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– La rescataremos, Azhar -dijo-. Quédate aquí.

– Déjenme ir, por favor -suplicó el hombre-. Ella es lo único que tengo. Es lo único que quiero.

Emily entornó los ojos.

– Eso dígaselo a la mujer y los niños de Hounslow. Estoy segura de que darán saltitos de alegría cuando oigan la noticia. Fuera de aquí, señor Azhar, antes de que llame a un agente para que le ayude.

Barbara se volvió en su asiento.

– Azhar -dijo. El hombre desvió la vista de la inspectora-. Yo también la quiero. Te la devolveré. Espera aquí.

El hombre salió del coche a regañadientes, como si el esfuerzo le costara todo cuanto tenía. Cuando cerró la puerta, Emily pisó el acelerador. Salieron a la calle y Emily conectó la sirena.

– ¿En qué cojones estabas pensando? -preguntó-. ¿Qué clase de policía eres?

Llegaron a lo alto de Martello Road. El tráfico de High Street se detuvo. Doblaron a la derecha y corrieron en dirección al mar.

– ¿Cuántas veces pudiste decirme la verdad durante los últimos cuatro días? ¿Diez? ¿Una docena?

– Te lo habría dicho, pero…

– Olvídalo. Ahórrate las explicaciones.

– Cuando me pediste que actuara como oficial de enlace, tendría que habértelo dicho, pero te habrías echado atrás, y yo me habría quedado fuera. Estaba preocupada por ellos. Él es profesor de la universidad. Pensaba que el asunto le venía grande.

– Oh, ya lo creo -bufó Emily-. Tanto como a mí.

– No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?

– Dímelo tú.

Se desvió por Mili Lane. Una camioneta de mudanzas estaba aparcada en mitad de la calle, mientras el conductor descargaba cajas de cartón marcadas como MATERIAL TIPOGRÁFICO sobre una carretilla. Emily esquivó el vehículo y al conductor. Subió el coche sobre la acera con una maldición. El coche derribó un cubo de basura y una bicicleta. Barbara se agarró al tablero de mandos, mientras Emily bajaba de nuevo el coche a la calzada.

– No sabía que actuaba de consejero legal. Sólo le conocía como vecino. Me enteré de que iba a venir aquí. Sí, de acuerdo, pero él ignoraba que yo le iba a seguir. Conocía a su hija, Em. Es mi amiga.

– ¿Una amiga de ocho años? Joder. Ahórrame esa parte.

– Em…

– Haz el puto favor de cerrar la boca, ¿vale?

De nuevo en la dársena de Balford por segunda vez aquel día, sacaron un megáfono del maletero y corrieron hacia East Essex Boat Hire. Charlie Spencer confirmó que Muhannad Malik se había llevado una lancha a motor.

– Una pequeña, diesel, ideal para una travesía larga. Le acompañaba una cría -explicó Charlie-. Dijo que era su prima. Nunca había subido a un barco. Estaba loca de alegría.

Por lo que Charlie recordaba, Muhannad les sacaba una ventaja de unos cuarenta minutos, y si hubiera elegido una barca de pesca, no habría llegado ni al punto en que la bahía de Pennyhole se encuentra con el mar del Norte. Sin embargo, la lancha que había escogido tenía más potencia que un barco de pesca, y suficiente combustible para llevarle al continente. Necesitaban algo bueno para alcanzarle, y Emily lo vio brillando bajo el sol, sobre el pontón donde Charlie lo había izado mediante un cabrestante.

– Nos llevaremos el Sea Wizard -dijo.

Charlie tragó saliva.

– Un momento -dijo-. No sé…

– No hace falta que sepas -interrumpió Emily-. Bájalo al agua y entrégame las llaves. Esto es asunto de la policía. Has alquilado la barca a un asesino. La niña es su rehén. Así que pon el Sea Wizard en el agua y dame unos prismáticos.

Charlie se quedó boquiabierto. Le tendió las llaves. Cuando ya había bajado el Hawk 31 al agua, el vehículo artillado de la policía entró en el aparcamiento, con las luces destellando y la sirena en marcha.

El agente Fogarty se acercó a la carrera. Sujetaba una pistola enfundada en una mano y una carabina en la otra.

