Yumn no hizo nada para impedir que siguiera vaciando más cajones. Sonrió con afecto y le revolvió el pelo.
– Te gustan los colores, ¿verdad, bonito? ¿Sabrías decir qué colores son a tu ammi-gee. Éste es rojo, Anas. ¿Sabes cuál es el rojo?
Barbara sí lo sabía, desde luego.
– Señora Malik -dijo-, hablemos de su marido. Me gustaría hablar con él. ¿Dónde puedo encontrarle?
– ¿Por qué quiere hablar con mi Muni? Ya le he dicho…
– Y tengo todas las palabras de los últimos cuarenta minutos grabadas en mi mente. He de aclarar un par de puntos con él respecto a la muerte del señor Querashi.
Yumn seguía jugando con el cabello de Anas. Se volvió hacia Barbara.
– Ya le he dicho que no tiene nada que ver con la muerte de Haytham. Debería hablar con Sahlah, no con su hermano.
– Sin embargo…
– No hay sin embargo que valga. -Yumn habló en voz más alta. Dos manchas de color aparecieron sobre sus mejillas. Había dejado caer la falsa máscara de esposa-y-madre. Una resolución de acero había aparecido en su lugar-. Ya le he dicho que Haytham y Sahlah discutieron. Ya le he dicho a qué se dedicaba por las noches. Supongo que, como policía, sabrá sumar dos más dos sin mi ayuda. Mi Muni -concluyó, como si necesitara aclarar la cuestión- es un hombre entre hombres. No hace falta que hable con él.
– De acuerdo -dijo Barbara-. Bien, gracias por su tiempo. Encontraré la salida sin ayuda.
La otra mujer captó el sentido de las palabras de Barbara.
– No hace falta que hable con él -insistió.
Barbara pasó a su lado. Salió al pasillo. La voz de Yumn la siguió.
– Se ha dejado engatusar por ella, ¿verdad? Como todo el mundo. Intercambia cinco palabras con la mala puta y sólo ve una chica preciosa. Tan serena. Tan afable. No mataría ni a una mosca. Así que la desecha. Y ella se sale con la suya.
Barbara empezó a bajar la escalera.
– Siempre se sale con la suya, la muy puta. Puta. Con él en su habitación, con él en su cama, fingiendo ser lo que nunca fue. Casta. Obediente. Piadosa. Buena.
Barbara ya estaba en la puerta. Extendió la mano hacia el pomo. Yumn gritó las palabras desde lo alto de la escalera.
– Él estaba conmigo.
La mano de Barbara se detuvo, pero continuó extendida un momento, mientras tomaba nota de lo que Yumn había dicho. Se volvió.
– ¿Qué?
Yumn bajó la escalera, cargada con su hijo menor. El color de su cara se había reducido a dos medallones rojos sobre cada mejilla. Su ojo errático le daba un aire salvaje, subrayado por las palabras que pronunció a continuación.
– Le estoy diciendo lo que Muhannad le confirmará. Le ahorro la molestia de tener que encontrarle. Estaba conmigo el viernes por la noche. Estaba en nuestra habitación. Estábamos juntos. Estábamos en la cama. Estaba conmigo.
– El viernes por la noche -aclaró Barbara-. Está segura. ¿No salió? ¿En ningún momento? ¿No le dijo, por ejemplo, que iba a ver a un amigo? ¿Incluso a cenar con un amigo?
– Sé cuándo mi marido está conmigo, ¿verdad? -replicó Yumn-. Estaba aquí. Conmigo. En esta casa. El viernes por la noche.
Brillante, pensó Barbara. No habría podido pedir una declaración más diáfana de la culpabilidad del asiático.
Capítulo 26
No podía enmudecer las voces de su cabeza. Daba la impresión de que llegaban desde todas direcciones a la vez, desde todas las fuentes posibles. Al principio, pensó que podría tomar una decisión si lograba silenciar sus gritos, pero cuando comprendió que era impotente para alejar los aullidos de su cabeza (salvo si apelaba al suicidio, cosa que no tenía la menor intención de hacer), supo que debería forjar sus planes mientras las voces trataban de crispar sus nervios.
