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– Gire a cero-seis-cero con esto -dijo-. Si se dirige a Hamburgo, son las coordenadas de la primera parte del viaje.

Emily asintió y aceleró el motor. Columnas de agua se elevaron a ambos lados de la embarcación.

El lado oeste del Nez estaba a su derecha; las islas del trecho pantanoso llamado Wade se encontraban a su izquierda. La marea estaba alta, pero era tarde ya para salir a navegar, de manera que el canal estaba abarrotado de barcos de recreo que volvían a sus amarraderos. Emily se mantuvo en el centro del canal, a toda la velocidad que se atrevía. Cuando avistaron las boyas que señalaban el punto en que el canal daba paso al canal mayor que era Hamford Water y la desembocadura al mar, empujó hacia adelante el acelerador. Los potentes motores respondieron al instante. La proa de la lancha se alzó, y luego se desplomó sobre el agua. El agente Fogarty perdió pie un momento. Barbara se agarró a la barandilla, y el Sea Wizard se precipitó hacia Hamford Water.

La bahía de Pennyhole y el mar del Norte bostezaban delante de ellos: una sábana verde del color de los líquenes, punteada de cabrillas. El Sea Wizard se lanzó hacia ellas con entusiasmo, cuando Emily empujó un poco más el acelerador. La proa se alzó del agua y volvió a caer, con tanta fuerza que las costillas convalecientes de Barbara escupieron fuego desde su pecho hasta la garganta y los ojos.

Joder, pensó. Sólo le faltaba aquello.

Se llevó los prismáticos a la cara. Se sentó a horcajadas sobre su asiento y dejó que el respaldo la sostuviera, mientras la lancha brincaba sobre el agua. El agente Fogarty insistió una vez más con la radio, gritando por encima del rugido de los motores.

El viento los azotaba. Cortinas de espuma se elevaban desde la proa. Rodearon la punta del Nez, y Emily abrió por completo la válvula de estrangulación. El Sea Wizard penetró como una exhalación en la bahía. Dejó atrás a dos esquiadores acuáticos, y la estela los arrojó al agua como soldaditos de plástico.

El agente Fogarty estaba acuclillado en la cabina. Continuaba gritando por el micrófono de la radio. Barbara barría el horizonte con los prismáticos, cuando el agente logró establecer contacto con alguien. No oyó lo que decía, ni mucho menos lo que le decían a él, pero se hizo una idea cuando el hombre gritó a Emily:

– No hay forma, jefa. El helicóptero de la división se encuentra de ejercicios en Southend-on-Sea. Rama Especial.

– ¿Qué? -preguntó Emily-. ¿Qué cono están haciendo?

– Ejercicios antiterroristas. Dijeron que estaban programados desde hacía seis meses. Llamarán por radio al helicóptero, pero no pueden garantizar que llegue a tiempo. ¿Quiere que llame a la Guardia Costera?

– ¿De qué cojones nos va a servir la Guardia Costera? -gritó Emily-. ¿Crees que Malik va a rendirse como un buen chico sólo porque frenen a su lado y se lo pidan?

– Entonces, la única esperanza es que el helicóptero venga hacia aquí. Les he dado nuestras coordenadas.

Barbara exploró el horizonte. La suya no era la única embarcación que surcaba el mar. Al norte, las formas rectangulares de transbordadores formaban una línea rechoncha desde los puertos de Harwich y Felixstone, que se extendía hacia el continente. Al sur, el parque de atracciones de Balford arrojaba largas sombras sobre el agua, a medida que el sol iba descendiendo. Detrás, los windsurfistas se recortaban como triángulos de colores contra la orilla. Y ante ellos…, ante ellos se extendía la inmensidad del mar abierto, y sobre el horizonte de aquel mar colgaba el mismo banco de sucia neblina gris que Barbara había visto cada día desde su llegada a Balford.

Había barcos allí. En pleno verano, incluso al final del día, siempre había barcos. De todos modos, no sabía qué estaba buscando, aparte de una embarcación que pareciera ir en la misma dirección que ellos.

– Nada, Em -dijo.

– Sigue mirando.

Emily aceleró el Sea Wizard. La lancha respondió con otro salto y otra caída sobre el agua. Barbara gruñó cuando sus costillas doloridas sustentaron el peso de su cuerpo. Al inspector Lynley, decidió, no le haría ninguna gracia el tipo de vacaciones que había escogido. La lancha brincó y se desplomó de nuevo.

