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Barbara recordó la descripción de Haytham Querashi que había oído en la televisión. El locutor le había descrito como recién llegado de Pakistán, ¿no? Se preguntó por primera vez si había malinterpretado los datos al precipitarse hacia Essex, guiada por una manifestación televisada y el misterioso comportamiento de Taymullah Azhar.

Susi continuó.

– Sólo que en este caso, una de las bolsas se rompió en los intestinos del tío y se arrastró hasta el nido de ametralladoras para morir. De esa forma, no deshonraría a su pueblo. Son unos especialistas en eso, de veras.

Barbara volvió al artículo y empezó a leerlo con interés.

– ¿Ya han practicado la autopsia, pues?

Susi parecía muy segura de la veracidad de sus datos.

– Todos sabemos lo que pasó. ¿De qué sirve una autopsia? Pero dígaselo a esos aceitunos. Cuando se descubra que murió de una sobredosis, nos culparán a nosotros. Ya lo verá.

Giró sobre sus talones y se encaminó a la cocina.

– Mi limonada -llamó Barbara, mientras la puerta giratoria se cerraba a la espalda de la chica.

Sola de nuevo, Barbara leyó el resto del artículo sin más interrupciones. Vio que el muerto había sido jefe de producción de un negocio local llamado Malik's Mustards & Assorted Accompaniments. Era propiedad de un tal Akram Malik, quien, según el artículo, era también concejal del ayuntamiento. En el momento de su muerte (que en opinión del DIC local había tenido lugar el viernes por la noche, casi cuarenta y ocho horas antes de que Barbara llegara a Balford), faltaban ocho días para que el señor Querashi contrajera matrimonio con la hija de Malik. Fue su futuro cuñado y activista político local, Muhannad Malik, quien, tras el descubrimiento del cadáver, había arengado a las masas para exigir al DIC que investigara. Si bien el DIC se había hecho cargo al instante de la investigación, aún no se había anunciado oficialmente la causa de la muerte. Como resultado de todo esto, Muhannad Malik había prometido que otros miembros destacados de la comunidad asiática le ayudarían a acosar a los investigadores. «Sería absurdo fingir que ignoramos el significado de la expresión "llegar al fondo de la verdad" cuando se aplica a los asiáticos», había dicho textualmente Malik el sábado por la tarde.

Barbara apartó a un lado el periódico cuando Susi volvió con su vaso de limonada, en el que flotaba con buenas intenciones un solo cubito de hielo. Barbara cabeceó para darle las gracias y hundió la cabeza en el periódico para frustrar más comentarios. Necesitaba pensar.

Le cabían pocas dudas de que Taymullah Azhar era el «miembro destacado de la comunidad asiática» que Muhannad Malik había prometido traer. La precipitada partida de Londres de Azhar al cabo de tan poco tiempo de lo ocurrido no dejaba lugar a engaños. Había ido a Balford, y Barbara sabía que toparse con él sólo era cuestión de tiempo.

No tenía idea de cómo recibiría su intención de interponerse entre él y la policía local. Por primera vez fue consciente de su presuntuosidad, al pensar que Azhar iba a necesitar su intercesión. Era un hombre inteligente, Santo Dios, era un profesor universitario, de modo que debía saber bien en qué se estaba metiendo.

Barbara recorrió con el dedo la humedad acumulada en el lateral del vaso y meditó sobre su pregunta. Lo que sabía acerca de Taymullah Azhar lo había averiguado gracias a las conversaciones con su hija. A partir del comentario de Hadiyyah, «Papá tuvo una clase muy tarde anoche», había llegado a la conclusión inicial de que era un estudiante. Esta conclusión no estaba basada tanto en una idea preconcebida como en la edad aparente del hombre. Tenía aspecto de estudiante, y cuando Barbara descubrió que era profesor de microbiología, su asombro estuvo más relacionado con el descubrimiento de su edad que con estereotipos raciales no confirmados. A los treinta y cinco años, sólo era dos años mayor que Barbara. Lo cual era exasperante, pues aparentaba diez menos.

