– ¿Necesito enviar a Presley para que la ayude, inspectora?
La IJD Emily Barlow oyó la intencionada pregunta de su superintendente detective y la tradujo mentalmente antes de responder. Lo que en realidad quería decir era «¿Consiguió aplacar a los paquistaníes? Porque si no, tengo a otro IJD que puede hacer el trabajo como se debe en lugar de usted». Donald Ferguson quería ascender al cargo de subjefe de policía, y lo último que deseaba era que el sendero bien asfaltado de su carrera se viera afectado de repente por baches políticos.
– No necesito la ayuda de nadie, Don. La situación está controlada.
Ferguson ladró una carcajada.
– Tengo a dos hombres en el hospital y un rebaño de paquistaníes dispuestos a estallar. No me diga que la situación está controlada, Barlow. ¿Cuál es la realidad?
– Les conté la verdad.
– Una maniobra brillante.
Al otro extremo de la línea telefónica, la voz de Ferguson rezumaba sarcasmo. Emily se preguntó por qué el súper estaba trabajando todavía a aquellas horas de la noche, pues hacía mucho rato que los manifestantes paquistaníes se habían dispersado y al superintendente nunca le había gustado trabajar hasta muy tarde. Sabía que estaba en su despacho porque le había devuelto la llamada allí, y se había apresurado a aprender el número de memoria cuando comprendió que devolver llamadas telefónicas de las alturas iba incluido en el lote de su nuevo trabajo.
– Ha sido muy brillante, Barlow -continuó el hombre-. ¿Puedo preguntarle cuánto tiempo cree que pasará antes de que ese individuo saque a su gente de nuevo a las calles?
– Si me diera más hombres, no tendríamos que preocuparnos por las calles ni por nada.
– No va a recibir nada más. A menos que quiera a Presley.
¿Otro IJD? Ni por asomo, pensó.
– No necesito a Presley. Necesito una presencia policial visible en la calle. Necesito más agentes.
– Lo que necesita es romper unas cuantas cabezas. Si no es capaz de hacer eso…
– Mi trabajo no consiste en controlar a las multitudes -interrumpió Emily-. Estamos tratando de investigar un asesinato, y la familia del fallecido…
– ¿Puedo recordarle que los Malik no son la familia de Querashi, pese a que da la impresión de que esta gente vive formando una pina?
Emily se secó el sudor de la frente. Siempre había sospechado que Donald Ferguson era un capullo disfrazado de cerdo, y todos sus comentarios no servían más que para corroborar aquella sospecha. Quería sustituirla. Ardía en deseos de sustituirla. La menor excusa, y su carrera sería historia. Emily se armó de paciencia.
– Con el matrimonio, iba a integrarse en esa familia, Don.
– Y les dijo la verdad. Provocaron un alboroto del copón esta tarde, y a cambio les dijo la verdad. ¿Tiene idea de hasta qué punto socava eso su autoridad, inspectora?
– Es inútil ocultarles la verdad, porque es el primer grupo de gente que pienso interrogar. Ilumíneme, por favor. ¿Cómo espera que dirija una investigación de asesinato sin decir a nadie que tenemos entre manos un asesinato?
– No emplee ese tono conmigo, inspectora Barlow. ¿Qué ha hecho Malik hasta el momento? Aparte de instigar los disturbios. ¿Y por qué cono no está detenido?
Emily no señaló lo evidente a Ferguson: la multitud se había dispersado en cuanto la televisión había dejado de filmar, y nadie había sido capaz de pescar a los que tiraban ladrillos.
– Ha hecho exactamente lo que dijo que haría. Muhannad Malik nunca profiere amenazas en vano, y no creo que empiece a hacerlo sólo para hacernos un favor.
– Gracias por la descripción del personaje. Ahora, conteste a mis preguntas.
– Ha traído a alguien de Londres, tal como prometió. Un experto en lo que él llama «política de la inmigración».
– Dios nos coja confesados -murmuró Ferguson-. ¿Qué le dijo?
– ¿Quiere las palabras exactas, o sólo el contenido?
– Ahórrese las ironías, inspectora. Si quiere decir algo, sugiero que lo diga ahora mismo, y acabemos de una vez.
