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Hadiyyah parpadeó. Parecía estupefacta. Después, dio la impresión de que veía por primera vez a los tres adultos inclinados sobre ella. Con expresión perpleja, paseó la vista de Emily a Fogarty, y después descubrió a Barbara. Le ofreció una sonrisa beatífica.

– El estómago me dio un vuelco -dijo.

La luna había salido ya cuando llegaron por fin a la dársena de Balford, que estaba inundada de luz. Y también de espectadores. Cuando el Sea Wizard rodeó la punta donde el Twizzle se encontraba con el canal de Balford, Barbara vio a la multitud. Los curiosos hormigueaban alrededor del amarradero del Hawk 31, conducidos por un hombre calvo cuya coronilla reflejaba más luces de las que eran normales o necesarias en el pontón.

Emily manejaba el timón. Forzó la vista por encima de la proa.

– Fantástico -dijo, en tono de desagrado.

En el asiento trasero de la lancha, Barbara tenía abrazada a Hadiyyah, envuelta en una manta enmohecida.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Ferguson -dijo Emily-. Ha telefoneado a la prensa.

Los medios estaban representados por fotógrafos provistos de luces estroboscópicas, periodistas armados de libretas y grabadoras, y una furgoneta de la ITV dispuesta a recabar material para el telediario de las diez. Junto con el superintendente Ferguson, todo el mundo se precipitó hacia los pontones que se alzaban a ambos lados del Sea Wizard, mientras Emily apagaba los motores y dejaba que la inercia de la lancha la arrastrara hacia el embarcadero.

Se elevaron voces exaltadas. Se dispararon flashes. Un cámara se abrió paso a codazos entre la muchedumbre.

– ¿Dónde está ese tipo, maldita sea? -gritó Ferguson.

– ¡Mis asientos! -chilló Charlie Spencer-. ¿Qué cono han hecho con los asientos de mi barco?

– ¿Puede concederme unos minutos, por favor? -gritaron diez periodistas al unísono.

Todo el mundo examinaba el barco en busca de la celebridad, por desgracia ausente, a la que habían prometido traer encadenada, con la cabeza gacha y humillada, justo a tiempo de evitar un desastre político. Pero se quedaron sin ella. Sólo había una niña temblorosa que se aferró a Barbara hasta que un hombre delgado de piel oscura, de intensos ojos negros, se abrió paso entre tres agentes de policía y dos adolescentes curiosos.

Hadiyyah le vio.

– ¡Papá! -gritó.

Azhar la cogió de los brazos de Barbara. La apretó contra él como si fuera su única esperanza de salvación, tal como debía ser.

– Gracias -dijo de todo corazón-. Gracias, Barbara.

La agente Belinda Warner se encargó de las provisiones de café durante las siguientes horas. Había mucho que hacer.

Primero, había que ocuparse del superintendente Ferguson, y Emily lo hizo a puerta cerrada. Por lo que Barbara oyó, la reunión fue un cruce entre una pelea de osos y una discusión apasionada sobre el papel de las mujeres en la policía. Consistió en voces exaltadas que proferían acusaciones insidiosas, protestas indignadas e imprecaciones airadas. La mayor parte se centró alrededor de la exigencia del superintendente de saber qué debía informar a sus superiores sobre «su monumental metedura de pata, Barlow», a lo que Emily contestó que le importaba una mierda lo que informara, siempre que no lo hiciera en su despacho y la dejara proseguir con la caza de Malik. La reunión terminó cuando Ferguson salió de estampida, jurando a Emily que se preparara para afrontar severas medidas disciplinarias, al tiempo que Emily gritaba que era él quien debía prepararse para afrontar una acusación por acoso sexual, si osaba continuar entrometiéndose en su trabajo.

Barbara, que esperaba con el resto del equipo en la sala de conferencias, al lado del despacho de Emily, sabía que la carrera de la inspectora jefe dependía en gran parte de ella, como el futuro profesional de Barbara dependía de Emily Barlow.

