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Es posible que Haytham Querashi luchara por la liberación de la gente esclavizada por Muhannad, al tiempo que seguía siendo un pecador en una parcela de su vida que dejaba en la penumbra. De hecho, Muhannad organizó por un ludo Jum'a, y por otro se comportó como un gángster.

– Jum'a le salvaba la cara -arguyo Emily-. Tenía que exigir una investigación sobre el asesinato de Querashi a causa de Jum'a. De lo contrario, todo el mundo se habría preguntado por qué.

– Pero si Querashi quería poner fin al proyecto de Muhannad -dijo Barbara-, ¿por qué no lo denunció y pidió la intervención de la policía? Lo habría podido hacer de una manera anónima. Habría servido a la misma causa.

– Pero también habría servido para destruir a Muhannad. Habría ido a la cárcel. Le habrían expulsado de su familia. Supongo que Haytham no deseaba esto. En cambio, buscó un compromiso, con Fahd Kumhar como garantía de obtenerlo. Si Muhannad hubiera puesto fin a su trama gangsteril, no se habría vuelto a hablar más de ello. En caso contrario, Fahd Kumhar habría denunciado públicamente el tráfico de ilegales. Supongo que ése era el plan. Y le costó la vida.

Móvil, medios, oportunidad. Lo tenían todo. Excepto al asesino.

Azhar se levantó. Volvía al hotel Burnt House, dijo. Hadiyyah estaba durmiendo como una bendita cuando se había marchado, pero no quería que despertara sin encontrar a su padre al lado.

Las saludó con un movimiento de cabeza. Caminó hasta la puerta del despacho. Entonces, se volvió, vacilante.

– He olvidado por completo el motivo de mi visita -dijo a modo de disculpa-. Hay una cosa más, inspectora.

Emily compuso una expresión de cautela. Barbara vio que un músculo se agitaba en su mandíbula.

– ¿Sí? -dijo.

– Quería darle las gracias. Habría podido continuar. Podría haber capturado a Muhannad. Gracias por parar el barco y salvar a mi hija.

Emily asintió, tirante. Desvió la vista hacia un archivador. Azhar salió del despacho.

Emily parecía muerta de cansancio. El incidente ocurrido en el mar las había agotado a ambas, pensó Barbara. Las palabras de gratitud de Azhar, tan erradas de destinatario, sólo podían haber añadido más peso a la conciencia de la inspectora, además de las otras cargas que ya soportaba. Había descubierto su verdadero carácter en el mar del Norte. Aquella revelación de su faceta más tétrica y sus inclinaciones básicas tenía que haber sido muy dolorosa.

– Todos maduramos con el trabajo, sargento -le había dicho en más de una ocasión el inspector detective Lynley-. De lo contrario, lo mejor es entregar la tarjeta de identificación y marcharse.

– Em -dijo Barbara, con el propósito de aliviar su carga-, todos perdemos los papeles alguna vez, pero nuestros errores…

– Lo que pasó allí no fue un error -dijo Emily en voz baja.

– Pero tú no querías que se ahogara. No pensaste. Nos dijiste que tiráramos los chalecos salvavidas. No te diste cuenta de que no llegarían hasta ella. Eso fue lo que pasó. Todo lo que pasó.

Emily dejó de inspeccionar los archivadores. Miró con frialdad a Barbara.

– ¿Quién es su oficial superior, sargento?

– ¿Mi…? ¿Qué? ¿Quién? Tú, Em.

– No me refiero aquí. En Londres. ¿Cómo se llama?

– Inspector Detective Lynley.

– Lynley no. Por encima de él. ¿Quién es?

– El superintendente Webberly.

Emily cogió un lápiz.

– Deletréelo.

Barbara sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. Deletreó el apellido de Webberly y contempló a Emily mientras lo escribía.

– ¿Qué pasa, Em?-preguntó.

