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Pese a la injusticia de sus palabras, aunque nacidas de los sufrimientos de Theo, su brutalidad la obligó a soltar la verdad.

– El niño no es de Querashi -dijo. Soltó su brazo-. Ya estaba embarazada de dos meses cuando Haytham llegó a Balford.

Theo la miró, incrédulo. Después, Sahlah observó que intentaba averiguar toda la verdad a partir de su expresión torturada.

– ¿Qué cono…? -La pregunta murió antes de que la terminara. Se limitó a repetir la misma frase-. Sahlah, ¿qué cono…?

– Necesito tu ayuda -dijo la muchacha-. Suplico tu ayuda.

– ¿De quién es? -preguntó Theo-. Si no es de Haytham… Sahlah, ¿de quién es?

– Ayúdame a hacer lo que debo, por favor. ¿A quién puedo telefonear? ¿Hay una clínica? En Balford no puede ser. No puedo correr ese riesgo. Pero tal vez en Clacton… Tiene que haber algo en Clacton, alguien que me ayude, Theo. Lo más deprisa posible y en absoluto secreto, para que mis padres no se enteren. Porque si lo descubren, se morirán. Créeme. Se morirán, Theo. Y no sólo ellos.

– ¿Quién más?

– Por favor.

– Sahlah. -Cerró la mano con fuerza sobre su brazo. Era como si intuyera en su tono todo lo que ella no se atrevía a decir-. ¿Qué pasó aquella noche? Dímelo. ¿Qué pasó?

Vas a pagar, había dicho él, como todas las putas pagan.

– Yo me lo busqué -dijo Sahlah con voz entrecortada-, porque me daba igual lo que pensara. Porque le dije que te quería.

– Oh, Dios -susurró Theo, y su mano resbaló del brazo de Sahlah.

La puerta de la habitación de Agatha Shaw se abrió, y el padre de Sahlah salió. La cerró con cuidado a su espalda. Aparentó perplejidad al ver a su hija y a Theo Shaw enzarzados en una seria conversación, pero su rostro se iluminó un instante, tal vez con la certeza de que Sahlah se estaba ganando el jardín bajo el que corren los ríos.

– Ah, Theo -dijo-. Me alegro mucho de no haber abandonado el hospital sin verte. Acabo de hablar con tu abuela, y le he dado mi palabra, como amigo y concejal, de que sus planes para el renacimiento de Balford seguirán adelante sin cambios y sin obstáculos.

Theo se levantó. Sahlah le imitó. Agachó la cabeza con modestia y, al hacerlo, ocultó a su padre la reveladora marca de nacimiento, que estaba latiendo.

– Gracias, señor Malik -dijo Theo-. Es muy amable por su parte. Mi abuela agradecerá su consideración.

– Muy bien -dijo Akram-. Y ahora, Sahlah, querida, ¿seguimos nuestro camino?

Sahlah asintió. Dirigió a Theo una mirada fugaz. El joven estaba pálido bajo su bronceado, y paseaba la vista entre Akram y su hija, como si no supiera qué decir. Era la única esperanza de Sahlah, y como todas las demás esperanzas que alguna vez había albergado sobre la vida y el amor, se estaba alejando de ella.

– Ha sido un placer hablar de nuevo contigo, Theo -dijo-. Espero que tu abuela se recupere cuanto antes.

– Gracias -dijo Theo, rígido.

Sahlah sintió que su padre la cogía del brazo, y permitió que la guiara hasta el ascensor situado al final del pasillo. Cada paso parecía alejarla de la salvación. Y entonces, Theo habló.

– Señor Malik -dijo.

Akram se paró y dio media vuelta. Parecía muy atento. Theo se acercó a ellos.

– Me estaba preguntando -dijo Theo-, y perdone si me estoy propasando, porque no finjo saber qué es correcto en estas circunstancias, pero ¿le importaría que llevara a Sahlah a comer un día de la semana que viene? Hay una…, bien, una exposición de joyas, en Green Lodge, donde se celebran las carreras de verano, y como Sahlah hace joyas, he pensado que tal vez le gustaría verla.

Akram ladeó la cabeza y meditó sobre la petición. Miró a su hija, como para calibrar si estaba preparada para una aventura semejante.

– Eres un buen amigo de la familia, Theo -dijo-. No se me ocurre ninguna objeción, si Sahlah quiere ir. ¿Qué dices, Sahlah?

