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En cualquier caso, tenía tanta sed que debía beber algo para recorrer otro kilómetro. Por lo tanto, aunque no hiciera las compras allí, buscaría algo que calmara el fuego de su garganta.

Abrió la puerta, la cerró a su espalda y entró con paso seguro en el mercado. Encontró el agua que estaba buscando, y bebió toda la botella de un solo trago. Dios, casi volvía a sentirse como un ser humano. Buscó un cubo de basura para tirar el envase. Fue entonces cuando reparó en que Plucky, el vendedor de pañuelos, había puesto en oferta sus corbatas, bufandas y pañuelos de diseño falsificados. Allí podría encontrar un regalo para Ger. No tendría que decir dónde lo había comprado, ¿verdad?

Se abrió paso hasta el puesto, donde los artículos de alegres colores colgaban en fila, sujetos con pinzas de plástico. Había pañuelos de todos los colores y diseños, dispuestos con la acostumbrada atención al detalle artístico de Plucky, en gradaciones de color, a partir de una paleta de pintor que había afanado al ferretero del pueblo.

Cliff los examinó. Le gustaba su tacto. Tuvo ganas de sepultar la cara entre ellos porque, con aquel maldito calor, tenía la sensación de que le refrescarían como un arroyo de montaña. E incluso entonces…

– Son bonitos, ¿verdad?

La voz sonó a su derecha, en una esquina del puesto. Había una mesa llena de cajas de pañuelos, y de pie ante ellas estaba un individuo con una sucinta camiseta sin mangas que marcaba sus desarrollados pectorales. También marcaba sus pezones, observó Cliff, y un aro perforaba uno de ellos.

Vaya, qué monada, pensó Cliff. Unos hombros acojonantes, una cintura de avispa, y unos pantalones cortos tan cortos y tan ceñidos, que Cliff se removió cuando su cuerpo reaccionó ante lo que sus ojos estaban viendo delante de él.

Bastaría con dirigir la mirada al tío. Bastaría con mirarle a los ojos y decir algo así como, «Muy bonitos, ya lo creo». Después, una sonrisa, sin dejar de mirarle, y su disponibilidad quedaría al descubierto.

Pero tenía que comprar verduras para cenar, se recordó. Tenía que comprar lechuga y patatas, para hacerlas al horno. Tenía que pensar en una cena muy especial. La cena para Gerry. La celebración de su unidad, fidelidad y monogamia eternas.

Pero Cliff no podía apartar los ojos de aquel tipo. Estaba bronceado, era esbelto, y sus músculos resplandecían bajo la luz del atardecer. Parecía una escultura que hubiera cobrado vida. Joder, pensó Cliff, ¿por qué no se le parecerá Gerry?

El otro hombre esperaba una respuesta. Como si intuyera el conflicto que desgarraba a Cliff, sonrió.

– Hoy hace un calor horroroso, ¿verdad? -dijo-. A mí me gusta el calor. ¿Y a ti?

Mierda, pensó Cliff. Oh, Dios. Oh, Dios.

Maldito fuera Gerry. Siempre se pegaba como una lapa. Siempre exigía. Siempre examinaba con su microscopio y lanzaba sus jodidas preguntas. ¿Por qué no podía confiar en un tío? ¿No se daba cuenta de lo que podía provocar?

Cliff desvió la vista hacia los retretes, al otro lado de la plaza. Después, miró al otro hombre.

– Para mí nunca hace suficiente calor -dijo.

Y se alejó contoneándose, porque sabía que se contoneaba mejor que nadie, hacia los lavabos.

Capítulo 25

Lo último que Emily deseaba era aguantar otro cara a cara con alguno de los asiáticos, pero cuando el agente Honigman devolvió a la comisaría a un tembloroso Fahd Kumhar para otra sesión en la sala de interrogatorios, el primo de Muhannad Malik entró pisando los talones al agente. Kumhar dirigió una mirada a Emily y empezó a farfullar como la víspera. Honigman agarró al sujeto por los sobacos, le pellizcó con suavidad y gruñó que acabara con sus gemidos, lo cual no logró acallar al hombre en lo más mínimo. Emily ordenó al agente que encerrara al asiático en una celda hasta que pudiera ocuparse de él. Y Taymullah Azhar le cerró el paso.

