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Le daba igual. La razón estaba de su parte. Hiciera lo que hiciera, la razón siempre estaba de su parte. Y un solo vistazo a la marca que la bofetada de Wardah había dejado en su cara lo confirmaba.

Yumn se lavó la suciedad de las mejillas y la frente. Se mojó las manos y los brazos. Aplicó una toalla a su cara y se examinó de nuevo en el espejo. Vio que la marca de la bofetada se había difuminado. Para renovarla, se abofeteó repetidas veces, y apretó la palma contra la piel hasta que la mejilla adquirió un tono púrpura.

Después fue al dormitorio que compartía con Muhannad. Desde el pasillo, oyó a Muhannad y a su madre en la planta baja. La voz de Wardah había vuelto a adoptar aquel tono tan falso de mujer dócil que reservaba para hablar con su hijo y su marido. La voz de Muhannad era… Yumn escuchó con atención. Frunció el entrecejo. Hablaba de una forma desconocida para ella, distinta incluso de la que había utilizado en el momento más íntimo que habían compartido, cuando juntos habían mirado por primera vez a sus dos hijos juntos.

Captó algunas palabras. «Ammi-jahn… No quiso hacerte daño… No intentó… El calor… Te pedirá disculpas…»

¿Disculpas? Yumn cruzó el pasillo y entró en el dormitorio. Cerró la puerta con tanta fuerza que las ventanas vibraron en sus marcos. Que intenten obligarme a pedir disculpas. Se abofeteó de nuevo. Se arañó las mejillas hasta que sus uñas se tiñeron de sangre. Muhannad se iba a enterar del daño que había infligido a su esposa su amada madre.

Cuando Muhannad entró en el cuarto, se había peinado y hecho la trenza de nuevo. Sólo eso. Estaba sentada ante el tocador, donde había más luz para que él viera el daño que su madre le había hecho.

– ¿Qué quieres que haga cuando tu madre me ataque? -preguntó antes de que Muhannad pudiera hablar-. ¿He de dejar que me mate?

– Cállate -replicó el hombre.

Se acercó a la cómoda e hizo lo que nunca había hecho en casa de su padre. Encendió un cigarrillo. Se quedó inmóvil de cara a la cómoda, y mientras fumaba, apoyó un brazo contra la madera y apretó los dedos de la otra mano contra la sien. Había vuelto a casa desde la fábrica a una hora muy poco habitual, antes de mediodía. Sin embargo, en lugar de reunirse con las mujeres y los niños para almorzar, había pasado las siguientes horas hablando por teléfono, haciendo y recibiendo llamadas en voz baja y perentoria. Era evidente que estaba preocupado por sus negocios, pero no debía estar tan preocupado como para no reparar en los desmanes que había sufrido su mujer. Mientras le daba la espalda, Yumn se pellizcó la mejilla con tanta fuerza que acudieron lágrimas a sus ojos. Se iba a dar cuenta de los malos tratos a que la habían sometido.

– Mírame, Muni -dijo-. Mira lo que tu madre me ha hecho y dime que no debía defenderme.

– He dicho que te calles. Te lo repetiré: cá-lla-te.

– No me callaré hasta que me mires. -Su voz se alzó, más aguda-. Le falté al respeto, pero ¿qué querías que hiciera si me estaba haciendo daño? ¿Acaso no debía protegerme para salvaguardar la vida del hijo que, tal vez en este mismo momento, llevo en mi seno?

El hecho de recordarle su talento más apreciado impelió a Muhannad a hacer lo que ella más deseaba. Se volvió. Una veloz mirada al espejo reveló que su mejilla estaba enrojecida y manchada de sangre seca.

– Cometí un error sin importancia con sus tomates, un accidente muy normal con este calor, y empezó a pegarme. En mi estado -rodeó el estómago con las manos para animarle a creer lo que más le convenía-, ¿no debo hacer algo por proteger al bebé? ¿Debo permitir que desahogue toda su rabia y sus celos hasta que…?

– ¿Celos? -interrumpió Muhannad-. Mi madre no está más celosa de ti que de…

– De mí no, Muni. De ti. De nosotros. Y de nuestros hijos. Y de nuestros futuros hijos. Yo hago lo que ella nunca pudo. Y me hace pagarlo tratándome peor que a una criada.