– Échanos una mano, Mike -ordenó Emily mientras saltaba a bordo de la lancha. Quitó la lona azul protectora hasta dejar al descubierto la cabina. Tiró la lona a un lado e introdujo las llaves en el encendido. En cuanto el agente Fogarty bajó a buscar las cartas de navegación, Emily puso en marcha el motor.

Emily hizo girar la embarcación para encararla hacia el puerto, entre una nube de gases de escape. Charlie paseaba de un lado a otro del pontón, mordiéndose los nudillos del dedo índice.

– Trátela bien, por el amor de Dios -chilló-. Es lo único que tengo, y vale un Potosí.

Barbara sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. «Es lo único que tengo» despertó ecos en su mente. Al mismo tiempo, vio que el Golf de Azhar entraba en el aparcamiento de la dársena y frenaba en mitad de la superficie asfaltada. Dejó la puerta abierta y corrió hacia el pontón. No intentaba interceptarlas, pero tenía los ojos clavados en Barbara, mientras Emily adentraba la embarcación en las aguas más profundas del Twizzle, el afluente que alimentaba los marjales situados al este del puerto y nacía en el canal de Balford, hacia el oeste.

No te preocupes, le dijo mentalmente Barbara. Yo la encontraré, Azhar. Te lo juro. Te lo juro. Hadiyyah no sufrirá el menor daño.

Pero había participado en investigaciones de asesinato el tiempo suficiente para saber que, cuando un asesino se veía acosado, era imposible garantizar la seguridad de nadie. El hecho de que Muhannad Malik no hubiera tenido escrúpulos en esclavizar a sus propios compatriotas, al tiempo que fingía ser su más apasionado defensor, sugería que tampoco tendría escrúpulos a la hora de utilizar a una niña de ocho años.

Barbara alzó un pulgar en dirección a Azhar, pues no sabía qué otra señal darle. Dio media vuelta y miró el afluente que las conduciría hasta el mar.

El límite de velocidad eran cinco nudos. Además, como al atardecer regresaban barcos cargados de turistas, la travesía era traicionera. Emily hizo caso omiso de las advertencias. Se puso las gafas de sol, afianzó las piernas para conservar el equilibrio y aceleró a toda la velocidad posible.

– Enciende la radio -dijo al agente Fogarty-. Ponte en comunicación con el cuartel general. Explícales dónde estamos, a ver si conseguimos un helicóptero para avistarle.

– De acuerdo.

El agente dejó sus armas sobre uno de los asientos de vinilo de la lancha. Empezó a manipular interruptores en la consola, murmurando en voz alta letras y cifras misteriosas. Apretaba un interruptor del micrófono mientras hablaba. Esperó con impaciencia la llegada de una respuesta.

Barbara se reunió con Emily. Había dos asientos encarados hacia la proa, pero ninguna tomó asiento. Se quedaron de pie para abarcar con la vista una extensión de agua mayor. Barbara cogió los prismáticos y se los pasó alrededor del cuello.

– Hemos de dirigirnos hacia Alemania -interrumpió Emily a Fogarty, que seguía gritando por la radio sin recibir contestación-. La boca del Elba. Encuéntrala.

El agente subió el volumen del receptor, dejó el micrófono y se dedicó a examinar las cartas.

– ¿Crees que intentará eso? -preguntó Barbara a Emily, por encima del ruido del motor.

– Es la elección lógica. Tiene socios en Hamburgo. Necesitará documentos. Una casa segura. Un lugar donde esconderse hasta que pueda volver a Pakistán, donde sólo Dios sabe…

– Hay bancos de arena en la bahía -interrumpió Fogarty-. Tenga cuidado con las boyas. Después, fije el rumbo en cero-seis-cero grados.

Tiró la carta en dirección a la cocina, abajo.

– ¿Qué es eso?

Emily ladeó la cabeza, como si quisiera oír mejor.

– Las coordenadas, jefa. -Fogarty se dedicó a la radio de nuevo-. Cero-seis-cero.

– ¿Qué coordenadas?

Fogarty la miró, perplejo.

– ¿Usted no sabe navegar?

– Yo remo, maldita sea. Gary navega. Ya lo sabes. Bien, ¿qué cono significa cero-seis-cero?

Fogarty se recuperó. Dio un manotazo sobre la brújula.