No estaba de humor para que nadie le cerrara el paso. Nada más volver a la comisaría, había recibido otra llamada de Ferguson, que le pedía explicaciones sobre el registro de la fábrica de mostazas. Estaba tan preocupado por la noticia de que no había sacado nada en limpio como la propia Emily. La verdadera preocupación del superintendente no era tanto, por supuesto, el asesinato de Haytham Querashi como el resultado de su entrevista para acceder al cargo de subjefe de policía. Bajo sus preguntas y comentarios, sobresalía el hecho de que iba a enfrentarse al tribunal antes de cuarenta y ocho horas, y quería hacerlo con el triunfo de haber resuelto el asesinato de Balford.

– Barlow, por los clavos de Cristo -dijo-. ¿Qué está pasando? Espero que me dé un informe completo ipso facto. ¿Conoce la rutina, o quiere que se la recite? Si no puede garantizarme un sospechoso para mañana por la mañana, enviaré a Presley.

Emily sabía que, en teoría, debería retorcerse de miedo ante aquella amenaza, después de lo cual debería sacarse de la manga un candidato a la detención, cualquier candidato, muchísimas gracias, para proporcionar a Ferguson la oportunidad de presentarse a la luz más favorable ante los peces gordos en cuyas manos descansaba su ascenso. Pero estaba demasiado irritada para seguirle el juego. Tener que lidiar con otro de los intentos obsesivos de Ferguson por arruinar su carrera le dio ganas de reptar por la línea telefónica y patear el culo del superintendente.

– Envíe a Presley, Don -dijo-. Envíe a media docena de inspectores con él, si cree que así quedará mejor ante el comité, pero déjeme en paz, ¿quiere?

Dicho esto, colgó el auricular.

Fue el momento en que Belinda Warner le transmitió la desagradable información de que uno de los paquistaníes estaba en recepción e insistía en hablar con ella. Por eso ahora se encontraba cara a cara con Taymullah Azhar.

Había seguido al agente Honigman hasta Clacton cuando Emily se negó a permitirle que acompañara a Fahd Kumhar a su pensión. Como desconfiaba del honor de la policía en general y de la inspectora de Balford en particular, había decidido plantarse ante la pensión de Kumhar hasta que Honigman se marchara, tras lo cual se proponía examinar el estado del paquistaní: mental, emocional, físico y demás. Cuando esperaba en la calle a que el policía se marchara, había visto que Honigman se llevaba de nuevo a Kumhar, y les había seguido hasta la comisaría.

– El señor Kumhar estaba llorando -informó a Emily-. Es evidente que se halla sometido a una tensión extrema. Reconocerá que es esencial informarle otra vez de…

Emily interrumpió el discurso sobre legalismos.

– Señor Azhar -dijo con impaciencia-, el señor Kumhar se encuentra en este país ilegalmente. Imagino que sabrá de qué manera afecta eso a sus derechos.

Azhar pareció alarmarse ante aquel inesperado giro de los acontecimientos.

– ¿Está diciendo que esta nueva detención no tiene que ver con el asesinato del señor Querashi?

– Se lo acabo de decir. No es un visitante, no es un trabajador temporal, no es un criado, no es un estudiante, no es el marido de alguien. Carece de derechos.

– Entiendo -dijo Azhar, pero no era un hombre que admitía la derrota, como Emily no tardó en averiguar-. ¿Cómo piensa explicárselo?

Maldito sea este capullo, pensó Emily. Lo tenía plantado delante de ella, la sangfroide encarnada, pese a su nanosegundo de alarma un momento antes, y esperaba con calma a que ella extrajera la única conclusión posible del hecho de que Fahd Kumhar apenas hablaba inglés. Se maldijo por haber enviado de vuelta a Londres al profesor Siddiqi. Aunque localizara al agente Hesketh con el móvil, a estas horas ya habrían llegado a Wanstead. Perdería otras dos horas, que no podía permitirse el lujo de desperdiciar, si le ordenaba dar media vuelta y devolver al profesor a Balford para otra sesión con Kumhar. Y Taymullah Azhar estaba apostando a que ella no quería hacerlo.

Pensó en lo que había averiguado sobre él gracias al informe llegado de Londres. El SO11 consideraba que valía la pena vigilarle, pero los informes de Inteligencia no le acusaban de otra cosa que adulterio y abandono del hogar. No eran acciones de las que podía enorgullecerse, pero tampoco eran delictivas. En ese caso, cualquiera, desde el príncipe de Gales hasta los borrachos de St. Botolph, sería condenado a años de reclusión, lo mereciera o no. Además, como Barbara Havers había señalado el día anterior, Taymullah Azhar no estaba implicado en aquel asunto de una manera directa. Como remate, nada de lo que Emily había leído sobre él apuntaba a una hermandad con el submundo asiático que su primo representaba.