los asiáticos, abuela. Había más fuera, esperando una señal. Cuando la recibieron, empezaron a ejercer presión sobre nosotros. Gritaron, tiraron ladrillos. La cosa se puso fea. La policía tuvo que calmar a todo el mundo.

– Pero era nuestro pleno.

– Sí, lo era, pero se convirtió en el de otros. No hubo forma de evitarlo. Volveremos a convocarlo cuando la situación se calme.

– Deja de hablar como un papanatas.

Agatha golpeó el suelo alfombrado con el bastón. No hizo prácticamente ruido, lo cual la enfureció todavía más. Tenía ganas de lanzar cosas por los aires. Algunos platos rotos tampoco le sentarían nada mal.

– «¿Volveremos a convocarlo…?» ¿Dónde crees que esa clase de mentalidad te llevará en la vida, Theodore Michael? Este pleno se convocó para satisfacer nuestras necesidades. Nosotros lo solicitamos. Esperamos a que llegara el momento oportuno para ello. Y ahora me dices que un grupo plañidero de aceitunos analfabestias, que ni siquiera debieron tomarse la molestia de bañarse antes de hacer acto de aparición…

– Abuela. -La piel clara de Theo estaba enrojeciendo-. Los paquistaníes se bañan tanto como nosotros, y aunque no lo hicieran, lo que importa no es su higiene, ¿verdad?

– Tal vez puedas decirme qué es lo que importa.

Theo volvió a sentarse ante ella. Su taza tintineó en el platillo de una forma que le dio ganas de aullar.

¿Cuándo aprendería a comportarse como un Shaw, por el amor de Dios?

– Ese hombre se llamaba Haytham Querashi…

– Lo sé muy bien -interrumpió su abuela.

Theo enarcó una ceja.

– Ah -dijo. Dejó la taza con cuidado sobre la mesa y concentró su atención en ella, en lugar de en su abuela, mientras hablaba-. En ese caso, tal vez sepas también que iba a casarse con la hija de Akram Malik la semana que viene. Es evidente que la comunidad asiática no cree que la policía se está esforzando lo bastante para llegar al fondo del enigma. Trasladaron sus agravios al pleno municipal. Fueron especialmente duros… Bien, fueron duros con Akram. Intentó controlarlos. No le hicieron el menor caso. Sufrió una humillación en toda regla. Después de eso, no podía solicitar otra reunión. No habría sido justo.

Pese a la interrupción que había provocado en sus planes, aquella información no dejó de proporcionar cierta satisfacción a Agatha. Además de que el hombre había suscitado su ira por inmiscuirse de mala manera en su pasión especial -reurbanizar Balford-, no había perdonado a Akram Malik que hubiera ocupado su puesto en el consejo municipal. En realidad, no se había presentado contra ella, pero tampoco rechazó el nombramiento cuando se necesitó a alguien para ocupar su puesto hasta que se celebrara una elección complementaria. Y cuando esa elección complementaria se celebró y ella se encontraba demasiado enferma para presentarse, Malik sí se había presentado, con tanto entusiasmo como si estuviera compitiendo por un escaño en la Cámara de los Comunes. Por lo tanto, pensar que el hombre había sido maltratado por su propia comunidad la complacía.

– Imagina cómo se habrá puesto el viejo Akram, expuesto a la vergüenza de que sus queridos paquis le ridiculizaran en público. Ojalá hubiera estado allí. -Observó que Theo se encogía. El señor compasión. Siempre fingía ser un memo-. No me digas que no sientes lo mismo, jovencito. Eres un Shaw de pies a cabeza y lo sabes. Nosotros tenemos nuestras costumbres y ellos las suyas, y el mundo sería un lugar mejor si cada uno se atuviera a las suyas. -Golpeó la mesa con los nudillos para llamar su atención-. Intenta decirme que no estás de acuerdo. Tuviste más de una pelea con chicos de color cuando ibas al colegio.

– Abuela…

¿Qué notaba en la voz de Theo? ¿Impaciencia? ¿Ganas de congraciarse? ¿Condescendencia? Agatha miró a su nieto con los ojos entornados.

– ¿Qué? -preguntó.

Theo no contestó enseguida. Tocó el borde de su taza con aire meditabundo, como sumido en sus pensamientos.

