Mierda, pensó. Necesitaba un cigarrillo. Lo necesitaba con desesperación. Mientras Emily se quejaba de que debía perder el tiempo llamando una vez más a su superintendente, Barbara se precipitó en el lavabo y encendió uno con ansia, chupándolo como un buceador necesitado de aire.
De repente, muchas cosas sobre TaymuUah Azhar y su hija empezaron a adquirir sentido. Entre las piezas del rompecabezas que comenzaban a definirse estaban la fiesta del octavo cumpleaños de Hadiyyah, de la que Barbara había sido la única invitada; una madre que, en teoría, había viajado a Ontario, pero que no revelaba su paradero a su única hija ni siquiera con una postal; un padre que nunca pronunciaba la palabra «esposa» y nunca hablaba de la madre de su hija, a menos que saliera el tema a colación; la ausencia de pruebas en el piso de la planta baja de que una mujer adulta había vivido recientemente en él. No se veía por parte alguna limas o esmalte de uñas, bolsos tirados al azar, útiles de coser o zurcir, ejemplares de Vogue o Elle, restos de alguna afición, como pintar acuarelas o disponer flores. ¿Había vivido alguna vez Angela Weston, la madre de Hadiyyah, en Eton Villas?, se preguntó Barbara. Y en tal caso, ¿hasta cuándo pensaba Taymullah Azhar mantener la farsa de una mamá en vacaciones, cuando la verdad era que se trataba de una mamá en fuga?
Barbara se acercó a la ventana del lavabo y echó un vistazo al pequeño aparcamiento. El agente Billy Honigman estaba acompañando a un Fahd Kumhar recién duchado, aseado y vestido con ropa limpia hasta un coche de la policía. Mientras miraba, Azhar les abordó. Habló con Kumhar. Honigman le advirtió que se alejara. El agente acomodó a su pasajero en el asiento trasero. Azhar caminó hasta su coche y, cuando Honigman arrancó, le siguió sin el menor disimulo. Tal como había prometido, iba a escoltar a Kumhar hasta su casa.
Un hombre de palabra, pensó Barbara. Un hombre de más de una palabra, de hecho.
Pensó en las respuestas que le había dado a preguntas sobre su cultura. Ahora, comprendió que eran pertinentes. Había sido expulsado de su familia, como le habría pasado a Querashi si su homosexualidad se hubiera descubierto. Estaba tan desconectado de su familia que hasta la existencia de su hija era ignorada. Ellos dos constituían una isla en medio del mar. No era de extrañar que comprendiera y explicara tan bien el significado de ser un desterrado.
Barbara procesó todo esto con una buena dosis de pensamiento racional, pero no estaba dispuesta a procesar lo que aquella información sobre el paquistaní significaba para ella como persona. Se dijo que no podía significar nada en absoluto. Al fin y al cabo, no sostenía ninguna relación personal con Taymullah Azhar. Interpretaba el papel de amiga en la vida de su hija, cierto, pero en lo tocante a definir el papel que interpretaba en la vida de él… No existía.
Por tanto, no entendía por qué, de alguna manera, se sentía traicionada al saber que había abandonado a una mujer y dos hijos. Llegó a la conclusión de que tal vez experimentaba la traición que Hadiyyah sentiría si alguna vez sabía la verdad.
Sí, pensó Barbara. Sin duda era eso.
La puerta se abrió y Emily entró como una exhalación, directa hacia uno de los lavabos. Barbara apagó a toda prisa el cigarrillo con la suela de su bamba, y tiró la colilla por la ventana.
La nariz de Emily se agitó.
– Joder, Barb -dijo-. ¿Aún sigues enganchada al tabaco, después de tantos años?
– No soy de las que hacen ascos a sus adicciones -confesó Barbara. Emily abrió el grifo y empapó una toalla de papel debajo del chorro. La aplicó a su nuca, indiferente a que el agua resbalara por su espalda y mojara el top.
– Ferguson -dijo, como si el nombre del súper fuera una imprecación-. Tiene la entrevista para el puesto de subjefe de policía dentro de tres días. Espera que se produzca un arresto en el caso de Querashi antes de presentarse ante el tribunal, muchas gracias. No es que haya movido ni un dedo para ayudar a que la investigación adelantara, a menos que se entienda por ayuda amenazarme con sustituirme por el jodido de Howard Presley y hacerme la zancadilla a cada paso que doy. No obstante, se sentirá muy contento de recibir los aplausos si detenemos a alguien sin más derramamientos de sangre públicos. Que le den por el culo. Desprecio a ese hombre.
Mojó una mano y se la pasó por el pelo. Se volvió hacia Barbara.
Había llegado el momento de peinar la fábrica de mostazas, anunció. Había solicitado una orden de registro al juez, y la había extendido en un tiempo récord. Al parecer, estaba tan ansioso como Ferguson de cerrar el caso sin que otra batalla campal estallara en las calles.
Pero existía otro detalle, sin relación alguna con la fábrica y la convicción de Emily de que algo ilegal se cocía dentro de sus muros, y Barbara quería investigarlo. No podían olvidar el hecho de que Sahlah Malik estaba embarazada, ni pasar por alto la importancia del hecho en el caso.
– ¿Podemos acercarnos a la dársena, Em?
Emily consultó su reloj.
– ¿Por qué? Ya sabemos que los Malik no tienen barco, si insistes en que el asesino llegó al Nez por mar.
– Pero Theo Shaw sí. Y Sahlah está embarazada. Y Sahlah regaló ese brazalete a Theo. El tío tiene un móvil, Em. Un móvil como un piano, con independencia de lo que Muhannad y sus compinches estén cociendo en Eastern Imports.
Theo tampoco tenía coartada, mientras que Muhannad sí, quiso añadir, pero se mordió la lengua. Emily lo sabía, pese a su decisión de detener a Muhannad por el delito que fuera.
Emily frunció el entrecejo, mientras pensaba en la solicitud de Barbara.
– Sí. De acuerdo -dijo-. Lo comprobaremos.
Se fueron en uno de los Ford camuflados, doblaron por High Street, donde vieron a Rachel Winfield, que pedaleaba hacia la joyería Racon desde la dirección del mar. La chica tenía la cara congestionada. Daba la impresión de haber estado toda la mañana dale que dale en la bicicleta. Se detuvo para recuperar el aliento junto a un letrero que anunciaba la dársena de Balford hacia el norte. Saludó alegremente cuando el Ford la rebasó. Si era culpable de algo, no lo aparentaba.
La dársena de Balford se hallaba a unos dos kilómetros, por la carretera que corría perpendicular a la calle Mayor. Su extremo inferior abarcaba una cuarta parte de la plaza cuyo lado opuesto era Alfred Terrace, donde residían los Ruddock. Dejaba atrás Tide Lake, un aparcamiento de caravanas y, al final, la masa circular de Martello Tower, que había sido utilizada para defender la costa durante las guerras napoleónicas. La carretera terminaba en la propia dársena.
Consistía en una serie de ocho pontones, a los que estaban amarrados veleros y yates en las plácidas aguas de la bahía. En el extremo norte, una pequeña oficina se levantaba al lado de un edificio de ladrillo, que albergaba lavabos y duchas. Emily guió el coche en aquella dirección y aparcó al lado de una hilera de kayaks, sobre los cuales colgaba un letrero descolorido que anunciaba East Essex Boat Hire.
El propietario del negocio también ejercía las funciones de capitán de puerto, un empleo bastante limitado, teniendo en cuenta el tamaño relativamente pequeño del puerto en cuestión.