La llamada telefónica de Reuchlein a la fábrica se había producido menos de dos minutos después de que la zorra de Scotland Yard hubiera abandonado el almacén de Parkeston. «Aborta, Malik», fue todo cuanto dijo, lo cual significaba que el nuevo embarque de artículos (que debía llegar aquel mismo día y estaba valorado en, al menos, veinte mil libras, si conseguía que trabajaran lo suficiente sin meter follón) no sería recibido en el puerto, no sería conducido al almacén y no sería enviado en cuadrillas de trabajo a los granjeros de Kent que ya habían pagado la mitad por adelantado, tal como se había acordado. En cambio, los artículos serían abandonados a su suerte nada más llegar, para que se dirigieran a Londres, Birmingham o cualquier otro lugar donde se pudieran ocultar. Y si la policía no los capturaba antes de llegar a su destino, se desvanecerían entre la población y no hablarían ni palabra sobre la forma en que habían entrado en el país. Era absurdo hablar, cuando podía valerles la deportación. En cuanto a los trabajadores ya asignados a lugares determinados, allá ellos. Cuando nadie fuera a buscarles para devolverles al almacén, ya se les ocurriría algo.
«Aborta» significaba que Reuchlein iba ya de camino a Hamburgo. Significaba que todos los documentos pertenecientes a los servicios de inmigración de World Wide Tours iban de cabeza a una trituradora. Significaba que él debía actuar a toda prisa, antes de que el mundo que había conocido durante veintiséis años se desplomara sobre él.
Se había marchado de la fábrica. Había ido a casa. Había empezado a poner su plan en acción. Haytham estaba muerto, gracias a cualquier ser divino que fuera conveniente en aquel momento, y sabía que Kumhar no hablaría. Si hablaba, sería deportado al instante, lo último que deseaba ahora que su principal protector había muerto.
Y después, Yumn, aquella foca repugnante a la que debía llamar esposa, había empezado a pelearse con su madre. Él había tenido que intervenir, y así había averiguado la verdad sobre Sahlah.
Había maldecido a la sabandija de su hermana. Ella le había provocado. ¿Qué se esperaba, si se comportaba como una puta con un occidental? ¿Perdón? ¿Comprensión? ¿Aceptación? ¿Qué? Había permitido que aquellas manos, sucias, contaminadas, corruptas, asquerosas, tocaran su cuerpo. Había unido sin remilgos su boca a la de él. Se acostaba con aquel pedazo de mierda de Shaw bajo un árbol, sobre el suelo, ¿y esperaba que él, su hermano, su amo, su señor, hiciera la vista gorda? ¿Hiciera caso omiso de sus gemidos y resuellos, del olor de su sudor, de ver cómo la mano de él le levantaba el camisón y subía subía subía por su pierna?
Sí, la había reducido por la fuerza. Sí, la había arrastrado hacia la casa. Y sí, la había tomado porque se lo merecía, porque era una puta, y sobre todo, porque debía pagar como todas las putas. Y una vez, una sola noche, no era suficiente para grabar en su mente la verdad de quién era el auténtico dueño de su destino. Una sola palabra sobre mí y morirás, le había dicho. Ni siquiera tuvo necesidad de ahogar sus gritos con la mano, cuando ya estaba preparado para ello. Ella sabía que debía pagar por sus pecados.
En cuanto Yumn habló, fue a por ella. Sabía que era lo último que debía hacer, pero tenía que encontrarla. Estaba ansioso por encontrarla. Sus ojos palpitaban, su corazón martilleaba, todas sus voces resonaban en su cabeza.
Aborta, Malik.
¿Debo permitir que me traten como a un perro?
Esta chica es ingobernable, hijo mío. No tiene el menor sentido del…
La policía ha venido a registrar la fábrica. Han preguntado por ti.
Aborta, Malik.
Mírame, Muni. Mira lo que tu madre…