Mierda. El tráfico estaba paralizado, y él había quedado atrapado en medio. Si invadía con dos ruedas la acera, podría llegar hasta Queensway e internarse en la ciudad. Se decidió por esa alternativa. Tuvo que utilizar la bocina para abrirse paso, y como resultado obtuvo puños alzados en señal de protesta, una manzana y algunos gritos de protesta, pero hizo los cuernos a todos cuantos le apostrofaron, llegó a Queensway y se alejó de la orilla.
Esto era mucho mejor, pensó. Corrió en zigzag a través de la ciudad. Volvería a descender hacia la playa pasado el muelle de Clacton, y desde allí quedaba muy poco para Jaywick Sands.
Ahora que volvía a avanzar sin impedimentos, se puso a pensar en lo que Gerry y él podían hacer para celebrar su conversión a la monogamia y a la fidelidad eterna. Claro, Gerry no iba a enterarse de lo que estaban celebrando, porque Cliff había alardeado de su fidelidad, si ésa era la expresión adecuada, durante años y años, pero una celebración por todo lo alto estaba a la orden del día. Y después, con un poco de vino, un buen filete, una ensalada bien aliñada, unas verduras de primera calidad y una patata al horno que rezumara mantequilla… Bien, Cliff sabía que lograría alejar toda sospecha que Gerry DeVitt hubiera albergado sobre las debilidades de su amante. Cliff tendría que inventarse alguna explicación estrambótica sobre el motivo de la celebración, por supuesto, pero ya habría tiempo de pensar en ello antes de que Gerry volviera a casa.
Cliff se zambulló en el tráfico de Holland Road y giró hacia el oeste, en dirección a la vía férrea. Cruzó la vía y dobló por Oxford Road, que le llevaría hacia el mar. El paisaje era deprimente, apenas algunas zonas industriales polvorientas y un par de parques infantiles, que desde hacía mucho tiempo habían adquirido un color pajizo, debido al continuo calor del verano, pero la visión de los ladrillos mugrientos y los jardines requemados era mucho mejor que la de los viejos pedorros que paseaban por la playa.
Muy bien, pensó mientras conducía, con una mano colgando por la ventanilla y la otra apoyada sobre el volante. ¿Qué explicación debía dar a Ger acerca de la celebración? ¿Distracciones había recibido un gran pedido? ¿Una herencia de la vieja tía Mabel? ¿Algún aniversario? Esto sonaba mejor. Un aniversario. ¿Pero la fecha de hoy encerraba algún significado especial?
Cliff dio vueltas a la cuestión. ¿Cuándo se habían conocido Gerry y él? Ya le costaba cierto esfuerzo recordar el año, y mucho más el día o el mes. Como lo habían hecho por primera vez el día que se habían conocido, no podía enarbolar aquella ocasión como motivo de celebración. Habían ido a vivir juntos (de hecho, Cliff se había mudado a casa de Gerry) en el mes de marzo, porque aquel día soplaba un viento del copón, de modo que se habrían conocido en febrero. Pero no podía ser, porque en febrero hacía un frío de la hostia y era imposible que se lo hubiera montado con alguien en los retretes del mercado con aquel frío. Al fin y al cabo, se ceñía a ciertos principios, y uno de ellos era que no estaba dispuesto a permitir que se le helaran las pelotas por echar un polvo con un tío bueno. Como Gerry y él se habían conocido en el mercado, como habían ido directamente al asunto, como se habían ido a vivir juntos al poco tiempo… Sabía que marzo no debía ser el mes en cuestión. Mierda. ¿Qué le estaba pasando a su memoria?, se preguntó Cliff. La de Ger era como una trampa de acero, y siempre había sido igual.
Cliff suspiró. Ése era el problema con Ger, ¿verdad? Si tuviera algún lapso de memoria, como quién estaba dónde y a qué hora de la noche, Cliff no se estaría estrujando los sesos en aquel momento, con la intención de encontrar alguna excusa para la celebración. De hecho, la sola idea de tener que inventar una celebración, en lugar de seguir adelante como si nada hubiera pasado, le jodia un poco.