Había mucho que decir, pero no era el momento.
– Don, es tarde. Estoy hecha polvo. Aquí dentro debe de haber treinta grados, y me gustaría llegar a casa antes del amanecer.
– Eso puede arreglarse -dijo Ferguson.
Jesús. Qué despreciable tiranuelo. Cómo le gustaba imponer su rango. Cómo lo necesitaba. Si el superintendente hubiera estado en el despacho de Emily, se lo imaginaba bajándose la cremallera de los pantalones para demostrar cuál de los dos era el hombre.
– Dije a Malik que habíamos llamado a un patólogo del Ministerio del Interior, que practicará la autopsia mañana por la mañana -contestó-. Dije que la muerte del señor Querashi parece ser lo que él imaginó desde un principio: un asesinato. Le dije que el Standard va a publicar la historia mañana. ¿De acuerdo?
– Me gusta eso de «parece» -dijo Ferguson-. Nos proporciona un balón de oxígeno para mantener la situación controlada. Espero que empiece a ocuparse de ello.
Colgó como solía ser su costumbre, dejando caer el receptor sobre la horquilla. Emily apartó el teléfono de su oído y colgó también.
En la habitación sin aire que era su despacho, cogió un pañuelo de papel y lo apretó contra su cara. Cuando lo apartó, estaba manchado de sudor. Habría dado el dedo gordo del pie por un ventilador. Habría dado todo el pie por aire acondicionado. De hecho, sólo le quedaba una lata de zumo de tomate tibio, que era mejor que nada para paliar los efectos del calor sofocante del día. La alcanzó y utilizó un lápiz para abrir la tapa. Bebió un sorbo y empezó a masajearse la nuca. Necesito un poco de ejercicio, pensó, y reconoció de nuevo que una de las desventajas de su profesión, además de tener que lidiar con cerdos como Ferguson, era tener que postergar la actividad física más a menudo de lo que deseaba. Si hubiera podido imponer sus costumbres, haría horas que estaría remando, en lugar de plegarse a las exigencias de su deber: devolver las llamadas del día.
Tiró el último de sus mensajes telefónicos retornados a la basura, y a continuación la lata de zumo de tomate. Estaba embutiendo un montón de expedientes en su bolsa de lona, cuando uno de los agentes destinados a investigar el caso Querashi apareció en la puerta con varias páginas sin cortar de fax.
– Aquí están los antecedentes de Muhannad Malik que me había pedido -anunció Belinda Warner-. La Unidad de Inteligencia de Clacton los acaba de enviar. ¿Los quiere ahora o por la mañana?
Emily extendió la mano.
– ¿Algo más aparte de lo que ya sabíamos?
Belinda se encogió de hombros.
– Si quiere saber mi opinión, no es el niño favorito de nadie, pero aquí no hay nada que lo confirme.
Era lo que Emily había esperado. Dio las gracias con un cabeceo y la gente desapareció por el pasillo. Un momento después, sus pasos resonaron en la escalera del edificio mal ventilado que albergaba la comisaría de policía de Balford-le-Nez.
Como era su costumbre, Emily leyó por encima todo el informe antes de llevar a cabo un estudio más detallado. Un aspecto del problema destacaba sobre los demás: dejando aparte las amenazas implícitas y ambiciones profesionales de su superintendente, lo último que necesitaba la ciudad era un incidente racial grave, y en eso se estaba convirtiendo a marchas forzadas la muerte ocurrida en el Nez. Junio marcaba el inicio de la temporada turística, y ahora que el calor atraía a los habitantes de las ciudades hacia el mar, la comunidad confiaba en que el final de la larga recesión estaba al caer. Pero ¿cómo podía esperar Balford una gran afluencia de visitantes, si las tensiones raciales empujaban a sus habitantes a invadir la calle para enfrentarse entre sí? La ciudad no se lo podía permitir, y todos los hombres de negocios de Balford lo sabían. Investigar un asesinato, al tiempo que evitaba un estallido de conflictos étnicos, era la delicada proposición que se le presentaba. Y Emily Barlow había llegado a ver con diáfana claridad que Balford se tambaleaba precariamente al borde de un choque angloasiático.