Gaviotas de pico amarillo chillaban sobre ellos. Otras se sacudían sobre las olas. Alzaron el vuelo cuando el Sea Wizard se acercó, y el rugido de los motores ahogó sus gritos airados.

Mantuvieron el mismo rumbo durante media hora. Dejaron atrás veleros y catamaranes. Pasaron como un rayo junto a barcos de pesca que ya habían acabado la faena del día. Cada vez se acercaban más a aquel banco de niebla que desde hacía días prometía un tiempo más fresco a la costa de Essex.

Barbara no separaba los prismáticos de sus ojos. Si no alcanzaban a Muhannad antes de llegar al banco de niebla, de poco les serviría su velocidad mayor. Podría maniobrar mejor que ellos. El mar era inmenso. Podría cambiar de curso, poniéndose fuera de su alcance, y no le cogerían porque no podrían verle. Si llegaba al banco de niebla. Si estaba en mar abierto, comprendió Barbara. Quizá avanzaba pegado a la costa de Inglaterra. Quizá tenía otro escondite, otro plan preparado mucho tiempo antes, por si las cosas iban mal para su banda de contrabandistas de carne. Bajó los prismáticos. Se frotó la cara con el brazo para secar, no el sudor, sino la capa de agua salada pegada a su piel. Era la primera vez en muchos días que no tenía calor.

El agente Fogarty se había arrastrado hasta la popa, hasta donde la carabina había resbalado. La estaba examinando y ajustó su posición: disparo único o fuego automático. Barbara supuso que se habría decantado por el automático. Gracias a sus cursillos, sabía que la carabina tenía un alcance de unos cien metros. Sintió que la bilis ascendía a su garganta al pensar que tal vez la dispararía. A cien metros, el agente tenía tantas posibilidades de alcanzar a Muhannad como a Hadiyyah. Pese a que no era una persona religiosa, envió una plegaria a los cielos para que un tiro disparado sobre su cabeza convenciera al asesino de que la policía estaba dispuesto a matarlo. No creía que Muhannad se rindiera por ningún otro motivo.

Volvió a su vigilancia. Concéntrate, se dijo, pero no podía apartar su mente de la niña. Las trenzas que ondeaban alrededor de sus hombros, erguida como un flamenco, mientras se rascaba la pantorrilla izquierda con el pie derecho, la nariz arrugada de concentración en tanto aprendía los misterios de un contestador automático, poniendo la mejor cara posible en su fiesta de cumpleaños con un solo invitado, bailando de alegría al descubrir a un pariente cercano, cuando pensaba que no tenía ninguno.

Muhannad le había dicho que volverían a verse. Debió reventar de alegría al ver lo pronto que había sucedido.

Barbara tragó saliva. Procuró no pensar. Su trabajo consistía en encontrarle. En vigilar. Su trabajo consistía en…

– ¡Allí! ¡Puta mierda! ¡Allí!

El barco era una manchita en el horizonte, y se acercaba a toda prisa a la niebla. Desapareció con una ola. Reapareció.

Seguía el mismo curso que ellos.

– ¿Dónde? -chilló Emily.

– Todo recto -indicó Barbara-. Sigue. Sigue. Va a ocultarse en la niebla.

Se lanzaron hacia adelante. Barbara no perdía de vista al otro barco, gritaba instrucciones, informaba de lo que veía. Estaba claro que Muhannad aún no se había dado cuenta de que le seguían, pero no tardaría mucho en descubrirlo. No había forma de silenciar el rugido de los motores del Sea Wizard. En cuanto los oyera, sabría que la captura era inminente. Y el factor desesperación adquiriría un peso decisivo.

Fogarty se reunió con ellas, carabina en mano. Barbara le miró con el ceño fruncido.

– No intentará utilizar ese trasto, ¿verdad? -gritó.

– Espero que no -contestó el hombre, y a Barbara le gustó la respuesta.

El mar que les rodeaba era como un campo ondulado verde oscuro. Hacía rato que habían dejado atrás los botes de recreo. Sus únicos acompañantes eran los lejanos transbordadores que se dirigían a Holanda, Alemania y Suecia.