Muhannad se volvió. Su rostro parecía tallado en piedra.
– ¿Qué estás diciendo?
Yumn experimentó un gran alivio, seguido de una sensación de triunfo. Había conseguido impedir una crisis entre ellos.
– Estoy diciendo lo que tú piensas que digo. Tu hermana está embarazada. Cosa de lo que todo el mundo se habría dado cuenta, si no estuvieran tan obsesionados por vigilarme a todas horas, por si acaso cometo un error merecedor de castigo.
Los ojos de Muhannad adquirieron un tono opaco. Yumn vio que los músculos de sus brazos se tensaban. Quiso dibujar una sonrisa, pero se controló. Le había tocado el turno a la preciosa Sahlah. No valía la pena discutir por cuatro tomateras estropeadas, comparadas con aquella desgracia familiar.
Muhannad abrió la puerta con furia. Rebotó contra la pared y le golpeó en el hombro. Ni siquiera se encogió.
– ¿Adonde vas? -preguntó Yumn.
Muhannad no contestó. Salió como un rayo de la habitación y bajó la escalera. Al cabo de un momento, Yumn oyó el rugido del Thunderbird, seguido por el crujido de la grava del camino particular cuando las ruedas giraron locamente sobre él. Se acercó a la ventana y vio que corría calle abajo.
Oh, Dios, pensó, y se permitió aquella sonrisa que había reprimido en presencia de su marido. A la pobre Sahlah le había tocado el gordo.
Yumn fue a cerrar la puerta del cuarto de baño.
Qué calor, pensó, mientras estiraba los brazos sobre su cabeza. Sería fatal para una mujer en edad fértil exponerse a aquel sol despiadado. Primero, gozaría de un largo y merecido descanso, y después se ocuparía de las malditas plantas de Wardah.
– Pero lo tiene todo, ¿verdad, Em? Móvil, oportunidades, y ahora los medios. ¿Cuánto tardaría en llegar a pie desde su casa a la dársena? ¿Quince minutos? ¿Veinte? Eso no es nada, ¿verdad? Además, el camino desde la casa hasta la playa está tan bien señalizado que se ve desde la dársena. Ni siquiera necesitaría una linterna para guiarse. Lo cual explica por qué no hemos encontrado a un solo testigo que viera a alguien en las cercanías del Nez.
– Excepto Cliff Hegarty.
Emily aceleró el Ford.
– Exacto. En la práctica, nos ha entregado a Theo Shaw en bandeja de plata, con esa historia sobre el embarazo de la hija de Malik.
Emily salió en marcha atrás del aparcamiento de la dársena. No volvió a hablar hasta que llegaron a la carretera que llevaba a la ciudad.
– Theo Shaw no es la única persona que pudo robar una de las Zodiac de Charlie, Barb -dijo-. ¿Estás dispuesta a desestimar Eastern Imports, World Wide Tours, Klaus Reuchlein y Hamburgo? ¿Cuántas coincidencias quieres achacar a las relaciones entre Querashi y los negocios ilegales de Muhannad? ¿El conocimiento de embarque de Eastern Imports en la caja de seguridad? ¿La excursión nocturna de Muhannad a ese almacén? ¿Qué desechamos, Barb?
– Si Muhannad está al frente de un negocio ilegal -puntualizó Barbara.
– ¿Salir en un camión de Eastern Imports a la una de la mañana? -le recordó Emily-. ¿No indica eso algo ilegal? Créeme, Barb, conozco a mi hombre.
Corrieron como un rayo en la dirección por la que habían venido, y disminuyeron la velocidad al entrar en la ciudad. Emily frenó en la esquina de la calle Mayor y esperó a que una familia pasara delante del coche. Todos sus miembros parecían acalorados y desdichados, cargados con sillas de lona, cubos de plástico, palas y toallas, mientras se arrastraban hacia su casa después de pasar el día en la playa.
Barbara se tiró del labio, sin ver al grupo de desgraciados adictos a la playa, pues estaba concentrada en el caso. Sabía que no podía refutar la lógica de Emily. La inspectora tenía toda la razón. Coexistían demasiadas coincidencias en la investigación para que fueran simples casualidades. Sin embargo, no podía soslayar el hecho de que, desde el principio del caso, Theo Shaw tenía un móvil grabado con letras de neón en su frente, mientras que Muhannad no.
