Vio que Emily había palidecido.
– No es posible -masculló.
Doug parecía abatido.
– Su habitación da a la ventana delantera de la casa de Malik. La ventana del comedor, jefa. Aquella noche hacía calor, así que la ventana estaba abierta. Malik estaba allí. Medosch le describió de pe a pa, hasta la coleta. Intentaba dormir, pero aquellos tíos hablaban a voz en grito. Se asomó para ver qué estaba pasando. Fue entonces cuando le vio. He telefoneado al DIC de Colchester. Van a enseñarle una foto de Malik, para asegurarse, pero pensé que a usted le gustaría saberlo enseguida. Antes de que la oficina de prensa anuncie…, ya sabe.
Emily se apartó de su escritorio.
– Es imposible -dijo-. No pudo… ¿Cómo lo hizo?
Barbara sabía lo que estaba pensando. También era lo primero que a ella le había sorprendido. ¿Cómo pudo Muhannad Malik estar en dos sitios a la vez? La respuesta era obvia: no pudo.
– ¡No! -insistió Emily. Doug se esfumó del despacho. Emily se levantó de la silla y caminó hasta la ventana. Meneó la cabeza-. Maldita sea.
Y Barbara pensó. Pensó en todo lo que le habían dicho, Theo Shaw, Rachel Winfield, Sahlah Malik, Ian Armstrong, Trevor Ruddock. Pensó en todo lo que sabía: que Sahlah estaba embarazada, que a Trevor le habían despedido, que Gerry DeVitt había trabajado en las reformas de la casa de Querashi, que Cliff Hegarty había sido el amante del hombre asesinado. Pensó en las coartadas, en quién tenía y en quién no, en lo que significaba cada una y en cómo encajaba cada una en la estructura del caso. Pensó…
– Por Dios.
Se puso en pie de un salto, se apoderó de su bolso con el mismo movimiento, y apenas notó el dolor que laceraba su pecho. Estaba demasiado concentrada en la idea, súbita y horripilante, pero diáfana, que había acudido a su mente.
– Oh, Dios mío. Por supuesto. Por supuesto.
Emily se volvió hacia ella.
– ¿Qué?.
– Él no lo hizo. Participó en el tráfico de ilegales, pero no cometió el crimen. ¡Em! ¿No ves…?
– No me -vengas con monsergas -replicó Emily-. Si intentas librarte del castigo que mereces por tu falta de disciplina cargando el muerto a alguien que no sea Malik…
– Vete al infierno, Barlow -dijo con impaciencia Barbara-. ¿Quieres al auténtico asesino, o no?
– Estás meando fuera del tiesto, sargento.
– Estupendo. No es ninguna novedad. Pero si quieres cerrar este caso, ven conmigo.
No había ninguna necesidad de darse prisa, de modo que no utilizaron la sirena ni las luces. Mientras subían por Martello Road, desde allí hasta Crescent, donde la casa de Emily estaba sumida en la penumbra, desde Crescent hasta el paseo Superior, rodeando la estación de tren, Barbara explicó. Y Emily se resistió. Y Emily discutió. Y Emily, tirante, expuso los motivos por los que Barbara estaba llegando a una falsa conclusión.
Pero, para Barbara, todo había estado desde el principio presente en su mente: el móvil, los medios, la oportunidad. Habían sido incapaces de verlo, cegadas por sus ideas preconcebidas sobre la clase de mujer que se sometía a matrimonios de conveniencia. Habían pensado que sería dócil. Carecería de opinión propia. Cedería a la voluntad de los demás (empezando por el padre, siguiendo por el marido y terminando por los hermanos mayores, si los tenía), y sería incapaz de pasar a la acción, aunque fuera perentorio.
– Es lo que pensamos cuando se trata de matrimonios de conveniencia, ¿verdad? -preguntó Barbara.
Emily escuchaba con los labios apretados. Estaban en Woodberry Way, y pasaban ante los Fiesta y Carlton aparcados ante las casas destartaladas de uno de los barrios más antiguos de la ciudad.
Barbara continuó. Como su cultura occidental era tan diferente de la oriental, los occidentales consideraban a las mujeres orientales ramas de sauce, arrastradas por cualquier viento que azotara el árbol. Sin embargo, los occidentales nunca pensaban que la rama del sauce era flexible y adaptable. Ya podía soplar el viento, que la rama se movía pero no se desgajaba del árbol.