Dejando aparte la edad, Barbara sabía que una cierta ingenuidad era inherente a la profesión de Azhar. La torre de marfil propia de su carrera le protegía de las realidades cotidianas. Sus preocupaciones girarían alrededor de laboratorios, experimentos, conferencias y artículos impenetrables escritos para revistas científicas. El delicado baile del trabajo policial sería tan ajeno a él como para ella las bacterias anónimas observadas mediante un microscopio. La política de la vida universitaria (que Barbara había llegado a conocer de lejos cuando trabajó en un caso en Cambridge el otoño anterior) no era nada comparada con la política policial. Una impresionante lista de publicaciones, apariciones en conferencias y títulos universitarios no equivalía a la experiencia en el trabajo y la mente volcada en el análisis del asesinato. Sin duda, Azhar descubriría este hecho en cuanto empezara a hablar con el oficial al mando de la investigación, si ésa era su intención.

Pensar en aquel oficial motivó que Barbara se zambullera de nuevo en el periódico. Si iba a inmiscuirse tarjeta de identificación en ristre, con la esperanza de facilitar la presencia de Taymullah Azhar en el lugar de los hechos, le ayudaría saber quién dirigía el cotarro.

Empezó un segundo artículo relacionado con la historia, en la tercera página del periódico. Encontró el nombre que buscaba en el primer párrafo. De hecho, todo el artículo giraba en torno al susodicho oficial. Porque no sólo era el primer «fallecimiento sospechoso» acaecido en la península de Tendring desde hacía más de cinco años, sino que también era la primera investigación conducida por una mujer.

Era la recién ascendida inspectora jefe detective Emily Barlow, y Barbara murmuró, «Puta mierda, aleluya», y después se permitió una sonrisa de satisfacción cuando vio el nombre. Porque había seguido los tres últimos cursos de detective en la escuela de Maidstone, al lado de Emily Barlow.

Era una buena señal, se dijo Barbara: un golpe de suerte, un mensaje de los dioses, una inscripción garabateada (con luces de neón rojas, por ejemplo) en la pared de su futuro. No sólo era una cuestión de que ya conocía a Emily Barlow, y por lo tanto contaba con un pasaporte a la investigación gracias a una pasada familiaridad con la jefa del equipo. También era una cuestión de circunstancias favorables que le permitirían llevar a cabo unas prácticas capaces de catapultar su carrera. Porque la verdad era que no había mujer más competente, más capacitada para las investigaciones criminales y más ducha en la política del trabajo policial que Emily Barlow. Y Barbara sabía que trabajar durante una semana al lado de Emily le enseñaría más que cualquier libro de texto sobre criminología.

El apodo de Emily durante los cursos de detective que habían seguido juntas era Barlow la Bestia. En un mundo en que los hombres se alzaban hasta posiciones de autoridad por el mero hecho de ser hombres, Emily se había abierto paso como una exhalación entre las filas del DIC, demostrando que era igual al sexo opuesto en todos los sentidos.

– ¿Sexismo? -había dicho una noche, en respuesta a una pregunta de Barbara sobre el problema. Se estaba ejercitando furiosamente en una máquina de remar, y no aminoró la velocidad ni un ápice mientras contestaba-. No surge. En cuanto los tíos saben que irás a por sus pelotas si se pasan un pelo, no lo hacen. Pasarse un pelo, quiero decir.

Y continuó adelante con un solo objetivo en su mente: llegar a ser jefe de policía. Como Emily Barlow había sido nombrada IJD a los treinta y siete años, Barbara sabía que alcanzaría su meta con facilidad.

Barbara terminó la cena, pagó y dejó a Susi una propina generosa. Mucho más animada que en los últimos días, volvió al Mini y arrancó con un rugido. Ahora podría vigilar a Hadiyyah. Podría ocuparse de que Taymullah Azhar no se metiera en líos. Y como premio adicional a sus esfuerzos, podría ver a Barlow la Bestia trabajar en un caso, con la esperanza de que un poco del notable polvo cósmico de la IJD cayera sobre los hombros de una sargento.