– Eso no es todo -dijo-. Me dejé caer por el muelle. Después de lo sucedido en la reunión, pensé que sería una buena idea comprobar si todo iba bien en el parque de atracciones. Por eso he llegado tarde, a propósito.

– ¿Y?

– Menos mal que fui. Cinco tíos se estaban peleando en el parque, justo delante del salón recreativo.

– Bien, espero que los pusieras de patitas en la calle, fueran quienes fueran. Si el parque de atracciones coge fama de sitio donde los gamberros locales agreden a los turistas, ya podemos olvidarnos de la reurbanización.

– No eran gamberros -dijo Theo-. Tampoco eran turistas.

– Entonces ¿qué eran?

Se estaba poniendo nerviosa otra vez. Notó una ominosa afluencia de sangre en los oídos. Si su presión estaba subiendo, lo pagaría caro la siguiente vez que fuera al médico. Otros seis meses de forzada convalecencia, sin duda, que no creía poder soportar.

– Eran adolescentes -dijo Theo-. Chavales de la ciudad. Asiáticos e ingleses. Dos de ellos llevaban cuchillo.

– Justo de eso te estaba hablando. Cuando la gente no se ciñe a lo suyo, hay problemas. Si permitimos la entrada a inmigrantes de una cultura que no respeta la vida humana, no puede sorprendernos que representantes de esa cultura vayan por ahí armados con cuchillos. La verdad, Theo, tuviste suerte de que no llevaran cimitarras.

Theo se levantó con brusquedad. Caminó hasta los bocadillos. Cogió uno, y luego lo dejó. Cuadró los hombros.

– Abuela, eran los chicos ingleses los que llevaban cuchillos.

Ella se recuperó con suficiente rapidez para replicar con aspereza:

– Espero que se los quitaras.

– Lo hice, pero ésa no es la cuestión.

– Entonces, haz el favor de decirme cuál es la cuestión, Theo.

– Los ánimos se están caldeando. No va a ser agradable. Balford-le-Nez se va a encontrar con serios problemas.

Capítulo 3

Encontrar una ruta conveniente para salir en dirección a Essex era una misión casi imposible. Barbara se enfrentaba a la elección de cruzar casi todo Londres y abrirse paso entre el tráfico enloquecedor, o arriesgar el vehículo a las incertidumbres de la M25, que circunvalaba la megalópolis y, en el mejor de los casos, exigía renunciar de forma temporal a los planes de llegar a tiempo al destino elegido. En cualquier caso, el sudor estaba asegurado. Porque la llegada de la noche no había traído consigo el menor descenso de temperatura.

Eligió la M25. Después de tirar la mochila al asiento trasero y coger una botella de Volvic, un paquete de patatas fritas, un melocotón y una nueva provisión de Players, partió hacia las vacaciones prescritas. El hecho de que no fueran unas vacaciones auténticas no la molestaba en lo más mínimo. Diría con desenvoltura «Oh, he ido a la playa, querido» si alguien le preguntaba en qué había empleado su tiempo libre.

Entró en Balford-le-Nez y pasó delante de la iglesia de St. John cuando las campanas de la torre daban las ocho. Encontró la ciudad costera poco cambiada desde los tiempos en que pasaba las vacaciones de verano con su familia y los amigos de sus padres: los corpulentos y malolientes señores Jenkins (Bernie y Bette), que año tras año seguían al Vauxhall algo oxidado de los Havers en su Renault, compulsivamente abrillantado, desde su barrio londinense de Acton hasta el mar.

Los alrededores de Balford-le-Nez tampoco habían sufrido alteraciones desde la última vez que Barbara había estado allí. Los campos de trigo de la península de Tendring daban paso, al norte de la carretera de Balford, al Wade, una marisma esclava del flujo de la marea en el que desembocaban el canal de Balford y un estrecho estuario llamado el Twizzle. Cuando subía la marea, el agua del Wade creaba islas a partir de cientos de excrecencias cenagosas. Cuando la marea se retiraba, lo que quedaba eran extensiones de barro y arena sobre las que algas verdes proyectaban brazos fangosos. Al sur de la carretera de Balford, aún se alzaban pequeños enclaves de casas. Algunas de éstas, rechonchas y con paredes de estuco, agraciadas con muy escasa vegetación, eran las antiguas casas de veraneo ocupadas por familias que, como la de Barbara, escapaban del calor de Londres.