Sus sentidos se pusieron en estado de alerta.
– ¿Dónde está su hijo, señora Malik? -preguntó-. ¿Sigue aquí?
– No -contestó la mujer-. Ya se lo he dicho. No.
Como si un cambio de comportamiento reforzara su respuesta, se acercó a Barbara, mientras se cubría la cabeza y la garganta con el pañuelo.
Ahora que tenía mejor luz, Barbara vio que la mano con la que sujetaba el pañuelo contra la garganta estaba arañada y enrojecida. Alzó la vista hacia el rostro de la mujer y vio que también lo tenía arañado y magullado.
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó-. ¿Alguien la ha maltratado?
– No, claro que no. Me caí en el jardín. Mi falda se enredó con algo.
Como si deseara demostrarlo, alzó entre los dedos un trozo de tela muy sucio, como si se hubiera caído y revolcado un poco por la tierra para disfrutar un rato de la sensación.
– Nadie se hace esas magulladuras cuando cae al suelo -observó Barbara.
– Pues yo sí -replicó la mujer-. Como ya he dicho antes, mi hijo no está en casa. Supongo que volverá antes de que los niños cenen. Siempre que puede, está presente cuando comen. Si quiere llamar entonces, Muhannad estará encantado…
– No hables en nombre de Muni -dijo otra voz de mujer.
Barbara giró en redondo y vio que la esposa de Muhannad había bajado la escalera. También tenía la cara magullada, y largos arañazos en la mejilla izquierda sugerían una pelea. Una pelea con otra mujer, concluyó Barbara, pues sabía demasiado bien que, cuando los hombres peleaban, utilizaban los puños. Dirigió otra mirada inquisitiva a las heridas de la señora Malik. Pensó que tal vez podría sacar provecho de la relación entre las dos mujeres.
– Sólo la mujer de Muhannad habla en nombre de Muhannad -proclamó la mujer más joven.
Y eso podía ser una bendición disfrazada, decidió Barbara al instante.
– Dice -informó Taymullah Azhar- que le robaron sus papeles. Ayer estaban en su cómoda. Afirma que la informó de esto cuando usted estuvo en su habitación. Cuando el agente le pidió los papeles esta tarde, fue a buscarlos al cajón, pero descubrió que habían desaparecido.
Esta vez Emily conducía el interrogatorio de pie, en el cubículo sin aire que pasaba por ser una de las dos salas de interrogatorios de la comisaría. La grabadora funcionaba sobre la mesa, y después de conectarla, se había plantado al lado de la puerta, desde donde podía observar a Fahd Kumhar desde su altura, lo cual servía para informar al hombre de quién ostentaba el poder y quién no.
Taymullah Azhar estaba sentado al extremo de la mesa, uno de los cuatro muebles de la habitación, y Kumhar se sentaba a su derecha, presidiendo el lado más alejado de la mesa. Hasta el momento, daba la impresión de que sólo comunicaba a su compatriota lo que Emily le permitía.
Habían empezado el interrogatorio con otra ronda de balbuceos por parte de Kumhar. Cuando entraron, estaba sentado en el suelo de la habitación, acurrucado en un rincón como un ratón a la espera del zarpazo definitivo del gato. Había mirado más allá de Emily y Azhar, como si esperara la aparición de una tercera persona. Cuando quedó claro que sólo ellos iban a ser sus inquisidores, empezó a farfullar.
Emily había querido saber qué estaba diciendo.
Azhar escuchó con atención sin hacer comentarios durante unos treinta segundos antes de contestar.
– Está parafraseando fragmentos del Corán. Dice que entre las gentes de Al-Madinah hay hipócritas a los que Muhannad no conoce. Dice que serán castigados y condenados.
– Dígale que se deje de pamplinas -replicó Emily.
Azhar dijo algo con suavidad al hombre, pero Kumhar siguió en la misma vena.
– Otros han reconocido sus pecados. Aunque mezclaron una buena acción con otra mala, Alá aún podría ser benévolo con ellos. Porque Alá…
– Ayer ya nos largó este rollo -interrumpió Emily-. Hoy no vamos a jugar al juego de las oraciones. Diga al señor Kumhar que quiero saber qué está haciendo en este país sin los documentos pertinentes. ¿Sabía Querashi que estaba aquí ilegalmente?
