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El hombre tragó saliva.

– Oh, Dios. Como el señor Malik no se encuentra aquí en este momento, temo que no puedo permitir…

– Usted no puede permitir o dejar de permitir, señor Armstrong -dijo Emily-. Reúna a su gente fuera.

– Pero es que en este momento estamos mezclando productos. -El hombre hablaba sin convicción, como si fuera consciente de que su protesta no servía para nada, pero también de que debía formularla-. Es una fase muy delicada de la operación, porque estamos trabajando en una salsa nueva, y el señor Malik fue muy categórico al ordenar a nuestros mezcladores… -Carraspeó-. Si pudieran concedernos media hora… Tal vez un poco más…

Como respuesta, Emily se encaminó a la puerta. Asomó la cabeza y dijo:

– Empecemos.

– Pero… pero… -Armstrong se retorció las manos y dirigió una mirada implorante a Barbara, como si buscara un defensor-. Ha de decirme…, darme alguna indicación de… ¿Qué está buscando, exactamente? Como yo me quedo al mando de la fábrica en ausencia de los Malik…

– ¿Muhannad tampoco está? -preguntó con acritud Emily.

– Bien, claro que está… O sea, antes estaba… Había supuesto… Va a comer a casa.

Armstrong dirigió una mirada de desesperación a la puerta cuando el grupo de Emily entró en tromba. La inspectora había elegido a los hombres más corpulentos y altos, a sabiendas de que la intimidación jugaba un papel importante en los registros. Ian Armstrong echó un vistazo al grupo y decidió que lo mejor era decantarse por la discreción.

– Oh, Dios -musitó.

– Saque al personal del edificio, señor Armstrong -ordenó Emily.

El grupo de Emily se diseminó por toda la fábrica. Mientras los empleados se congregaban delante de la fábrica, los detectives se dividieron entre las oficinas administrativas, el departamento de embarques, la zona de producción y el almacén. Buscaban lo que podía ser embarcado desde la fábrica oculto entre los tarros y los frascos: drogas, pornografía normal o infantil, armas, explosivos, billetes falsos o joyas.

El grupo estaba inmerso en la tarea, cuando el móvil de Emily sonó. Barbara y ella estaban en el almacén, buscando entre las cajas preparadas para embarcar. El móvil estaba sujeto al cinturón de Emily, y cuando sonó, lo soltó de un tirón y, evidentemente irritada por la interrupción, ladró su nombre en el auricular.

Desde el otro lado de la zona de carga, Barbara oyó lo que decía Emily.

– Aquí Barlow… Sí. Maldita sea, Billy, estoy muy ocupada. ¿Qué cono pasa…? Sí, eso es lo que ordené y eso es lo que quiero. Ese tipo se muere de ganas por darnos el esquinazo, y en cuanto le quites la vista de encima, lo hará… ¿Qué qué? ¿Has mirado bien? ¿Por todas partes? Sí, ya le oigo farfullar. ¿Qué dice…? ¿Robados? ¿Desde ayer? Y una mierda. Le quiero de vuelta en la comisaría. Directamente… Me da igual que se mee en los pantalones. Le quiero a mi entera disposición.

Cerró el teléfono y miró a Barbara.

– Kumhar -dijo.

– ¿Algún problema?

– ¿Qué, si no? -gruñó Emily, mientras contemplaba las cajas que habían abierto, pero con la mente a kilómetros de distancia de la fábrica-. Dije al agente Honigman que recogiera los papeles de Kumhar cuando le devolviera a Clacton. Pasaporte, documentos de inmigración, permisos de trabajo, todo eso.

– Para que no se diera el piro si queríamos hablar con él otra vez. Me acuerdo -dijo Barbara-. ¿Y?

– Acabo de hablar con Honigman. Parece que nuestro pequeño gusano asiático no tiene ni un puto papel en Clacton. Según Honigman, afirma que se los robaron anoche, mientras estaba en la comisaría.

Volvió a encajar el móvil en la funda del cinturón.

Barbara meditó sobre aquella información a la luz de todo lo demás que sabían, lo que habían visto y lo que habían oído.