De todos modos, Barbara no quiso entrar en una discusión sobre la eficacia de ir a registrar la fábrica de mostazas, en lugar de encaminarse hacia el parque de atracciones. Pese a inclinarse por las posibilidades que ofrecía la proximidad de Balford Oíd Hall a la dársena, sabía que tanto ella como Emily carecían de pruebas para condenar a nadie. Sin un testigo visual, salvo uno que había vislumbrado una silueta indefinida en lo alto del Nez, sin más base que una lista de llamadas telefónicas peculiares y una serie de coincidencias circunstanciales, su única esperanza de llevar a cabo un arresto residía en desenterrar un detalle acusador que implicara a alguno de los sospechosos, o bien tender una trampa a alguien en un interrogatorio, de forma que saliera a la luz su culpabilidad, después de haber proclamado su inocencia.
Con una orden de registro en su poder, lo más sensato era dedicarse a la fábrica. Al menos, la fábrica ofrecía la esperanza de descubrir algo que podía conducir a una detención. Un desvío hacia el parque de atracciones no prometía más que abundar en lo que ya sabían y habían escuchado, con la esperanza de captar algo que antes les hubiera pasado por alto.
Aun así, insistió.
– En ese brazalete estaba grabado «La vida empieza ahora». Tal vez quería casarse con la hija de Malik, pero Querashi se interpuso en sus planes.
Emily le lanzó una mirada de incredulidad.
– ¿Theo Shaw casarse con la hija de Malik? Ni lo sueñes. Su abuela le habría desheredado. No, fue una suerte para Theo Shaw que Querashi hiciera acto de aparición. Así podría sacarse de encima a Sahlah sin armar un escándalo. En último extremo, es la persona con más motivos para desear que Haytham Querashi siguiera con vida.
Se internaron en la Explanada. Dejaron atrás ciclistas, peatones y patinadores, y luego se desviaron hacia el interior cuando llegaron a la altura del puesto de la guardia costera y recorrieron Hall Lane hacia el recodo que se transformaba en Nez Park Road.
Emily frenó dentro de la zona industrial. Extrajo la orden de registro de la guantera.
– Ah, ahí están los muchachos.
Los «muchachos» eran ocho miembros del grupo al que la inspectora había ordenado llamar desde la comisaría. Habían sido apartados de sus actividades actuales (desde verificar la coartada de Gerry DeVitt, hasta ponerse en contacto con todos los propietarios de cabañas de playa, en un intento de corroborar la culpabilidad de Trevor Ruddock en los robos de poca monta), con el fin de participar en el registro de la fábrica. Deambulaban ante el viejo edificio de ladrillo, fumaban, intentaban combatir el calor con latas de coca-cola y botellas de agua. Se acercaron al Ford de Emily y Barbara, mientras los fumadores tomaban la prudente medida de apagar sus cigarrillos.
Emily dijo que esperaran a recibir su orden, y entró en la recepción, seguida de Barbara. Sahlah Malik no estaba detrás del mostrador de recepción. En su lugar, se encontraba una mujer de edad madura, cubierta de pies a cabeza, que estaba examinando el correo del día.
Su reacción al ver la orden de registro fue excusarse y desaparecer a toda prisa en la oficina administrativa. Al cabo de un momento, Ian Armstrong corrió hacia ellas, mientras la recepcionista sustituía se quedaba a una prudente distancia para presenciar su enfrenta-miento con la policía.
– Inspectora jefe detective, sargento -dijo Armstrong, nada más salir, y dedicó un cabeceo a cada una. Introdujo la mano en el bolsillo superior de la chaqueta. Por un momento, Barbara pensó que iba a exhibir otro documento legal de su propia cosecha, pero lo que sacó fue un arrugado pañuelo, con el cual se secó el sudor de la frente-. El señor Malik no está. Ha ido a visitar a Agatha Shaw. La han ingresado en el hospital. Una apoplejía, según me han informado. ¿En qué puedo ayudarlas? Kawthar me ha dicho que han solicitado…
– No es una solicitud -le interrumpió Emily, y mostró de nuevo el documento.