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– Por favor -dijo en tono inexpresivo, pero el dolor que destilaban sus palabras bastaba para comprender sus sentimientos-. No me lo diga, inspectora Barlow. Para mí, ya no puede estar más muerto.

Barbara sintió una oleada de compasión por el hombre.

– Su hijo no ha muerto, señor Malik -contestó Emily-. Por lo que sé, se dirige a Alemania. Intentaremos capturarle. Si podemos, pediremos la extradición. Le juzgaremos e irá a la cárcel. Pero no hemos venido para hablar de Muhannad.

– Entonces…

Se pasó la mano por la cara y examinó el sudor que brillaba en su palma. La noche era tan calurosa como el día. No había ninguna ventana abierta en la casa.

– ¿Podemos entrar? -preguntó Barbara-. Nos gustaría hablar con su familia. Con todos sus miembros.

El hombre retrocedió para dejarlas entrar. Le siguieron hasta la sala de estar. Su mujer estaba trabajando sin demasiado éxito en un bastidor para bordar, que albergaba un complicado dibujo de líneas y curvas, puntos y garabatos, que estaba cosiendo con hilo de oro. Barbara tardó un momento en darse cuenta de que eran palabras árabes para un modelo de bordado similar a los que ya colgaban del techo.

Sahlah también estaba. Tenía un álbum de fotos abierto sobre una mesita auxiliar cubierta con una hoja de cristal. Se dedicaba a sacar fotografías. A su alrededor, sobre la alfombra persa de alegres colores, yacían facsímiles de su hermano, eliminados de las fotografías, como un símbolo de su expulsión del seno familiar. Barbara sintió un escalofrío.

Se acercó a la repisa de la chimenea, donde antes había visto las fotografías de Muhannad, su mujer y sus hijos. La imagen del primogénito y su mujer aún seguía en su sitio, aún no había caído víctima de las tijeras de Sahlah. Barbara la levantó y vio lo que no había observado antes, el lugar donde la pareja había posado para la foto. Estaban en la dársena de Balford, con una cesta de picnic a los pies y las Zodiac de Charlie Spencer alineadas a su espalda.

– Yumn está en casa, ¿verdad, señor Malik? -preguntó-. ¿Podría ir a buscarla? Nos gustaría hablar con todos ustedes.

Los dos ancianos se miraron con aprensión, como si la petición implicara más horrores inminentes. Sahlah fue quien habló, pero dirigió sus palabras a su padre, no a Barbara.

– ¿Quieres que vaya a buscarla, abby-jahn?

Sostenía las tijeras en alto entre sus pechos, la paciencia personificada, mientras esperaba a que su padre le diera instrucciones.

– Perdone -dijo Akram a Barbara-, pero no veo la necesidad de que Yumn pase otro mal trago esta noche. Ahora es viuda; sus hijos no tienen padre. Su mundo se ha derrumbado. Se ha ido a la cama. Si tiene algo que decir a mi nuera, debo pedirle que me lo comunique a mí primero, y yo juzgaré si está preparada para oírlo.

– No pienso hacer eso -replicó Barbara-. Tendrá que ir a buscarla, o la inspectora Barlow y yo tendremos que quedarnos aquí hasta que esté preparada para reunirse con nosotras. Lo siento -añadió, porque sentía compasión por el asiático. Era un hombre atrapado en mitad de una guerra cuyos adversarios eran el deber y la inclinación. Su deber cultural era proteger a las mujeres de su familia. Pero su inclinación de adopción era inglesa: debía hacer lo que era correcto, acceder a una petición razonable de las autoridades.

Ganó la inclinación. Akram suspiró. Cabeceó en dirección a Sahlah. La joven dejó sus tijeras sobre la mesa. Cerró el álbum de fotos. Salió de la sala. Un instante después, oyeron sus pasos en la escalera.

Barbara miró a Emily. La inspectora se comunicó sin palabras. No creas que esto cambia nada entre nosotras, le estaba diciendo Emily. Si me salgo con la mía, estás acabada como policía.

Haz lo que debas, contestó Barbara en silencio. Por primera vez desde su encuentro con Emily Barlow, se sintió libre.

Akram y Wardah esperaron con inquietud. El marido se agachó con rigidez para recoger las fotos mutiladas de Muhannad. Las tiró a la chimenea. La esposa dejó su bordado y clavó la aguja en la tela antes de enlazar las manos sobre el regazo.