La joven levantó la cabeza.

– ¿Dónde está Green Lodge, Theo?

La respuesta de Theo fue tan serena como su expresión.

– En Clacton -dijo.

Capítulo 24

Yumn se masajeó la región lumbar y utilizó el pie para empujar el cajón de madera por las filas del odioso huerto que le había asignado su suegra. Contempló malhumorada a Wardah, que labraba dos filas más adelante, inclinada sobre una enredadera de chiles con la devoción que una recién casada dedicaría a su marido, y deseó que se abatieran sobre la mujer todas las desgracias posibles, desde una insolación a la lepra. La temperatura rondaría los dos millones de grados, y para acompañar al insoportable calor, mortal de necesidad, que había alcanzado cifras desconocidas hasta el momento, según el telediario de la mañana de la BBC, los insectos del jardín de Wardah habían decidido darse un festín no sólo con los tomates, pimientos, cebollas y judías que solían saciarles. Moscas y mosquitos zumbaban alrededor de la cabeza de Yumn, como satélites cargados de malas intenciones. Se posaban sobre su rostro sudado, en tanto las arañas se metían por debajo de su dupatta y diminutas orugas verdes se desprendían de las hojas de las enredaderas y caían sobre sus hombros. Agitó las manos, furiosa, para ahuyentar las moscas en dirección a su suegra.

Aquel tormento era otra ofensa que Wardah cometía contra ella. Cualquier otra suegra, henchida de gratitud hacia la persona que le había proporcionado dos nietos en rapidísima sucesión, y tan poco tiempo después de que su hijo se casara, habría insistido en que Yumn descansara bajo el nogal que se alzaba al borde del jardín, donde en aquel momento sus hijos, dos varones, se entretenían con sus camiones de juguete en la carretera en miniatura creada por el espacio que separaba las raíces del viejo árbol. Cualquier otra suegra se habría dado cuenta de que una mujer a punto de volver a quedarse embarazada no debería relajarse bajo el sol ardiente, ni mucho menos trabajar bajo sus rayos despiadados. Los trabajos manuales duros no eran apropiados para una mujer en edad fértil, se dijo Yumn, pero intenta comunicar esa información a Wardah, Wardah la Maravillosa, que había pasado todo el día en que nació Muhannad limpiando todas las ventanas de la casa, cocinando para su marido, fregando platos, ollas y el suelo de la cocina, antes de acuclillarse en la despensa para dar a luz a su hijo. No. Era improbable que Wardah Malik considerara una temperatura de treinta y cinco grados como otra cosa que un inconveniente sin importancia, igual que había pasado con la prohibición de las mangueras.

Todas las personas concienciadas del país habían obedecido la restricción anual de utilizar las mangueras, mediante el método de limitar lo que plantaban en su jardín. Pero aquél no era el método de Wardah, por supuesto. Wardah Malik había plantado, como de costumbre, feas e interminables hileras de plantas de semillero que mimaba cada tarde. Como habían prohibido las mangueras de riego a causa de la sequía, regaba cada maldita planta a mano, llenando cubos de agua que arrastraba desde el grifo cercano a la cocina.

Para ello, utilizaba dos cubos. Mientras se dedicaba a llenar un cubo y cargarlo hasta el borde del huerto, esperaba que Yumn regara las plantas con el otro. Pero antes de este ejercicio diario, había que cortar, podar, limpiar y escardar. Cosa que estaban haciendo en aquel momento. Wardah esperaba que Yumn también la ayudara en esto. Ojalá ardiera eternamente en el fuego del infierno.

Yumn sabía cuál era el motivo de las exigencias de Wardah, desde cocinar a trabajar como una esclava en el jardín, pasando por fregar. Wardah deseaba castigarla por hacer con tanta facilidad lo que a ella le había costado tanto. No le había costado mucho descubrir que Wardah y Akram Malik llevaban casados diez años cuando ella pudo al fin engendrar a Muhannad. Y habían pasado otros seis años hasta que pudo obsequiar a su marido con Sahlah. Un total de dieciséis años de esfuerzos, que habían dado como resultado dos hijos. En el mismo período de tiempo, Yumn sabía que daría a Muhannad más de una docena de hijos, la mayoría varones. Por eso, cuando Wardah Malik pensaba en la mujer de su hijo, se consideraba superior, y sólo mediante el esclavismo podía conseguir que Yumn lo supiera y se mantuviera en su lugar.