Le observó desde el otro lado de la habitación. No cabía duda de que vería la verdad de sus afirmaciones. La vería en su cara contusionada y en su cuerpo, el cuerpo que le daba los hijos que deseaba, sin cesar, sin el menor esfuerzo y en abundancia. Pese a su cara carente de todo atractivo y a un cuerpo que era mejor ocultar bajo las ropas que su cultura le exigía llevar, Yumn poseía la cualidad que los hombres apreciaban más en una esposa. Y Muhannad querría salvaguardarla.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó Yumn, y bajó los ojos con humildad-. Dímelo, Muni. Prometo que haré lo que tú me digas.

Supo que había ganado cuando él se paró delante del banco del tocador. Tocó su cabello, y Yumn supo que después, cuando se hubieran comportado como debían, Muhannad iría a ver a su madre y la informaría de que nunca más debía pedir nada a su esposa y a sus hijos. Arrolló la trenza alrededor de su muñeca, y Yumn supo que le echaría la cabeza hacia atrás, se apoderaría de su boca y la tomaría pese al terrible calor del día. Y después…

Le tiró la cabeza hacia atrás con brutalidad.

– ¡Muni! -gritó-. ¡Me haces daño!

El hombre se inclinó y examinó su mejilla.

– Mira lo que me ha hecho.

Yumn se retorció bajo su presa.

Muhannad levantó la mano de Yumn, la examinó e inspeccionó sus uñas. Extrajo de debajo de una un poco de sangre y piel de su cara. Hizo una mueca de desagrado. Dejó caer la mano de Yumn a un lado y soltó su trenza tan repentinamente, que la mujer habría caído al suelo de no agarrarse a su pierna.

Muhannad rechazó sus manos.

– Eres una inútil -dijo-. Lo único que se te pide es vivir en paz con mi familia, y ni siquiera eres capaz de eso.

– ¿Qué no soy capaz?

– Baja y pide perdón a mi madre. Ahora mismo.

– No lo haré. Me pegó. Pegó a tu esposa.

– Mi esposa -Muhannad pronunció la palabra en tono burlón- merecía la bofetada. Tienes suerte de que no te haya abofeteado antes.

– ¿Qué significa esto? ¿Debo sufrir malos tratos? ¿Debo sufrir humillaciones? ¿Debo permitir que me traten como a un perro?

– Si esperas que te sean dispensados los deberes para con mi madre porque has dado a luz dos hijos, olvídalo. Harás lo que te ella te diga. Harás lo que yo te diga. Para empezar, arrastrarás tu trasero de vaca hasta abajo y le pedirás perdón.

– ¡No lo haré!

– Y después, saldrás al huerto y arreglarás el desastre que hiciste.

– ¡Te dejaré! -gritó la mujer.

– Adelante. -Muhannad lanzó una carcajada brusca, nada cordial-. ¿Por qué las mujeres siempre piensan que su capacidad de reproducción les concede derechos reservados a otros? No hace falta mucho cerebro para dejarte embarazada, Yumn. Esperas que te adoren por algo que exige tanto talento como cagar o mear. Ve a trabajar, y no vuelvas a molestarme.

Muhannad se encaminó hacia la puerta. Yumn se sentía petrificada, caliente y fría a la vez. Era su marido. No tenía derecho… Iba a darle otro hijo… Incluso en aquel momento, tal vez el niño estuviera creciendo en sus entrañas… Y él la quería, la adoraba, la reverenciaba por los hijos que le daba y la mujer que ella era, y no podía abandonarla. Ahora no, así no. Presa de aquella ira que le impulsaría a buscar, desear o entregarse a otra, o incluso pensar en… No. No lo permitiría. No seguiría siendo el foco de su ira.

Las palabras surgieron como una exhalación.

– Cumplo mi deber, contigo y con tu familia. Y mi recompensa es el desprecio de tus padres y tu hermana. Me tratan de cualquier manera. ¿Y por qué? Porque digo lo que pienso. Porque soy como soy. Porque no me oculto tras una máscara de dulzura y obediencia. No agacho la cabeza, me muerdo la lengua y finjo ser la virgencita perfecta de papá. ¿Virgen? ¿Ella? -Yumn ululó-. Bien, dentro de muy pocas semanas no podrá ocultar la verdad debajo de su gharara. Y entonces, ya veremos quién sabe cuál es su auténtico deber y quién vive como desea.