– Nos fijamos en lo más evidente -dijo Barbara-, porque debíamos trabajar con lo evidente. Era lógico, ¿verdad? Buscamos a los enemigos de Haytham Querashi. Buscamos a la gente resentida con él. Y la encontramos. Trevor Ruddock, al que había despedido.
Theo Shaw, que estaba liado con Sahlah. Ian Armstrong, que recuperó su empleo cuando Querashi murió. Muhannad Malik, el que iba a perder más si Querashi contaba lo que sabía. Pensamos en todo. Un amante homosexual. Un marido celoso. Un chantajista. Todo, examinado bajo un microscopio. Pero no pensamos en lo que significaba para la vida de todos los implicados la desaparición de Haytham Querashi. Pensamos que su asesinato sólo estaba relacionado con él. Se interpuso en el camino de alguien. Sabía algo que no debía. Despidió a alguien. Por lo tanto, debía morir. Nunca pensamos que su asesinato no tuviera nada que ver con su persona. Nunca pensamos que podía ser el medio de conseguir algo que no tenía nada que ver con lo que nosotros, como occidentales, como jodidos occidentales, podíamos aspirar a comprender.
La inspectora meneó la cabeza, sin rendirse.
– Estás improvisando. No son más que conjeturas.
Habían atravesado barrios de clase media que servían de frontera entre el Balford viejo y el nuevo, entre los edificios eduardianos decadentes a los que Agatha Shaw pensaba devolver su antigua gloria, y las casas elegantes, caras y sombreadas por árboles, construidas en estilos arquitectónicos que se inspiraban en el pasado. Había falsas mansiones Tudor, pabellones de caza georgianos, mansiones de verano victorianas, fachadas palladianas [9].
– No -contestó Barbara-. Piensa en nosotras. Piensa en nuestros procesos mentales. Nunca le pedimos una coartada. No se la pedimos a ninguna de ellas. ¿Por qué? Porque son mujeres asiáticas. Porque, en nuestra opinión, dejan que sus hombres las dominen, decidan sus destinos y determinen sus futuros. Para colaborar, cubren sus cuerpos. Cocinan y limpian. Hacen reverencias hasta el suelo. Nunca se quejan. Pensamos que carecen de vida propia. Por lo tanto, carecen de opinión, pensamos. ¿Y si nos equivocamos, Emily?
Emily dobló a la derecha por la Segunda Avenida. Barbara la dirigió hasta la casa. Parecía que las luces de la planta baja estaban encendidas. La familia ya se habría enterado de la fuga de Muhannad. Si un concejal del ayuntamiento no les había comunicado la noticia, lo habrían hecho los medios, asediándoles con llamadas telefónicas, ansiosos por recoger la reacción de los Malik ante la huida de Muhannad.
Emily aparcó, examinó la casa un momento sin hablar.
Después, miró a Barbara.
– No tenemos ni una puta prueba. ¿Cómo te propones hacerlo?
Era una buena pregunta. Barbara pensó en sus ramificaciones. Sobre todo, consideró la pregunta a la luz de las intenciones de la inspectora, que pretendía culparla de la fuga de Muhannad. Tenía dos opciones, tal como veía la situación. Podía dejar que Emily se pegara la gran hostia, o hacer caso omiso de sus preferencias más innobles, de lo que en verdad deseaba. Podía vengarse, o asumir su responsabilidad. Podía correspondería de la misma forma, o cederle el coup que salvaría su carrera. La elección era suya.
Deseaba lo primero, por supuesto. Se moría de ganas por apuntarse a la primera opción. Pero sus años con el inspector Lynley le habían enseñado que un trabajo desastroso puede acabar bien, que se puede salir indemne del desastre.
«Puede aprender mucho trabajando con el inspector Lynley», había dicho en una ocasión el superintendente Webberly.
Nunca habían sido las palabras más ciertas que en aquel momento, cuando le proporcionaron la respuesta a la pregunta de Emily.
– Haremos exactamente lo que tú has dicho, Emily. Improvisaremos. Hasta que el zorro salga de su madriguera.
Akram Malik les abrió la puerta. Daba la impresión de que había envejecido años desde que le había visto en la fábrica. Miró a Barbara, después a Emily.