Entonces, Yumn bajó la escalera detrás de Sahlah. Oyeron sus protestas, su voz temblorosa.

– ¿Cuánto más deberé soportar en una sola noche? ¿Qué han venido a decirme? Mi Muni no hizo nada. Le han alejado de nosotros porque le odian. Porque nos odian a todos. ¿Quién será el próximo?

– Sólo quieren hablar con nosotros, Yumn -dijo Sahlah, con su voz de cordero degollado.

– Bien, si he de soportar esto, no lo haré sin ayuda. Ve a buscarme un poco de té. Y quiero azúcar de verdad, no esa porquería química. ¿Me has oído? ¿Adonde vas, Sahlah? He dicho que fueras a buscarme un poco de té.

Sahlah entró en la sala de estar, el rostro impasible.

– Te he pedido que… -repitió Yumn-. Soy la mujer de tu hermano. Es tu deber. -Entró en la sala de estar. Concentró su atención en las dos detectives-. ¿Qué más quieren de mí? -preguntó-. ¿Qué más quieren hacerme? Le han expulsado, expulsado, de su familia. ¿Y por qué motivo? Porque están celosas. Los celos las devoran. No tienen hombres, no soportan la idea de que otra mujer tenga uno. Y no cualquier hombre, sino un hombre de verdad, un hombre entre…

– Siéntese -ordenó Barbara a la mujer.

Yumn tragó saliva. Miró a sus suegros, para que la defendieran del insulto proferido. Una extraña no iba a decirle qué debía hacer, comunicaba su expresión. Pero nadie salió en su defensa.

Con dignidad ofendida, caminó hasta una butaca. Si reparó en la importancia del álbum de fotografías y las tijeras depositadas a su lado sobre la mesita auxiliar, no lo demostró. Barbara miró a Akram, y se dio cuenta de que había recogido las fotos del suelo y las había tirado a la chimenea, con el fin de ahorrar a su nuera la contemplación de las ceremonias iniciales que ilustraban la proscripción oficial de su marido.

Sahlah regresó al sofá. Akram se encaminó hacia otra butaca. Barbara se quedó donde estaba, junto a la repisa de la chimenea, mientras Emily permanecía al lado de una ventana cerrada. Parecía tener ganas de abrirla. La atmósfera era asfixiante.

Barbara sabía que, a partir de aquel momento, toda la investigación iba a ser una partida de dados. Respiró hondo y efectuó la primera tirada.

– Señor Malik -dijo-, ¿puede usted o su mujer decirnos dónde estaba su hijo el viernes por la noche?

Akram frunció el entrecejo.

– Me parece una pregunta absurda, a menos que hayan venido a esta casa con el propósito de atormentarnos.

Las mujeres estaban inmóviles, con su atención fija en Akram. Entonces, Sahlah se inclinó hacia adelante y cogió las tijeras.

– De acuerdo -dijo Barbara-, pero si pensaba que Muhannad era inocente hasta su escapada de esta tarde, debía tener motivos para pensar eso. Y la razón ha de ser que sabía dónde estuvo el viernes por la noche. ¿Me equivoco?

– Mi Muni estaba… -dijo Yumn.

– Me gustaría que nos lo dijera su padre -interrumpió Barbara.

– No estaba en casa -dijo Akram poco a poco-. Lo recuerdo porque…

– Abhy -dijo Yumn-, habrás olvidado que…

– Déjele contestar -ordenó Emily.

– Yo puedo contestar -dijo Wardah Malik-. Muhannad estuvo en Colchester el viernes por la noche. Siempre cena una vez al mes con un amigo de la universidad. Se llama Rakin Khan.

– No, Sus. -Yumn habló con voz aguda. Agitó las manos-. Muni no fue a Colchester el viernes. Debió de ser el jueves. Confundes las fechas por culpa de lo sucedido a Haytham.

Wardah parecía perpleja. Miró a su marido como en busca de ayuda. La mirada de Sahlah se movió lentamente entre ellos.

– Te has olvidado -continuó Yumn-. Es comprensible, considerando lo sucedido. Pero te acordarás…

– No -dijo Wardah-. Mi memoria es muy precisa, Yumn. Fue a Colchester. Telefoneó desde la oficina antes de marchar, porque estaba preocupado por las pesadillas de Anas, y me pidió que cambiara la merienda del niño. Pensaba que tal vez era la comida lo que le perturbaba.