– ¿Tiene usted un chador, señora Malik?
Las manos de Yumn vacilaron antes de crear más olas para los niños.
– ¿Un chador? -repitió-. Qué raro. ¿Por qué lo pregunta?
– Lleva un atuendo tradicional. Me intrigaba. Eso es todo. ¿Sale mucho? ¿Va a visitar a amigos por las noches? ¿Se deja caer por algún hotel para tomar el café de la noche? Sola, quiero decir. Cuando lo hace, ¿lleva chador? En Londres se ven muchos, pero no recuerdo haber visto ninguno en la costa.
Yumn cogió una jarra grande de plástico del suelo. Abrió el grifo de la bañera y llenó la jarra. Empezó a verter agua sobre los niños, que chillaron y se sacudieron como cachorrillos mojados. No contestó hasta que los niños estuvieron enjuagados por completo y envueltos en enormes toallas blancas. Se acomodó uno en cada cadera y se dispuso a salir del cuarto de baño.
– Acompáñeme -dijo a Barbara.
No volvió a la habitación de los niños, sino que se encaminó hacia el final del pasillo, hasta un dormitorio situado en la parte posterior de la casa. La puerta estaba cerrada, pero la abrió con aire autoritario e indicó con un gesto a Barbara que entrara.
Era una habitación pequeña, con una cama individual apoyada contra una pared, una cómoda y dos mesas juntadas. Su ventana estaba abierta y daba al jardín trasero. Al otro lado del jardín, había un muro de ladrillo con una cancela, que permitía el acceso a un huerto limpio de malas hierbas.
– Ésta es la cama -dijo Yumn, como si mostrara un lugar donde se sucedían las infamias-. Y Haytham sabía lo que pasaba en ella.
Barbara se volvió, pero no examinó el objeto en cuestión. Estaba a punto de decir, «Y las dos sabemos cómo se enteró de eso Haytham Querashi, ¿verdad, querida?», cuando observó que la mesa colocada en el lado opuesto de la cama parecía estar dedicada a alguna manualidad. Caminó hacia ella con curiosidad. Yumn prosiguió.
– Ya puede imaginarse cómo se puso Haytham cuando descubrió que su amada, cuyo padre la había presentado como casta, era poco más que una… Bien, quizá mi lenguaje es demasiado fuerte, pero no más que mis sentimientos.
– Hummm -dijo Barbara. Vio que tres cómodas de plástico en miniatura contenían cuentas, monedas, conchas, piedras, fragmentos de caparrosas verdes y otros pequeños adornos.
– Las mujeres transmiten nuestra cultura a través del tiempo -decía Yumn-. Nuestro papel no es sólo el de esposas y madres, sino el de símbolos de la virtud para las hijas que nos seguirán.
– Sí, vale -dijo Barbara. Al lado de las tres cómodas había un estante con pequeños útiles: diminutas llaves de tuercas, pinzas, una pistola de pegamento, tijeras y dos cortaalambres.
– Si una mujer fracasa en su papel, fracasa para sí misma, su marido y su familia, cae en desgracia. Sahlah lo sabía. Sabía lo que le esperaba en cuanto Haytham rompiera su compromiso y explicara los motivos de su decisión.
– Entiendo. Si -dijo Barbara. Y al lado del estante de herramientas había una hilera de bobinas grandes.
– Ningún hombre la querría después de eso. Si no fuera expulsada de la familia por completo, quedaría prisionera de ella. Una esclava. A las órdenes de todo el mundo.
– Necesito hablar con su marido, señora Malik -dijo Barbara, y apoyó los dedos sobre la pieza que había descubierto.
Entre las bobinas de cadenilla, hilo y cuerda, destacaba una acusadora bobina de alambre muy fino. Más que apropiado para hacer caer a un hombre desprevenido desde lo alto del Nez.
Bingo, pensó. Puta mierda. Barlow la Bestia había estado en lo cierto desde el primer momento.
