– Estoy bien, hermana. No necesito…
– No me contradiga, jovencito. Está pálido como un muerto. Ha pasado aquí la mitad de la noche, y no servirá de nada si no empieza a cuidarse.
Era la voz de la enfermera de día. Agatha la reconoció. No tuvo que abrir los ojos para saber quién estaba hablando con su nieto, lo cual ya le iba bien, porque pensaba que abrir los ojos le costaría un gran esfuerzo. Además, no quería mirar a nadie. No quería ver la compasión en sus rostros. Sabía muy bien lo que inspiraba dicha compasión: la visión de una mujer hecha polvo, un cadáver en ciernes, toda arrugada de un costado, la pierna izquierda inutilizada, la mano izquierda convertida en la garra de un ave muerta, la cabeza ladeada, la boca y un ojo imitando la misma inclinación, la desagradable secreción que brotaba de ambos.
– Muy bien, señora Jacobs -dijo Theo a la enfermera, y Agatha se dio cuenta de que su voz denotaba cansancio. Denotaba agotamiento y malestar. Al pensar en eso, sintió por un momento que el pánico estrujaba sus pulmones y dificultaba su respiración. ¿Qué sería de ella si algo le pasaba a Theo?, se preguntó empavorecida. Jamás se había detenido a pensar en la posibilidad, pero ¿qué pasaría si no se cuidaba? ¿Qué pasaría si caía enfermo, o sufría un accidente? ¿Qué sería de ella?
Sintió su cercanía gracias al olor: el olor limpio a jabón y el leve aroma a lima de la loción astringente que usaba. Sintió que el colchón de la cama se hundía un poco cuando se inclinó sobre ella.
– Abuela -susurró-. Voy a bajar a la cafetería, pero no te preocupes. No tardaré mucho.
– Tardará lo necesario para tomar una comida como Dios manda -cortó la hermana Jacobs-. Si vuelve aquí antes de una hora, le echaré de nuevo. Lo digo en serio.
– Menuda cancerbera, ¿eh, abuela? -dijo Theo con cierto sarcasmo. Agatha sintió que apretaba sus labios secos contra su frente-. Volveré dentro de una hora y un minuto. Que descanses.
¿Descansar?, se preguntó Agatha, incrédula. ¿Cómo iba a descansar? Cuando cerraba los ojos, lo único que podía ver en su mente era el lamentable espectáculo que estaba dando: una caricatura deforme de la mujer vital que había sido en otro tiempo, ahora desvalida, inmóvil, entubada, dependiente. Cuando intentó expulsar dicha visión, con el fin de imaginar el futuro, lo que imaginó fue lo que había visto y despreciado mil veces, cuando conducía por la Explanada, bajo las Avenidas de Balford, donde aquella hilera de residencias para ancianos miraba al mar. Allí, los ancianos desechados caminaban penosamente, aferrados a sus bastones, con la espalda encorvada como el signo de una interrogación que nadie tenía el valor de contestar. Arrastraban los pies sobre la acera, un ejército de enfermos olvidados. Había sido consciente de aquellas reliquias de la humanidad desde que era pequeña. Y desde que era pequeña se había jurado que pondría fin a su vida antes que verse obligada a engrosar su número.
Sólo que ahora no quería poner fin a su vida. Quería recuperarla, y sabía que necesitaba a Theo para ello.
– Vaya, vaya, querida, algo me dice que está despierta bajo esos párpados.
La hermana Jacobs estaba inclinada sobre la cama. Llevaba un penetrante desodorante de hombre, y cuando sudaba, copiosa y frecuentemente, su cuerpo proyectaba un olor a especias, como vapor expulsado por el agua al hervir. Su mano alisó el cabello de Agatha. Un peine lo acarició, se enredó, tiró con insistencia, abandonó el esfuerzo.
– Tiene un nieto encantador, señora Shaw. Es un amor. Tengo una hija a la que le gustaría conocer a su Theo. ¿Está comprometido? Debería decirle que viniera a tomar una taza de té cuando esté libre. Se entenderían bien, mi Donna y su Theo. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría tener una estupenda nuera, señora Shaw? Mi Donna podría serle de gran utilidad para su recuperación.
De ninguna manera, pensó Agatha. Una puta descerebrada con sus garras clavadas en Theo era justo lo que no necesitaba. Lo que necesitaba era escapar de aquel lugar, además de la paz y la tranquilidad indispensables para recuperar las fuerzas, que le harían falta en vistas a la inminente batalla de la convalecencia. Paz y tranquilidad eran lujos escasos cuando una estaba postrada en la cama de un hospital. En una cama de hospital, una recibía análisis, pinchazos, pellizcos y compasión. Y no le gustaba nada de eso.
