Azhar habló, pero su voz se había alterado, y destacaba algo en su tono que Emily fue incapaz de identificar, pero que debía ser preocupación. Por supuesto. Se moría de ganas por avisar a su repugnante primo. Aquella gente hacía pina como moscas sobre mierda de vaca, fuera cual fuera el delito. Pero no podría salir de la comisaría hasta que se enterara de cómo era el mundo real. Para ese momento, Muhannad ya estaría encerrado en una celda.
Cuando Azhar terminó la traducción, Fahd Kumhar se puso a llorar. Era cierto, dijo. Nada más llegar a Inglaterra, le habían trasladado a un almacén. Allí, un alemán y dos compatriotas le habían recibido a él y a sus compañeros de odisea.
– ¿Muhannad Malik era uno de ellos? -preguntó Emily-. ¿Quién era el otro?
No lo sabía. Nunca lo supo. Llevaba adornos de oro, relojes y anillos. Vestía bien. Hablaba urdu con fluidez. No iba mucho por el almacén, pero en esas ocasiones, los otros dos le trataban con deferencia.
– Rakin Khan -dijo Emily, casi sin aliento. La descripción encajaba como anillo al dedo.
. Al principio, Kumhar no supo el nombre de ninguno. Averiguó la identidad del señor Malik gracias a ellos (indicó con un gesto a Emily y Azhar), cuando le habían interrogado el día anterior. Antes, sólo conocía al señor Malik como el Amo.
– Un maravilloso sobrenombre -masculló Emily-. Seguro que se lo puso él mismo.
Kumhar continuó. Les dijeron que les habían encontrado trabajo hasta el momento en que reunieran dinero suficiente para comprar los documentos apropiados.
– ¿Qué clase de trabajo?
Algunos iban a granjas, otros a fábricas, otros a hilanderías. Iban a donde les necesitaban. Un camión iba a buscarles en plena noche. Les trasladaban a su lugar de trabajo. Les devolvían al almacén cuando la tarea finalizaba, a veces a la noche siguiente, a veces días más tarde. El señor Malik y los otros dos recogían sus salarios. Se quedaban una parte para la adquisición de los documentos. Cuando los documentos estuvieran pagados, serían entregados a los inmigrantes, que podrían marcharse.
Pero nadie se había ido durante los tres meses que Fahd Kumhar había trabajado para lavar su deuda. Al menos, con los papeles pertinentes. Ni una sola persona. Llegaron más inmigrantes, pero ninguno conseguía ganar lo suficiente para comprar su libertad. El trabajo aumentaba cuando se necesitaba recoger más fruta y recolectar más verduras, pero nada parecía suficiente para pagar sus deudas a las personas que habían arreglado su entrada en el país.
Un plan gangsteril, pensó Emily. Granjeros, propietarios de hilanderías y capataces de fábricas contrataban a los ilegales. Pagaban salarios más bajos de los que la ley permitía, y no los entregaban a los ilegales, sino a la persona que los facilitaba. Esta persona les esquilmaba tanto dinero como quería y daba a los trabajadores lo que le daba la gana. Los ilegales pensaban que el plan consistía en ayudarles a solucionar sus problemas de inmigración. Pero había otra palabra legal mucho más apropiada para la actividad: esclavitud.
Estaban atrapados, dijo Kumhar. Sólo tenían dos alternativas: seguir trabajando y confiar en que a la larga les entregaran los papeles, o escapar a Londres, con la esperanza de desaparecer en el seno de la comunidad asiática y evitar ser detenidos.
Emily ya había oído bastante. Había llegado a la conclusión de que todo el clan Malik, y hasta Haytham Querashi, estaban metidos en el ajo. Era un caso típico de codicia. Querashi descubrió la trama la noche del hotel Castle. Exigió una participación en los beneficios, aparte de la dote de Sahlah. Recibió una negativa, definitiva. No cabía duda de que había utilizado a Kumhar para chantajear a la familia. O disfrutaba de su parte del pastel, o enviaría a Kumhar a la policía para que cantara y estropeara el negocio. Una idea inteligente. Confiaba en que la codicia de la familia se impusiera a su resistencia. Su exigencia de una compensación tampoco era tan absurda. Al fin y al cabo, era un miembro de la familia. Merecía una parte de lo que ganaban los demás. Sobre todo, Muhannad.