Emily tuvo que permitir que los dos fumaran. Parecía la única forma de que Kumhar se relajara lo suficiente para cantar a fondo. Con una sensación de opresión en el pecho, los ojos llorosos y la cabeza turbia, soportó el humo de los Benson & Hedges del paquistaní. Tardó tres cigarrillos en empezar a contar una versión aproximada de la verdad. Antes, intentó insistir en que había entrado por Heathrow. Después, se decantó por Gatwick. Luego, cuando no pudo recordar el número de vuelo, las líneas aéreas o la fecha de entrada en el país, no tuvo otro remedio que confesar la verdad. Azhar tradujo. Durante todo el rato, su rostro permaneció inexpresivo. Cabía reconocer que sus ojos transparentaban más pesar a medida que el interrogatorio continuaba. No obstante, a Emily se la sudaba aquel dolor. Conocía lo bastante bien a los asiáticos para saber que eran unos actores consumados.
Había personas que colaboraban, empezó Kumhar. Cuando alguien quería emigrar a Inglaterra, había personas en Pakistán que conocían los atajos. Podían acortar el tiempo de espera, soslayar los requisitos y proporcionar los documentos necesarios… Todo ello a cambio de un precio, por supuesto.
– ¿Cuál es su definición de «documentos necesarios»? -preguntó Emily.
Kumhar evitó la pregunta. Al principio, había abrigado la esperanza de entrar en este maravilloso país legalmente, afirmó. Buscó formas de hacerlo. Buscó patrocinadores. Incluso había intentado ofrecerse como marido a una familia que desconociera su estado civil, con el plan de celebrar un matrimonio bígamo. No habría sido una unión polígama, desde luego, porque la poligamia no sólo era legal, sino bien vista para un hombre que poseyera los medios de mantener a más de una esposa. No poseía los medios, pero ya los conseguiría. Algún día.
– Ahórreme los detalles culturales -dijo Emily.
Sí, por supuesto. Cuando sus planes no bastaron para conseguirle la entrada legal en Inglaterra, su suegro le había hablado de una agencia de Karachi especializada en…, bien, ellos lo llamaban asesoramiento en problemas de emigración. Había averiguado que tenían delegaciones por todo el mundo.
– En todos los puertos de entrada deseables -recalcó Emily, al recordar la lista confeccionada por Barbara de las ciudades donde World Wide Tours tenía delegaciones-. Y en todos los puertos de salida deseables.
Podía considerarse así, admitió Kumhar. Fue a la oficina de Karachi y expuso su problema, que fue resuelto a cambio de cierta suma.
– Le introdujeron ilegalmente en Inglaterra -dijo Emily. Bien, directamente en Inglaterra no. No tenía dinero para eso, si bien la entrada directa estaba al alcance de los que podían pagar cinco mil libras por un pasaporte británico, un permiso de conducir y una cartilla de la Seguridad Social. No obstante, ¿quién, excepto los muy afortunados, podía entregar semejante cantidad de dinero? Con lo poco que había logrado ahorrar durante cinco años, privándose de todo, consiguió comprar un pasaje desde Pakistán a Alemania.
– A Hamburgo -dijo Emily.
Una vez más, no respondió de una manera directa. En Alemania esperó, escondido en un alojamiento seguro, el pasaje a Inglaterra, donde, con el tiempo y numerosos esfuerzos por su parte, según le dijeron, recibiría los documentos que necesitaba para residir en el país.
– Entró por el puerto de Parkeston -concluyó Emily-. ¿Cómo?
Mediante el transbordador, en la parte posterior de un camión. Los inmigrantes se ocultaban entre los artículos que eran enviados desde el continente: fibra de neumáticos de coches, trigo, maíz, patatas, ropas, componentes de maquinaria. Daba igual. Bastaba con un conductor de camión que se ofreciera a correr el riesgo a cambio de una compensación considerable.
– ¿Y sus documentos?
Ahí fue cuando Kumhar empezó a gimotear, poco decidido a continuar su historia hasta el final. Azhar y él se enzarzaron en un veloz intercambio de palabras, que Emily se apresuró a interrumpir.
– Ya basta. Quiero la traducción. Ahora.
Azhar se volvió hacia ella con expresión seria.
– Es más de lo mismo. Tiene miedo de seguir hablando.
– Entonces, yo hablaré por él -dijo Emily-. Muhannad Malik está metido en esto hasta las cejas. Introduce en el país a inmigrantes ilegales, y retiene sus documentos falsificados. Tradúzcale esto, señor Azhar. -Como el hombre no habló enseguida, con los ojos nublados a cada acusación que recaía sobre su primo, Emily añadió con frialdad-: Traduzca. Usted quería participar en esto. Actúe en consecuencia. Traduzca lo que he dicho.