– Lo que pasa es la disciplina, sargento. Más en concreto, lo que pasa es lo que sucede cuando apuntas un arma a un oficial superior, cuando decides obstruir una investigación policiaca. Eres la responsable de que un asesino haya escapado de la justicia, y tengo la intención de que pagues por ello.

Barbara se quedó anonadada.

– Pero, Emily, dijiste…

Se quedó sin palabras. ¿Qué había dicho la inspectora, en realidad? «Usted nos llevó hasta el mar del Norte, sargento. Era lo que necesitábamos para descubrir la verdad.» Y la inspectora estaba viviendo aquella verdad. Barbara no había logrado comprenderlo hasta ahora.

– Me vas a denunciar -dijo Barbara con voz hueca-. Joder, Emily. Me vas a denunciar.

– Ya lo creo.

Emily continuó escribiendo con determinación, la viva demostración de aquellas cualidades que Barbara tanto había admirado. Era competente, eficiente e incansable. Había ascendido con tanta rapidez debido a su fuerza de voluntad para utilizar el poder inherente a su cargo. Fueran cuales fuesen las circunstancias, fuera cual fuese el coste. ¿Qué la había impulsado a concluir que ella sería la única excepción a la regla de oro de Emily?, pensó Barbara.

Quería discutir con la inspectora, pero descubrió que no tenía ganas. Además, la expresión inflexible de Emily le dijo que sería inútil.

– Eres una profesional de primera -dijo por fin-. Haz lo que debas, Emily.

– Es lo que pienso hacer, créeme.

– Jefa.

Un agente se había asomado a la puerta de la inspectora. Sostenía un comprobante telefónico en la mano. Su expresión demostraba preocupación.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily. Su mirada se clavó en el papel que sujetaba-. Hostias, Doug, si el jodido de Ferguson ha…

– No se trata de Ferguson -dijo Doug-. Hemos recibido una llamada de Colchester. Parece que llegó a eso de las ocho y el comprobante fue a parar con los demás a comunicaciones. Lo recibí hace diez minutos.

– ¿Qué pasa con él?

– Acabo de devolver la llamada. Atando cabos sueltos. El otro día fui a Colchester, para comprobar la coartada de Malik, ¿recuerda?

– Continúe, agente.

El hombre se encogió al oír su tono.

– Bien, hoy lo volví a hacer cuando intentábamos encontrar su pista.

Los nervios de Barbara se pusieron en tensión. Leyó «cautela» en las facciones del agente. Daba la impresión de que esperaba una condena a muerte tras concluir sus comentarios.

– No todo el mundo estaba en casa en el barrio de Rakin Khan cuando estuve allí en ambas ocasiones, así que dejé mi tarjeta. Ése era el motivo de la llamada telefónica.

– Doug, no me interesa conocer al minuto tus actividades diarias. Ve al grano o lárgate de mi despacho.

Doug carraspeó.

– Él estaba allí, jefa. Malik estaba allí.

– ¿De qué estás hablando? No pudo estar allí. Yo misma le vi en el mar.

– No me refiero a hoy, sino al viernes por la noche. Malik estaba en Colchester. Como Rakin Khan afirmó desde el primer momento.

– ¿Qué? -Emily tiró el lápiz a un lado-. Y una mierda. ¿Te has vuelto loco?

– Esto -indicó el mensaje- es de un tío llamado Fred Medosch. Es viajante de comercio. Tiene una habitación en la casa que hay frente a la de Khan. No estaba en casa la primera vez que fui. Tampoco estaba en casa cuando estuve hoy, siguiendo la pista de Malik. -El agente hizo una pausa y se removió inquieto-. Pero sí estaba en casa el viernes por la noche, jefa. Vio a Malik. En carne y hueso. A las diez y cuarto. En la casa de Khan, con Khan y otro tío. Rubio, gafas redondas, un poco encorvado de hombros.

– Reuchlein -murmuró Barbara-. Puta mierda.