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Ojalá padezca tormentos sin cuento, pensó de nuevo Yumn, mientras arremetía contra la tierra, dura como una roca, que el sol había horneado hasta adquirir la consistencia de un ladrillo, pese a los riegos diarios con agua. Apuntó su azada a un terrón, que presentaba la forma de Gibraltar, agazapado debajo de una tomatera, y mientras la hundía en la tierra, se imaginó que el terrón era el trasero de Wardah.

Pum, hizo la azada. La vieja bruja retrocede, sorprendida. Pum. Pum. La vieja bruja aúlla de dolor. Yumn sonrió. Pum. Pum. Pum. Las primeras gotas de sangre brotan del culo de la vaca. Pum. Pum. Pum. PUM. Wardah cae al suelo, PUMPUMPUMPUM. Está a merced de Yumn, con las manos alzadas. Suplica una misericordia que sólo Yumn puede concederle, pero PUMPUM-T PUMPUMPUM, Yumn sabe que ha llegado la hora de su triunfo, y con ella la suegra está al fin indefensa, sojuzgada, una esclava que la propia mujer de su hija puede matar a su capricho, una verdadera…

– ¡Yumn! ¡Basta ya! ¡Basta!

Los gritos de Wardah interrumpieron sus pensamientos como si hubiera irrumpido en un sueño, y Yumn despertó con la misma brusquedad que una persona dormida. Descubrió que su corazón martilleaba con ferocidad, y que el sudor resbalaba desde su barbilla hasta caer sobre el qamis. El mango de la azada estaba pegajoso debido a la humedad de sus palmas, y sus pies calzados con sandalias estaban sepultados en la tierra que había logrado remover en la furia de su ataque. Nubes de polvo la rodeaban, se posaban sobre su cara chorreante y sus ropas empapadas de sudor, como un velo de gasa.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Wardah-. ¡Estúpida! ¡Mira lo que has hecho!

A través de la neblina de tierra que su azada había levantado, Yumn vio que había destrozado cuatro de las tomateras más queridas por su suegra. Yacían en el suelo como árboles derribados por una tormenta. Sus frutos se habían convertido en explosiones púrpura, sin posibilidad de salvación.

Como la propia Yumn, sin duda. Wardah tiró sus tijeras de podar dentro de la caja de madera y avanzó hacia su nuera, muy irritada.

– ¿Es que no puedes tocar nada sin destruirlo? -preguntó-. ¡No me sirves de nada!

Yumn la miró. Sintió que las aletas de su nariz se dilataban y sus labios formaban una línea hosca.

– Eres descuidada, perezosa y egoísta -denunció Wardah-. Créeme, Yumn, si tu padre no nos hubiera pagado generosamente por librarse de ti, aún seguirías en tu casa, atormentando a tu madre en lugar de exasperarme a mí.

Era el discurso más largo que Wardah había pronunciado en su presencia, y al principio Yumn se sobresaltó al oír hablar tanto a su suegra, por lo general tan dócil. Pero su sorpresa se disipó enseguida, mientras sus músculos se tensaban con el deseo de abofetear a la mujer. Nadie iba a hablarle de aquella manera. Nadie podía hablar a la esposa de Muhannad Malik sin deferencia, obsequiosidad y solicitud en su tono. Yumn ya se disponía a contestar, cuando Wardah habló de nuevo.

– Limpia este desastre. Coge estas plantas para llevarlas a la pila de abono. Arregla la fila que has estropeado. Y hazlo enseguida, antes de que haga algo de lo que me arrepienta después.

– No soy tu criada.

Yumn tiró su azada.

– Desde luego que no. Una criada con tus escasos talentos habría sido despedida antes de la primera semana. Recoge esa azada y haz lo que te digo.

– Me ocuparé de mis hijos.

Yumn se encaminó hacia el nogal, donde sus dos hijos, ignorantes del altercado sucedido entre su madre y su abuela, seguían jugando con sus camiones.

– No lo harás. Me obedecerás. Vuelve al trabajo ahora mismo.

– Mis hijos me necesitan. Queridos -llamó a los niños-, ¿queréis que vuestra ammi-gee juegue con vosotros?

Los niños alzaron la vista.

– Anas, Bishr -ordenó Wardah-. Entrad en casa.

Los niños vacilaron, confusos.