Bien, Muhannad ya podía despedirse de su coche clásico, de su Rolex de oro, de sus botas de piel de serpiente, de su anillo de sello con un diamante, de sus cadenas de oro. No los necesitaría en el lugar adonde iría.
Lo cual también destruiría la posición social de Akram Malik en la comunidad. Destruiría a toda la población asiática. A fin de cuentas, la mayoría trabajaba para él. Cuando la fábrica cerrara como resultado de la investigación policial, tendrían que buscar empleo en otro sitio. Los legales, claro está.
Por lo tanto, no se había equivocado al ordenar el registro de la fábrica de mostazas. Sólo se había equivocado al buscar contrabando de bienes materiales en lugar de personas.
Había mucho que hacer. Habría que pedir la intervención del SOI, lanzar una investigación sobre los aspectos internacionales de la trama. Habría que informar al IND, preparar la deportación de los inmigrantes de Muhannad. Algunos serían necesarios para testificar contra él y su familia en el juicio. ¿Tal vez a cambio de asilo?, se preguntó. Era una posibilidad.
– Una cosa más -dijo a Azhar-. ¿Cómo conoció el señor Kumhar al señor Querashi?
Apareció en su lugar de trabajo, explicó Kumhar. Un día, cuando comían junto a un campo de fresas, había aparecido entre ellos. Buscaba a alguien para utilizarlo como medio de terminar con su esclavitud, dijo. Prometió seguridad y un nuevo inicio en este país. Kumhar era uno de los ocho hombres que se habían presentado voluntarios. Le eligieron y se marchó aquella misma tarde con el señor Querashi. Le había llevado a Clacton, instalado en casa de la señora Kersey y entregado un cheque para que lo enviara a su familia, como muestra de las buenas intenciones del señor Querashi hacia todos ellos.
Exacto, pensó Emily, con un bufido de desdén mental. Era otra forma de esclavismo en puertas, pues Kumhar sería la espada permanente que Querashi blandiría sobre Muhannad Malik y su familia. Kumhar era demasiado corto para darse cuenta.
Necesitaba subir de nuevo a su despacho, para saber cómo iba la búsqueda de Muhannad. Al mismo tiempo, no podía permitir que Azhar abandonara la comisaría para avisar a sus parientes de que Emily iba a por ellos. Podía retenerle como cómplice, pero una sola palabra fuera de lugar que surgiera de su boca bastaría para precipitarle hacia un teléfono con el fin de solicitar un abogado. Lo mejor sería dejarle con Kumhar, convencido de que estaba obrando en favor de todos los implicados.
– Necesitaré una declaración escrita del señor Kumhar -dijo a Azhar-. ¿Le importa quedarse con él mientras la escribe, y luego me añade la traducción?
Tardarían sus buenas dos horas, calculó.
Kumhar habló atropelladamente. Sus manos temblaron cuando encendió otro cigarrillo.
– ¿Qué dice ahora? -preguntó Emily.
– Quiere saber si recibirá sus papeles, ahora que le ha contado la verdad.
La mirada de Azhar era todo un desafío. La irritó que apareciera sin el menor rubor en su cara oscura.
– Todo a su debido tiempo -contestó Emily, y les dejó para localizar a la sargento Havers.
Yumn llamó la atención de Barbara sobre la mesa del dormitorio de Sahlah.
– Sus joyas. Bien, ella lo llama así. Yo lo llamo su excusa para no cumplir su deber cuando se le exige.
Se acercó a la mesa y sacó cuatro cajones de las cómodas diminutas. Derramó monedas y cuentas sobre la superficie de la mesa y sentó a Anas sobre la silla de madera que había ante la mesa. Los artilugios de su tía fascinaron de inmediato al pequeño. Tiró de otro cajón y esparció su contenido entre las monedas y cuentas que su madre ya le había dado. Rió al ver los objetos de colores que rodaban y caían sobre la mesa. Hasta ese momento, habían estado ordenados con todo cuidado por tamaño, tono y composición. Ahora, cuando Anas añadió el contenido de otros dos cajones, se mezclaron entre sí sin remisión, con la promesa de que sería necesario un buen rato para volverlos a ordenar.