– Querashi guardaba sus papeles de inmigración en la caja de seguridad de Barclays, ¿verdad, Em? ¿Existe alguna relación con eso? Y aunque exista, ¿hay alguna relación con este lugar?

Abarcó con un gesto el departamento de embarque.

– Eso es precisamente lo que quiero averiguar -replicó Emily. Salió de la zona de embarque-. Sigue con el registro, Barb. Si Malik asoma la jeta, arrástrale a la comisaría para que charlemos un rato.

– ¿Y si no aparece?

– Búscale en su casa. Acorrálale. Encuéntralo como sea, y tráemelo.

Después de que los polis le devolvieran a la zona industrial, Cliff Hegarty decidió darse vacaciones durante lo que quedaba de la tarde. Utilizó una hoja de polietileno para cubrir su actual Distracción (un rompecabezas a medio terminar, que presentaba a una mujer de enormes pechos acoplada con un pequeño elefante, en una postura fascinante, pero imposible desde el punto de vista fisiológico) y guardó sus herramientas en los cajones de acero inoxidable. Barrió el serrín, sacó brillo a la superficie de sus vitrinas, vació y lavó las tazas de té, y cerró con llave la puerta. Durante todo el rato no paró de canturrear, muy contento.

Había aportado su granito de arena para entregar al asesino de Haytham a la justicia. No lo había hecho enseguida, cierto, el mismo viernes por la noche, cuando había visto al pobre Haytham desplomarse desde lo alto del Nez, pero al menos sabía que habría dado la cara si las circunstancias hubieran sido diferentes. Además, no sólo había pensado en él al abstenerse de ir con el cuento a la bofia. Si Cliff hubiera revelado que la víctima del asesinato había ido al Nez en busca de placeres ilícitos, ¿qué habría sido de la reputación del pobre tipo? Una vez muerto, era absurdo arrastrarle por el barro, en opinión de Cliff.

También había que pensar en Gerry. ¿Para qué preocupar a Gerry, si no era en absoluto necesario? Ger siempre estaba hablando de la fidelidad, como si, en el fondo de su corazón, creyera que ser fiel a su amante era el tema principal que ocupaba su mente. Pero la verdad era que Gerry tenía un miedo terrible al sida. Se hacía análisis tres veces al año desde que le entró el tembleque, y estaba convencido de que la clave de la supervivencia consistía en tirarse a un solo tío durante el resto de su vida. Si supiera que Cliff se lo había montado con Haytham Querashi, su paranoia llegaría hasta el extremo de provocarse síntomas de una enfermedad que no padecía. Además, Haytham siempre tomaba precauciones. Joder, había ocasiones en que ofrecer el culo a Haytham resultaba tan aséptico que Cliff se había descubierto dando vueltas a la idea de montar algo con un tercer semental, sólo para añadir un poco de picante a la salsa.

No lo habría hecho, desde luego. Pero había momentos… Sólo de vez en cuando, cuando Hayth forcejeaba con aquel maldito Durex diez segundos más de lo que Cliff soportaba…

Sin embargo, todo aquello ya era cosa del pasado.

Cliff tomó la decisión mientras conducía el coche. Vio seis coches de policía aparcados delante de la fábrica de mostazas, y dio gracias a Dios porque su parte en la investigación hubiera concluido. Se iría a casa y lo olvidaría todo, decidió. Le había ido de bien poco, y sería un capullo si no veía lo ocurrido en los últimos días como una invitación de las alturas a pasar una página de su vida.

Se puso a silbar mientras atravesaba Balford, junto a la orilla del mar, y luego subió por la calle Mayor. La vida le sonreía, sin la menor duda. Una vez concluido el asunto con Haytham y la mente concentrada en lo que debía hacer durante el resto de su vida, supo que estaba preparado para entregarse en cuerpo y alma a Gerry. Habían pasado un mal momento, Ger y él, pero eso era todo, así de sencillo.

Había tenido que aplicar toda su astucia para convencer a Gerry de que sus sospechas eran infundadas. De entrada, había utilizado la irritación. Cuando su amante había sacado a colación la idea de hacerse la prueba del sida, la reacción de Cliff había sido de indignación, bien modulada para demostrar el doloroso golpe que le había asestado.