Fue cuando Kumhar le dijo, por mediación de Azhar, que le habían robado los papeles entre la tarde de ayer, cuando lo habían trasladado a Clacton, y el día de hoy, cuando le habían devuelto a la pensión.
– Eso son gilipolleces -dijo Emily-. El agente Honigman me informó no hace ni cinco minutos de que los demás huéspedes de la señora Kersey son ingleses que no tienen la menor necesidad de sus papeles y menos interés aún en ellos. La puerta de la calle siempre está cerrada con llave, de día y de noche, y hay una distancia de tres metros y medio en caída libre desde la ventana del señor Kumhar hasta el jardín trasero, sin el menor medio de acceso a esa ventana. Con todo eso en mente, ¿quiere hacer el favor de explicar cómo le robaron los papeles, y por qué?
– No se explica lo ocurrido -dijo Azhar, después de escuchar durante un rato el dilatado comentario del otro hombre-. Dice que los documentos son objetos valiosos, porque pueden venderse en el mercado negro a almas desesperadas que desean beneficiarse de las oportunidades de empleo y mejoras que ofrece este país.
– Correcto -dijo despacio Emily, y entornó los ojos mientras examinaba al paquistaní desde el otro lado de la habitación. Vio que sus manos dejaban manchas de humedad visibles sobre la mesa cuando las movía-. Dígale que no debe preocuparse para nada por sus papeles. Londres le proporcionará gustosamente duplicados. Esto habría sido difícil hace años, pero desde la aparición de los ordenadores, el gobierno puede comprobar si entró en el país provisto del visado pertinente. Sería muy útil que nos dijera el aeropuerto de entrada. ¿Cuál fue? ¿Heathrow? ¿Gatwick?
Kumhar se humedeció los labios. Tragó saliva. Cuando Azhar tradujo las palabras de Emily, emitió una especie de maullido.
Emily persistió en sus argumentaciones.
– Hemos de saber, por supuesto, qué clase de visado le robaron. De lo contrario, no podremos conseguirle un duplicado, ¿verdad? Pregúntele bajo qué categoría le concedieron permiso de entrada en el país. ¿Es pariente de alguien? ¿Trabajador temporal? ¿Vino para trabajar de criado? ¿Es médico? ¿Alguna especie de pastor? Claro, también podría ser estudiante o el marido de alguien, ¿no? No, porque tiene mujer e hijos en Pakistán. Tal vez vino para someterse a un tratamiento médico privado. Pero no tiene aspecto de contar con los medios económicos necesarios para ello, ¿verdad?
Kumhar se retorció en su silla cuando oyó la traducción de Azhar. No respondió de una manera directa.
– «Alá promete el fuego del infierno a los hipócritas y los descreídos» -tradujo Azhar-. «Alá los maldice y los envía al tormento eterno.»
Más oraciones de mierda, pensó Emily. Si el pequeño bastardo creía que las oraciones le iban a salvar de su situación actual, iba listo.
– Señor Azhar, diga a este hombre que…
– ¿Puedo intentar algo? -la interrumpió Azhar. Estaba examinando a Kumhar a su manera plácida cuando Emily habló. La miró con ojos sinceros y serenos.
– ¿Qué? -preguntó Emily, suspicaz.
– Mi propia… oración, si quiere llamarla así.
– Siempre que me la traduzca.
– Por supuesto. -Se volvió hacia Kumhar. Habló, y después tradujo al inglés-. «Triunfantes son aquellos que se arrepienten ante Alá, aquellos que le sirven, aquellos que le rezan…, aquellos que abrazan el bien y destierran el mal.»
– Sí, vale -dijo Emily-. Ya basta de oraciones.
– ¿Puedo decirle una cosa más: es inútil esconderse en un laberinto de mentiras, porque es fácil extraviarse?
– Hágalo, pero añada esto también: el juego ha terminado. O dice la verdad, o embarcará en el primer avión para Karachi. El decide.