Ninguna de las dos había hablado una palabra sobre aquellos momentos a bordo del Sea Wizard, cuando Barbara había tomado el control de la lancha. De la misma forma, el agente Fogarty había permanecido mudo al respecto. Había recogido las armas al regresar a la dársena. Las había guardado en el VRA, y había partido al instante, de vuelta a su patrulla o donde se encontrara cuando le habían ordenado presentarse en la dársena. Se despidió de ellas con un cabeceo.

– Sargento, jefa, buen trabajo -dijo a modo de despedida, y dejó a Barbara con la clara impresión de que no iba a decir ni palabra sobre lo sucedido en alta mar.

Barbara no sabía muy bien qué hacer, porque le resultaba insoportable pensar en lo que había averiguado, sobre ella y sobre Emily Barlow, durante aquellos breves días en Balford-le-Nez.

Había una manada de asiáticos… aullando como hombres lobo.

Uno de esos matrimonios acordados por papá y mamá.

Son asiáticos. No les gustaría quedar en ridículo.

Desde el primer momento había tenido ante ella la realidad, pero su ciega admiración por la inspectora la había empujado a negarla. Ahora, sabía que la ética profesional le exigía revelar lo que había visto, sin querer verlo, en Emily Barlow desde el principio.

Pero una acusación de Barbara sería contrarrestada con una serie de acusaciones mucho más graves por parte de la inspectora. Empezaban con insubordinación, y terminaban con asesinato frustrado. Una palabra de Emily a Londres, y Barbara estaba acabada en el DIC. No se podía apuntar y disparar contra un superior con un arma cargada, y luego esperar que pasara por alto aquel breve momento de locura.

No obstante, cuando Emily se reunió con el equipo, su rostro no traicionó sus intenciones. Entró en la habitación con aire resuelto, y su manera de repartir directrices reveló a Barbara que estaba concentrada en el trabajo, no en el desquite.

Había que implicar a la Interpol. El DIC de Balford se pondría en contacto con él mediante el Met. La petición era muy simple: no era necesario solicitar ninguna investigación al Bundeskriminalamt de Alemania. Bastaba una sola detención, lo más sencillo del mundo, puesto que había más de una nación implicada.

Pero Interpol pediría que enviaran informes a Alemania. Emily indicó a varios miembros del equipo que empezaran a redactar dichos informes. A otros se les ordenó trabajar en el procedimiento de extradición.

Otros debían reunir material para que la oficina de prensa los utilizara por la mañana. Otros más recibieron instrucciones de reunir datos (informes de actividades, transcripciones de interrogatorios, material forense) para entregar a la acusación, en cuanto la policía detuviera a Muhannad Malik. En aquel momento, Belinda Warner entró en la habitación con otra bandeja de café e informó a Emily de que el señor Azhar quería verla a ella y a la sargento.

Azhar había desaparecido con su hija casi en el mismo momento en que la había rodeado entre sus brazos. Se había abierto paso a empujones entre la multitud que invadía el pontón, sin hacer caso de las fotos que le sacaban para los periódicos del día siguiente. Había cargado a Hadiyyah hasta su coche y se habían ido, mientras la policía reunía las piezas que su primo Muhannad había desordenado.

– Llévale a mi despacho -dijo Emily. Por fin, miró a Barbara-. La sargento Havers y yo nos reuniremos con él allí.

«La sargento Havers y yo.» Barbara miró a Emily. Intentó descifrar el significado oculto de aquellas palabras, pero la mirada de Emily no traicionaba nada. La inspectora giró sobre sus talones y salió de la sala de conferencias. Barbara la siguió, a la espera de una señal.

– ¿Cómo se encuentra la niña? -preguntó Barbara a Azhar cuando se encontraron con él en el despacho de la inspectora.

– Bien -dijo el hombre-. El señor Treves tuvo la amabilidad de prepararle una sopa. Ha comido y se ha bañado, y la he acostado. Un médico la ha examinado. La señora Porter le hará compañía hasta que yo vuelva. -Sonrió-. Se ha llevado la jirafa a la cama con ella, Barbara. La roñosa. «Pobre animalito», dijo. «No tuvo la culpa de que la pisotearan, ¿verdad? No sabe que está hecha un desastre.»