Lo peor era la compasión. Detestaba la compasión. No la sentía por nadie, y no quería que nadie la sintiera por ella. Prefería experimentar la aversión ajena, lo mismo que sentía por aquellas piltrafas humanas que se arrastraban por la Explanada, antes que descubrirse convertida en un pelele paralítico, la clase de persona a quien la gente parecía hablar como si no existiera cuando estaba en su presencia. La aversión implicaba miedo y terror, lo cual siempre podía ser útil. La compasión implicaba la superioridad del otro, algo a lo que Agatha nunca se había enfrentado en su vida. Y tampoco ahora, juró.
Si permitía que alguien la dominara, caería derrotada. Una vez derrotada, sus planes sobre el futuro de Balford naufragarían. No quedaría nada de Agatha Shaw después de su muerte, salvo los recuerdos que su nieto, cuando llegara el momento adecuado, por supuesto, eligiera transmitir a las futuras generaciones. ¿Cómo podía confiar en la devoción de Theo a su memoria? El chico tenía otras responsabilidades. Por lo tanto, si era preciso afirmar su memoria, si había que dar sentido a su existencia antes de que la vida concluyera, tendría que hacerlo ella. Tendría que colocar los peones y los jugadores en su sitio. Y eso era lo que estaba haciendo cuando sobrevino el maldito ataque y dio al traste con sus planes.
Si no se andaba con cuidado, aquel monstruo de Malik, grasiento y sucio, llevaría a cabo su jugada. Ya lo había hecho cuando ocupó el puesto que ella había dejado vacante en el consejo municipal, como una serpiente de agua que se deslizara en un río. Era inimaginable lo que podía hacer, en cuanto se enterara de que otro ataque la había dejado fuera de juego.
Si Akram Malik disfrutaba de la oportunidad de sacar adelante sus planes, Balford vería algo más que el parque de Falak Dedar. Antes de que la ciudad se diera cuenta de lo que estaba pasando, habría un minarete en el mercado, una mezquita hortera en lugar de la querida St. John's Church, y malolientes restaurantes hindúes en todas las esquinas, desde Balford Road hasta el mismísimo mar. Y después, llegaría la invasión reaclass="underline" oleadas de paquistaníes con sus oleadas de niños piojosos, la mitad de ellos viviendo a costa de los servicios sociales, la otra mitad ilegales, y todos ellos contaminando la cultura y las tradiciones en cuyo seno habían elegido vivir.
«Quieren una vida mejor, abuela», sería la explicación de Theo, pero ella no necesitaba sus patéticas explicaciones para comprender lo que era evidente. Lo que querían era su vida. Querían la vida de todos los hombres, mujeres y niños ingleses. Y no desistirían ni descansarían hasta que lo hubieran logrado.
En especial Akram, pensó Agatha. Aquel repugnante, asqueroso y miserable Akram. Hablaba de una forma empalagosa sobre la amistad y la hermandad. Hasta se adjudicaba el papel de conciliador de la comunidad con su ridícula Cooperativa de Caballeros. Pero ni sus palabras ni sus actos engañaban a Agatha. Eran meros subterfugios, añagazas con las que imbecilizar todavía más al populacho cretino.
Pero ella le demostraría que no podía engañarla. Se levantaría de su cama de hospital como Lázaro, como una fuerza indomable a la que Akram Malik, con todos sus planes, no podía confiar en oponerse.
Agatha se dio cuenta de que la hermana Jacobs se había marchado. El olor a especias se había disipado, y en su lugar flotaba el aroma a medicamentos, tubos de plástico, secreciones corporales (las suyas) y la cera del suelo.
Abrió los ojos. Su colchón estaba levantado, de manera que yacía en un leve ángulo, en lugar de estar acostada de espaldas. Una notable mejora respecto a las horas inmediatamente posteriores al ataque. Después, su única visión consistió en las losas acústicas del techo, algo desdibujadas. Ahora, al menos, pese al hecho de que el sonido se había apagado y la hermana Jacobs había olvidado subirlo antes de marchar, podía ver la televisión. Estaban pasando una película, en la que un marido frenético, demasiado guapo para ser creíble, entraba en camilla a su enorme, pero todavía atractiva esposa (aún más guapa) en un quirófano para que diera a luz a su hijo. Debía ser una comedia, pensó Agatha, a juzgar por su comportamiento cómico y la expresión de sus rostros. Qué chorrada. Sabía que ninguna mujer podía considerar cómico el acto de dar a luz.