– Ammi-gee va a jugar con sus chiquillos -dijo Yumn en tono jovial-. ¿A qué jugamos? ¿Dónde jugaremos? ¿Queréis que vayamos a comprar Twisters a la tienda del señor Howard? ¿Os gustaría?

Los rostros de los niños se iluminaron con la promesa de los helados. Wardah intervino de nuevo.

– Anas -dijo muy seria-, ya has oído lo que he dicho. Lleva a tu hermano a casa. Ya.

El niño mayor cogió a su hermanito de la mano. Salieron de debajo del árbol y corrieron hacia la puerta de la cocina.

Yumn giró en redondo hacia su suegra.

– ¡Bruja! -gritó-. ¡Foca repugnante! ¿Cómo te atreves a dar órdenes a mis hijos y…?

La bofetada fue brutal, y tan inesperada que Yumn se quedó sin habla. Por un instante, olvidó quién era y dónde estaba. Se sintió transportada a su niñez, oyó los gritos de su padre y sintió la fuerza de sus nudillos, mientras el hombre protestaba a pleno pulmón de la imposibilidad de encontrarle un marido sin necesidad de pagar una dote diez veces más valiosa que ella. En aquel instante de enajenación, se precipitó hacia adelante. Agarró el dupatta de Wardah y, mientras resbalaba desde su cabeza a su cuello, aferró los dos extremos con fuerza salvaje, al tiempo que chillaba y tiraba hasta obligar a la anciana a ponerse de rodillas.

– Nunca -gritó-. Tú nunca, nunca… Yo, que he dado hijos a tu hijo…

En cuanto Wardah estuvo de rodillas, Yumn la empujó al suelo por los hombros.

Empezó a dar patadas, a la tierra recién removida a lo largo de las hileras de verduras, a las plantas, a Wardah. Empezó a insultar a las tomateras destrozadas.

– Soy diez veces más mujer… fértil… voluntariosa… deseada por un hombre… Mientras que tú…, tú…, con tus parloteos sobre no servir para nada…, tú…

Estaba tan concentrada en desahogar su furia por fin, que al principio no oyó los gritos. No se enteró de que alguien había entrado en el huerto hasta que notó a ese alguien sujetarle las manos a la espalda y arrastrarla lejos del cuerpo derrumbado de la madre de su hijo.

– ¡Puta! ¡Puta! ¿Te has vuelto loca?

La voz denotaba tanta rabia que al principio no la identificó con la de Muhannad. La apartó con brusquedad a un lado y se acercó a su madre.

– ¿Te encuentras bien, Ammi? ¿Te ha hecho daño?

– ¿Qué si le he hecho daño? -rugió Yumn. El dupatta había resbalado de su cabeza y hombros. Su trenza se había desenredado. La manga del qamis estaba rota-. Me pegó. Por nada. La muy foca…

– ¡Calía! -rugió Muhannad-. Métete en casa. Después me ocuparé de ti.

– ¡Muni! Abofeteó a tu esposa. ¿Y por qué? Porque está celosa. Ella…

Muhannad la obligó a ponerse en pie. Ardía un fuego en sus ojos que Yumn no había visto nunca. Retrocedió a toda prisa.

– ¿Permites que cualquiera abofetee a tu esposa? -preguntó, en un tono más humilde y afligido.

Su marido le dirigió una mirada tan llena de aversión que la mujer se tambaleó hacia atrás. Muhannad se volvió hacia su madre. La estaba ayudando a levantarse, mientras murmuraba y sacudía el polvo de sus ropas, cuando Yumn dio media vuelta y corrió hacia la casa.

Anas y Bishr se habían refugiado en la cocina, debajo de la mesa del fondo, pero Yumn no se detuvo a calmar sus temores. Corrió escaleras arriba, hacia el cuarto de baño.

Sus manos temblaban como la víctima de una parálisis, y tenía la impresión de que las piernas no iban a aguantar su peso. Sus ropas estaban pegadas al cuerpo debido al sudor, con tierra incrustada en cada pliegue, manchadas con el jugo de los tomates, como si fuera sangre. El espejo reveló que tenía la cara sucia, y el pelo, en el que se enredaban telarañas, orugas y hojas, presentaba un aspecto peor que el de una gitana necesitada de un buen baño.