Al fin y al cabo, si Gerry tuviera un miligramo de confianza en su cuerpo, Cliff no tendría que estar pensando en tranquilizarle. No tendría que estar buscando una forma de congraciarse con Gerry porque, para empezar, nunca había perdido su favor.
Ése era otro problema con Gerry, a propósito. Había que esforzarse siempre por tenerlo contento. Una sola palabra fuera de lugar, una noche, una mañana o una tarde en que no tuviera ganas de hacerlo con él, y toda la relación era sometida a examen minucioso bajo el microscopio.
Cliff giró a la izquierda por Oxford Road, más irritado todavía con su amante. La calle corría paralela a la vía férrea, de la cual la separaba otra zona industrial leprosa. Cliff echó un vistazo a los ladrillos tiznados de hollín, y se dio cuenta de que así se sentía por culpa de los celos de Gerry: sucio, al tiempo que Ger era tan puro como el agua de lluvia de Suiza. Como si ésa fuera la verdad, pensó Cliff, malhumorado. Todo el mundo tenía sus puntos débiles, y Gerry también tenía los suyos. Por lo que Cliff sabía, su amante era un tipo de cuidado.
Al final de Oxford Road, otras dos calles confluían en el vértice del triángulo. Eran Carnarvon y Wellesly. La última conducía a Pier Avenue, y la primera al paseo Marítimo, y las dos desembocaban en el mar. Cliff se detuvo, con la mano sobre el cambio de marchas, pensando más en el efecto que habían obrado en su vida los últimos días que en la dirección que deseaba tomar. Muy bien, Gerry se había pasado un poco con él. Lo merecía. Por otra parte, Gerry siempre se pasaba cuando le hincaba el diente a un tema. Era incapaz de dejarlo correr.
Cuando no hincaba los dientes en algo (alguna deficiencia de Cliff que era menester compensar ya), siempre estaba encima de él, en busca de garantías de que le quería, adoraba, deseaba… Mierda. A veces vivir con Gerry era como vivir con una mujer posesiva. Largos y significativos silencios que debían interpretarse precisamente así, suspiros desgarrados que sólo Dios sabía lo que significaban, lametones en el cuello que debían tomarse como un juego preliminar y, lo peor y lo más enloquecedor, una polla como una olla que le asediaba por la mañana, para comunicarle cuáles eran las expectativas.
Él detestaba las expectativas de quien fuera. Detestaba saber que existían, como preguntas no verbalizadas que debía responder de inmediato. Cuando Gerry le aguijoneaba con su punzón, había ocasiones en que Cliff deseaba abofetearle, deseaba gritar, ¿quieres algo, Ger? Pues dilo de una puta vez.
Pero Gerry nunca decía las cosas de una forma directa. Sólo cuando acusaba. Y eso sí cabreaba a Cliff. Le daban ganas de golpear, romper cosas, hacer daño.
Pensaba en eso sin darse cuenta de que había girado por el lado derecho de aquel triángulo, cuyo vértice estaba formado por las calles Carnarvon y Wellesly. Sin ser consciente de adonde iba, entró en la plaza del mercado de Clacton. Incluso paró junto al bordillo de la misma manera ausente.
Caramba, se dijo. Frena un poco, hijo.
Aferró el volante y miró por el parabrisas. Alguien había colgado banderas de adorno sobre el mercado desde su última visita, y los estandartes puntiagudos azules, rojos y blancos se desplegaban desde un único edificio pequeño situado en el límite del mercado, como con la intención de dirigir la mirada de todos los compradores hacia los lavabos públicos, un edificio de ladrillo sobre el cual el letrero de CABALLEROS parecía rielar a causa del calor.
Cliff tragó saliva. Qué sed tenía. Podía tomar una botella de agua en la plaza, algún zumo o una coca-cola. De paso, podría hacer las compras. Iría a la carnicería para comprar filetes, y aunque antes había pensado comprar el resto de la comida en el colmado de Jaywick… ¿No era mucho más lógico comprar todo aquí, donde la comida era tan fresca como el aire que respiraba? Compraría la lechuga, las verduras y las patatas, y si tenía tiempo, que le sobraba, porque se había tomado el resto del día libre, recorrería los puestos y miraría si encontraba algo especial como ofrenda de paz a Ger. Él no se enteraría que era una ofrenda de paz, por supuesto.